viernes, 7 de abril de 2017

EL TÍO PERRENDA


 —Juan Perrenda soy, tengo veinte ovejas de vientre, todas desempeñás y el que tenga guevos que entre, que soy el pegó al cura.
Algunos dicen que la enemistad venía de lejos; que el tío Perrenda se la tenía jurada al cura desde el día que le paró a la puerta de la iglesia cuando regresaba de La Aljóndiga, con una carguilla de heno, un domingo antes de misa.
— ¿No sabe usted, Sr. Juan, que los domingos no se puede trabajar?— le preguntó el cura. Y sin esperar la respuesta, continuó: —Nos pasamos la semana al resolano y luego tenemos que aprovechar el domingo—. Y se metió en la iglesia.
—Será el que no lo necesite, que usté ya tiene asistías todas las vacas— refunfuñó por lo bajo el tío Juan.
     Pero no fue eso lo que más le molestó. Lo que le jodió de verdad fue que lo echara en el sermón, delante de todo el pueblo. Y lo que dijo: “Que algunos no se acordaban de que había que trabajar durante la semana, por ejemplo, traer el heno para las vacas, y tenían que hacerlo el domingo, cuando la Santa Madre Iglesia lo prohibía”. Y como muchos estaban ya a la puerta cuando él pasó con el burrillo, todos supieron sin ninguna duda a quién se refería el cura. Y ahí se quedó la cosa. Pero desde aquel día, el tío Perrenda procuró llegar el último a la iglesia y salir de los primeros. Se colocaba atrás, en la cómoda penumbra de la tribuna y ni siquiera se quedaba luego en el cementerio de conversación, como hacían los otros.

            Lo del bonete fue más bien cosa de la fatalidad. Porque fatalidad fue que el cura y el tío Perrenda se encontraran cuando este último regresaba, algo achispado, eso sí, de las regaderas de la dehesa boyal, que se hacían una vez al año. De cada casa iba el que podía. Si había hombre, iba el hombre y, si no, la mujer o los muchachos, que, una vez allí, ya se encargaría alguien de dirigir el trabajo y de mandar a cado uno al sitio adecuado: los hombres a cerrar los portillos y levantar las piedras de las paredes, las mujeres a aclarar las regaderas y los muchachos a deshacer las boñigas. Y como el tío Perrenda era el hombre de su casa, afiló con mimo el calabozo en la piedra del pilón, dispuesto a dar buena cuenta de los espinos y las escobas, que tampoco era cuestión de llevar una herramienta de más peso, que no era el Sr. Juan hombre de gran envergadura, sino más bien al revés: corto de estatura y enjuto de cuerpo.
     En la dehesa se echaba el día entero y se comía alrededor del chozo, cada uno de lo suyo. El vino lo ponía la comisión y esa fue la perdición del tío Perrenda. Porque, a media mañana, dijo Basilio que ya era hora de echar un trago; y lo echaron y, un rato después, repitieron. Porque el vino, que era de El Valle, estaba muy bueno y, además era gratis. Así que no echaron un trago, sino varios y cuando se sentaron a comer, el vaso, que iba de mano en mano, se paró más veces de las convenientes en la del tío Perrenda. Sobre las cinco dejaron el trabajo y el tío Juan desató el burrillo, montó con dificultad y enfiló la calleja haciendo equilibrios encima del animal. Cuando, desde los cercados de tía Jeroma, divisó la sombra negra del cura, que subía por La Portillera, algo se revolvió en su interior. Mira, el de la carga, pensó, sabiendo que el tropiezo sería inevitable. Cuando se encontraron, el Sr. Juan acercó el burrillo a la figura negra e intentó decir algo, pero la lengua se le trabó y sólo acertó a musitar algo así como: “Hoy no es mingo y los que trabjamos, tabjamos”. Y levantó el calabozo por encima del hombro para mantener el equilibrio. El cura debió de interpretar otra cosa, porque saltó hacia atrás, como si el viejo fuera una tentación. El tío Perrenda bajó la herramienta y, algo envalentonado por el vino, azuzó al burro, repitió que hoy no era domingo y, con un escorzo impropio de la edad y del estado en el que se encontraba, arrancó de un manotazo el bonete que el sacerdote llevaba en la cabeza, como muestra de su cargo y para protegerse del sol. El cura, mucho más joven, reaccionó rápidamente y, para evitar males mayores, arrebató al tío Perrenda el calabozo que este alzaba en el aire sin ningún control. Y allí se quedaron los dos, con los papeles cambiados: el tío Perrenda con el bonete en la mano, farfullando por lo bajo y el cura sujetando una herramienta que a él le parecía un arma.

—Sr. Juan, deme usted el bonete—dijo entonces el sacerdote sin levantar mucho la voz y con tono conciliador.

—Dame tú a mí el calabozo— replicó a gritos el tío Juan con voz entrecortada.

Así estuvieron un rato, repitiendo el mismo son, en un tono más alto cada vez; y así hubieran continuado, en un imprevisible final, si no hubieran ido llegando los que venían detrás, que se paraban a una distancia prudente asombrados por aquella situación equívoca: un viejo que arrugaba con saña el gorro de un cura y un sacerdote que intentaba esconder una herramienta detrás de la sotana.  El primero en intervenir fue Juan Mediero, que se acercó al burrillo del tío Juan, que ya daba ciertas muestras de nerviosismo, lo tranquilizó, retiró el arrugado bonete de las manos del viejo, lo estiró un poco encima de los zajones y se lo devolvió al cura, quien, mansamente, le entregó el calabozo, con el ruego de que no se lo diera al tío Perrenda por si acaso. El Mediero, que se había ido deshaciendo de los otros con un leve gesto de la mano, aseguró al tío Perrenda en la albarda, cogió el burrillo del rabero y emprendió la marcha hacia el pueblo. Cuando llegaron, acompañó al viejo a la casilla, le ayudó a atalantar al burro y lo escoltó hasta la vivienda, en cuya puerta se habían congregado ya algunos vecinos, sabedores del incidente con el cura.
     El tío Juan, pasó entre ellos con la cabeza alta, haciendo alguna que otra ese, empujó la puerta, la cerró con la escasa pujanza que le permitían sus fuerzas, se sentó en el poyo, descansó la frente en el puño y allí se quedó, en actitud reflexiva. Lo de Juan Perrenda soy… vino después, cuando el Sr. Juan ya estaba harto de oír por lo alto de la pared del corral a los que pasaban que aquella era la casa del que pegó al cura; y aunque él sabía que no era cierto, también sabía que en los pueblos las cosas no son como son, sino como se cuentan. Por eso añadió lo de las ovejas. Y, alguna que otra vez, lo de los huevos. Porque en su fuero interno, no sabía muy bien por qué, no se sentía mal con la confusión.