lunes, 24 de enero de 2011

AL TÍO CANTA


- La misma esquila, Valeriana, la misma esquila.
Braulio no suele hacer caso de la radio cuando habla del tiempo. Prefiere fiarse de su intuición: si Serrota se alborota y Greos tira peos… Si hace frío, se pone al sol o se calienta en la lumbre y si hace calor, busca la sombra. Por eso tampoco suele hacer caso de la radio cuando habla de las temperaturas, quizá porque no tiene muy claro eso de los grados bajo cero. Esta mañana, el pueblo ha amanecido con un nevazo enorme y de las canales cuelgan unos caramelos monumentales. Braulio se ha acercado a la plaza para saber si saldrán las cabras y, allí, en amigable charla con otros que quieren saber lo mismo, al tibio sol de la mañana, se ha enterado de lo del tío Canta.
El tío Canta es un hombrecillo algo mayor que vive en uno de los pueblos de arriba. En la aldea la mayoría está al corriente de que, desde hace algún tiempo, el hombre baja con cierta asiduidad a visitar a la tía Poro, una viuda grandota y dispuesta. No se sabe con certeza el trato que mantiene la pareja, aunque se intuye, porque la señora, de carnes prietas, está aún en buena edad. Por lo demás, en el pueblo, todo el mundo ve con buenos ojos la relación y, excepto algunas beatas y ciertos meapilas, la gente entiende que dos personas sin otros compromisos se alegren el invierno como puedan.
El caso es que anoche, como en otras ocasiones, el tío Canta bajó a ver a la tía Poro y cuando regresaba, a punto de amanecer, a su lugar de origen debió salirse del camino borrado por la nieve y cayó a la cañada del tío Matamoros. No pudo salir y allí le ha encontrado algo después el Pedrito que subía con el mulo cargado a vender a Navasequilla. Cuentan los hombres en la plaza que el de Aldeanueva se asustó un poco al oír los quejidos y lamentos que llegaban del huerto y se sorprendió aún más cuando vio al tío Canta hundido en la nieve hasta los sobacos y a punto de sufrir un colapso. Lo sacó como pudo y lo trajo al pueblo. Y allí está, sentado al solecillo tibio, a la puerta de Valeriana, arropado con una manta de jerga. Braulio no puede resistirse y deja el grupo para acercarse al hombre. No tiene buena pinta, la verdad. Se trata de un hombrecillo pequeño, ya entrado en años, de escaso pelo y mirada huidiza. Va vestido con calzones de estezao y zamarra de piel. Encima lleva una pelliza de gruesa lana que, seguramente, le ha salvado la vida. Está descalzo porque le han quitado las abarcas y los deales para calentarle los pies. El hombre bebe con fruición de un vaso de hojalata un café humeante que le debe de haber preparado alguien y que le va calentando el cuerpecillo. Parece algo avergonzado y harto del espectáculo que se está montando a su alrededor y de la curiosidad que suscita en la gente, ociosa por el mal tiempo. Así que cuando la tía Valeriana se interesa por él y le pregunta de nuevo que qué es lo que más le duele, el hombre, a punto de perder las formas, contesta:
- La misma esquila, Veleriana, la misma esquila.
Braulio se ríe por lo bajo y se aleja hacia su casa. Por el camino va recordando un verso que recitaban unos pastores de Burgos un año que estuvo con ellos en el Galapero: ya me come, ya me come,/ por do más pecado había.
RHM. Enero 2011
La foto es cortesía de Juli García Madera.

jueves, 13 de enero de 2011

EL QUÉ DIRÁN


Aunque él no lo sabía, Braulio era algo filósofo. Grande y fuerte, con la cabeza redonda y firme y unos ojos negros y lánguidos que indicaban pensamientos profundos. No era un campesino al uso, o, por lo menos, nunca se le había visto agobiado con el trabajo, ni siquiera en la fuga del heno. Tampoco sería de los que montaban gresca cada mañana con la mujer y los hijos, si los hubiera tenido -que no era el caso, porque Braulio estaba soltero y bien soltero- Era más bien tranquilo y parecía disfrutar de cada paso que daba, cuando decidía dar alguno, porque otras veces se recostaba plácidamente sobre las piedras de alguna pared, se bajaba un poco la punta de la boina sobre los ojos, a modo de sombrero y se perdía en pensamientos que sólo él conocía, dejando pasar el tiempo, calentándose al sol del invierno como un lagarto necesitado de energía para poner en marcha los músculos del cuerpo. Así podía estar horas, sin importarle nada y, sobre todo, sin importarle la opinión de los otros, eso que el cura llamaba “el qué dirán”.
Braulio había pensado muchas veces en esa manera de nombrar algo con tres palabras: el qué dirán. Él estaba acostumbrado a los nombres certeros, directos como una flecha al significado de las cosas. Una orejera era una orejera y un cuño era un cuño. Cuando oía estas palabras, Braulio representaba mentalmente el objeto y lo veía claro, nítido, adornado, si acaso, con alguna experiencia, agradable o no. Por eso cuando el cura decía que había que tener cuidado con “el qué dirán”, Braulio, medio adormecido en la penumbra de la iglesia, no lograba imaginarse nada; se rascaba la cabeza con cierto disimulo, como acomodándose la gorra, entrecerraba los ojos intentando mirar hacia adentro, pero sólo encontraba un vacío negro indicador de la nada más real.
Por el verano solía volver al pueblo Eufrasio, un compañero de pastoreo que había emigrado a la ciudad, y que hablaba por los codos. Braulio ponía siempre cuidado en lo que decía el otro, sobre todo en las palabras nuevas que usaba profusamente. Un buen día, caminando bajo la sombra fresca de los álamos de El Venero, Eufrasio dijo que en Madrid el coche era una herramienta de trabajo. Así; una herramienta, y lo remachó dos o tres veces. Braulio repitió el ritual de la gorra y los ojos y tuvo que rebuscar un poco en su cabeza para identificar el coche como una herramienta corriente -una hazada o una guadaña- hasta descubrir una imagen concreta: se vio en el cómodo asiento trasero de un coche que le llevaba al prado de los Eros en un momento y que le recogía luego, harto de segar; eso sí que era una herramienta y no el burro.
Esto de el qué dirán le tenía algo desasosegado. Porque Braulio pensaba que entre lo que se dice y lo que se hace siempre ha habido bastante diferencia y que eso de vivir de cara a lo que pudieran decir los demás iba o crear unos hombres de moral intachable en lo que se veía y no tanto en lo que sólo veían ellos mismos. Y pensaba Braulio en esos tipos que nunca habían roto un huevo, ponderados en el decir, en el comer y en el beber, primorosos en el trato con la mujer y hasta con el ganado. Y los imaginaba en sus casas, con una mala leche considerabe, prontos en el insulto y ligeros de mano, y eso sin ir más allá, porque a saber qué pensarían y qué perversiones se les ocurrirían a esas mentes tan preocupadas por una forma de vida monocolor.
Por eso cuando supo que la Pascuala le miraba con buenos ojos y la invitó a la Rebolla para estrechar la relación y lo que se pudiera estrechar y vio que la moza se mostraba poco receptiva y bastante preocupada con el qué dirán, Braulio decidió ajustarse en Brozas de por año con unos de León y no quiso saber nada más de ella. Por eso estaba soltero, gracias a Dios.
RHM. Dic2010.