jueves, 3 de diciembre de 2009

PASTOR



De pequeño quería ser pastor. Como otros niños, que quieren ser bomberos o policías. Con la diferencia de que a la mayoría de éstos se les pasa con los años y a mí no. Yo, cuando crecí, aún quería ser pastor. La aureola de aventura que irradiaba mi primo Ángel cuando venía de Extremadura, los acontecimientos tan extraordinarios que contaban los que subían a León o mis compañeros de escuela cuando regresaban en primavera, conformaban en mi mente de niño soñador un revoltijo de sensaciones que confluían en un deseo claro y rotundo: quería ser pastor y vivir como un pastor. Imaginaba Extremadura como un lugar maravilloso, algo así como un paraíso lleno de encinas donde nunca hacía frío, donde el pan era blanco, los frutos abundantes y hasta las charcas proporcionaban unos peces sabrosísimos que se pescaban fácilmente, no como nuestras gargantas, tan vacías de todo… Hasta las culebras que me daban tanto repelús, eran en Extremadura enormes y majestuosas. El hecho de pasar el invierno en un chozo me parecía totalmente natural y la posibilidad de no ir a la escuela durante unos meses era un acicate más que acentuaba mi afán. Las ovejas –quizás los seres más anodinos que conozco – eran animales maravillosos e inteligentes cuyo cuidado podía satisfacer las aspiraciones del más exigente. Por eso cuando mi padre apartó unas cuantas viejas y dijo que había que ir con ellas por la mañana y por la tarde, yo me sentí feliz: por fin iba a ser como los demás niños y niñas, que andaban con los borregos en el Castrejón ejerciendo un pastoreo bucólico que no interfería en sus carreras y juegos ruidosos.

Así que mi primer día de pastor me presenté al pintar el sol – yo que nunca he sido madrugador- con la mejor garrota de las de mi padre delante de la puerta del tinao de mi tío Vicente, con el que habíamos juntado el hatajo, un rebaño de dieciséis hermosos animales – a mí me lo parecían- con los que yo pensaba poner en práctica todos mis conocimientos de pastor en ciernes. Tenía el corral una puerta ciega que abrí con premura. Dejé el carea en la calle para no asustar a las ovejas y me metí entre ellas imitando las voces que tantas veces había oído a mi padre. No silbaba porque ni entonces sabía ni he logrado aprender. Con la solvencia de un veterano las saqué a la calle y cuando mi primo Jaime, un enano de dos años que no debía estar allí, señaló el corral ya cerrado y dijo algo, yo ni siquiera le oí. Conduje el pequeño hato, que a mí me parecía rebaño inmenso, hacia el valle. No las conté porque un buen pastor no anda todo el tiempo contando el ganado; si pierde alguna la echa a deber por otras señales: falta una negra o la patúa, o no veo a la fulana y cosas así. Pasó la mañana, que a mí se me hizo un poco larga, la verdad, quizá porque no ocurrió nada extraordinario y hasta la perra se mostró remolona y anduvo toda la mañana buscando la sombra de los robles y de los espinos, totalmente ajena a esa vigilancia permanente que yo imaginaba imprescindible en un perro carea. Regresé con el ánimo menos henchido que por la mañana y antes de meter las ovejas en el corral, las conté y… ¡Sólo había quince! ¡Faltaba una! Pensé que se habría quedado atrás, acaso bebiendo agua en el Venero. Volví con las otras, pero, no. Recorrí el careo nuevamente, subí y bajé lindones, escudriñé entre las zarzas, miré en los arroyos y en los canchales, pero no la encontré, por lo que, cansado yo y cansados los animales, volvimos al corral, pensando cómo diría a mi padre que en mi primer día de oficio había perdido una sin darme cuenta. Lo peor que puede ocurrirle a un buen pastor. Abrí la puerta y allí estaba la oveja: nerviosa, hambrienta y asustada. Intenté tranquilizarla con voz suave y gestos acariciadores, pero no quiso saber nada de mí y no permitió que me acercara. Me miraba y huía, como responsabilizándome de su hambre, de su incertidumbre y de su soledad. Cerré la puerta y desanduve el camino a casa cabizbajo, la mirada en los guijarros de la calle, la garrota en el brazo, desentendiéndome de la perra, sin querer ver ni ser visto, como si fuera otra persona diferente a la que había hecho el camino al revés sólo unas horas antes.

RHM
Dic09