En el pueblo nunca dimos mucha importancia al alcohol. En un lugar donde el café no se conoció hasta bien entrados los cincuenta y no se popularizó hasta la década de los sesenta, el vino era considerado, sobre todo, un reconstituyente. Lo habitual era que el padre tomara un vaso de vino para desayunar, a veces con un huevo batido, si lo había y que la madre, en ocasiones, empapara una buena rebanada de pan en vino, la rociara con un poco de azúcar y nos la diera como merienda sin más cortapisa que la que se ponía a otros alimentos: la ración justa, más bien menguada. Tampoco se impedía que los niños tomáramos la « sopa en vino » que se repartía en las bodas. La quina era considerada como un medicamento que abría el apetito, fortalecía los huesos y contribuía al crecimiento, que bien clarito lo decía el anuncio «Quina Santa Catalina ... que es medicina y es golosina». De las bebidas destiladas, la más conocida era el aguardiente, presente en la mayoría de las casas, sobre todo en tiempo de matanza, para que los dos hombres que se habían quedado con el remate del pesaje de los cerdos y los que colaboraban en el trabajo pudieran entrar en calor en las heladas mañanas de noviembre, todos en la misma copa, de un solo trago, sintiendo en el esófago el calor momentáneo del licor, cuanto más fuerte, mejor. Joder, cómo escarba, comentaba alguno. Otras veces una gotita de anís en días señalados, servida en una de aquellas copas primorosamente labradas que había en todas las casas o las probaturas con alguna bebida nueva en Nochebuena, cuando los paquetes de los emigrados a Madrid llegaban con alguna innovación no sólo en la comida, sino en la bebida. Aún recuerdo aquellas botellas de licores extraños con nombres tan llamativos como « Cualquier cosa », « Lo que sea » y otros que tanta gracia nos hacían.
En cierta ocasión, mi hermana fue a llevar un puchero de leche, como era costumbre en el pueblo, a una casa cercana, que estaba de matanza. Alguien tuvo la idea de obsequiar a la niña, que rondaría los diez años, con una copita de anís. La chiquilla, ingenuamente infantil, aceptó el convite y bebió un poco, recreándose en el sabor dulce del licor. El efecto fue fulminante: recogió el puchero, que alguien había tenido el detalle de lavar, y con él en la mano, regresó a casa. Cuenta que mi madre estaba masando y cuenta también las dificultades que tuvo para colaborar con ella. Aunque los encargos eran sencillos y bien claritos, no acertaba más que a llegar a la sala y echarse en la cama hasta que la madre la sacaba de allí sorprendida por el sueño machacón e insistente de la cría. Así, hasta que se le pasó el efecto.
Cuenta Manuel Hernando, Mata para los amigos, que siendo aún muy pequeño estuvo de zagal en La Herguijuela con el tío Modesto. Dice que en otoño, de camino hacia Extremadura, bajaron por el Puerto del Pico y pernoctaron en uno de los pueblos del valle. Como era costumbre, cerraron el rebaño en un prado con el fin de que los excrementos de las ovejas abonaran la tierra. El ama, agradecida, se presentó en la majada a la mañana siguiente con un puchero de café bien caliente y una botella de aguardiente para agradecer a los pastores el detalle de haber estercolado el prado. Afanados como estaban en recoger las mantas y cargar los animales para continuar el camino, nadie reparó en que el niño tomó café y copa como los mayores. Dice Manuel que no le gustó mucho, más bien al contrario, que sintió como si un espino seco y duro arrancara sus entrañas. Se pusieron en marcha y el niño, como le había ordenado el mayoral, ocupó su puesto de mansero en la cabeza del rebaño. Se sentía extrañamente bien, así que llamó a los mansos, metió la mano en el morral, les dio un trozo de pan y empezó a caminar deprisa, sin mirar atrás, silbando una canción que había aprendido en la plaza del pueblo, cuando, en las noches otoñales, jugaban los zagales alrededor del pilón. Luego oyó voces que le llamaban. ¡Manolo, muchacho, Manolo, párate, hostias…! Cuando volvió la vista, comprobó con sorpresa que los únicos que venían detrás de él eran los mansos y que a lo lejos, una fila de ovejas desorientadas intentaba mantener el ritmo frenético que el buen Manuel había impuesto a la marcha.
Los dos protagonistas de este relato han sido bebedores responsables, aunque la niña, hoy mujer, cuando se toma una copita, una sola, suele reproducir aquel comportamiento de la niñez: tranquilamente, como si no le importara la gente, busca un rincón discreto, se queda callada y, suavemente, sin ruidos, se sume en un profundo sueño, como si el tiempo no hubiera pasado y aquella copa de su infancia hubiera dejado un mensaje indeleble en su cerebro : « Si bebes …, duerme ».
RHM
Marzo2010