viernes, 11 de mayo de 2012

DE FERIA EN FERIA


Desde que la madre se dejó decir que iba a ir con ella a la feria, en los ojos del niño brilla una luz nueva. Cuenta los días y las horas como si en su cabecita se hubiera instalado un cronómetro. Se  lo dice a todo el mundo y a todo el mundo pregunta, sobre todo a los compañeros que ya han ido. Nosotros vamos de feria, a vender la Garbosa, que es machorra, pero eso no puede decirse. Anoche se acostó nervioso y lleva ya un buen rato despierto, revolviéndose entre las sábanas, sin pegar ojo, esperando una señal de la madre que trastea desde hace un buen rato en la planta baja.  Apenas oye el primer kilkirikí del gallo, se echa abajo de la cama y no tarda ni dos minutos en presentarse en la cocina, completamente vestido y calzado. Se toma sin rechistar el gran tazón de leche caliente que tanto le cuesta otras mañanas y sale a la puerta. Aún no ha amanecido, pero en la calle se advierta ya cierto trajín inusual a esta hora. Son los hombres del pueblo, que se preparan para ir de feria.
Si no hay suerte con los tratantes que vienen de vez en cuando, no queda más remedio que salir de viaje, porque vender en casa es siempre un ejercicio arriesgado: a ciegas, sin saber cómo está el mercado, fiándolo todo a la decencia del merchán, que sabe más que Lepe, y que puede calcular a simple vista el peso de un ternero como si llevara una romana en la cabeza. Por eso muchos ganaderos deciden ir a la feria.
Media hora después van todos Lleralta abajo siguiendo los cencerros de las vacas bajo una luna clara que oscurece las estrellas; les esperan más de cuatro horas de marcha, pero al niño no le importa. Aún de noche, dejan a la izquierda las luces del vecino pueblo de la Aliseda. Desde aquí, todo serán sensaciones nuevas: el agua, las huertas, los árboles atiborrados de fruta, hasta los ruidos parecen distintos. Todo un mundo desconocido que tiene al niño tan absorto que no se da cuenta del frío ni del cansancio. Caminan siguiendo el cordel; a la derecha el ventorro del tío Santiago – el niño dice venturro, como los hombres del pueblo- y a la izquierda, las lucecillas de los pueblos colgado en la ladera norte de Gredos: Bohoyo, Navamojada y Los Guijuelos. Cuando, ya amanecido, distinguen entre la bruma la torre de la iglesia de Los Llanos, el muchacho pretende ir a visitar a sus compañeros de colegio, pero la madre, siempre temerosa, se opone rotundamente, así que el niño no insiste.
Con los primeros rayos del sol llegan al teso, un descampado yermo e inhóspito a las afueras del pueblo, sin más arrimo que el que se dan unos animales a otros. Ocupan una esquina, todos juntos –allí están los de Horcajo-, y mientras esperan a que pase el de la gorra para cobrar el punto, sacan un puñado de heno del saco que han traído en el burro y lo depositan en el suelo para entretener a los animales mientras los hombres se preparan para la batalla que se avecina, la mirada fija en el contorno, atisbando entre la gente, sopesando el número de merchanes, poniendo el oído para enterarse de lo que pide el vecino y comparando. Pues el mío es mejor, así que yo voy a pedir algo más. En poco tiempo el recinto se llena de animales que mugen, rebuznan, relinchan y balan.  Y de hombres que fuman y hablan a gritos. Son los tratantes, que se mueven entre el ganado como Pedro por su casa; van embutidos en largos blusones negros y manejan unas varas enhiesta, largas y flexibles con las que golpean levemente al animal. ¿Quién vende este? Y el amo, adelantándose un poquito: Yo. Y entonces comienza una batalla dialéctica en la que todo está permitido, incluso la mentira, que en este caso, no tiene nada de piadosa.
La madre y el niño tratan de vender una chotona morucha de cuernos blancos, grande y  gorda como un tejón. Ni una mancha en su pelo fino y negro, que brilla al sol como si fuera de metal. La vaca tiene la ubre tan recogida que a lo lejos se ve que está horra. El tratante la observa parsimoniosamente, la rodea caminando, fija la mirada en cada pelo del animal como si quisiera ver dentro, intentando adivinar cuál es el motivo de que una vaca tan hermosa esté allí, expuesta a cualquier comprador, a cualquier carnicero. Y sin cortarse un pelo, pregunta a gritos que quién vende la machorra. El niño, atónito, no entiende cómo el hombre habrá podido darse cuenta tan pronto. Porque, efectivamente, la vaca no ha parido nunca ni tiene pinta de que vaya a hacerlo. Y por eso se vende. Pero aún se sorprende más cuando la madre, también rotunda, niega, y dice que de machorra, nada: preñada y bien preñada está la vaca, que la cogió el toro hace un mes, este se lo puede decir -y señala al tío Natalio, que es su primo- y que la vende porque necesita el dinero para pagar el colegio de un muchacho que tiene estudiando en Armenteros, que si no, de qué. Entonces, el hombre se fija en el niño, que asiste al diálogo embobado, y le pregunta si conoce a Rosario García, y al niño se le viene a la mente de forma inmediata el rostro pecoso de Charo, su compañera de pupitre. Y pronuncia Charo como desde otro mundo. Pero es suficiente, porque después de un tira y afloja que fascina al niño, el hombre ofrece más y la mujer pide algo menos y uno de los que miran pregunta que en cúanto están y que lo echen al medio y coge las manos del hombre y de la mujer y une las diestras como en un saludo y grita que parten la diferencia y que eltrato está hecho. Y cuando la madre dice que suya es la vaca, el niño observa que los rostros se relajan y que un cierto aire de alivio recorre el grupo. Entonces la mujer pregunta que cuándo es la entrega y la cobra. El hombre contesta que a la tarde, cuando haya hecho el cupo para el camión que trae.
Ya de regreso, el muchacho, que lleva ya un buen rato dando vueltas en la boca a un trozo de turrón duro y dulzón y en la cabeza al trato de la chota y al peligro que corre su amistad con Charo, en un aparte, pregunta a la madre qué va a pasar, porque la vaca es machorra de verdad y cuando el hombre vea que no pare, pues, a lo mejor se lo dice a su hija y…  La madre no le deja terminar. "No te preocupes, hijo, que seguramente, el hombre no compraba la vaca para él, y quizá la haya vendido hoy mismo, ganándola algo".
Y así debió de ser porque en los seis años que el muchacho tuvo de compañera a la hija del merchán, la chica nunca le reprochó nada.
RHM
Mayo2012