viernes, 24 de abril de 2009

CUANDO EL PUEBLO TENÍA POSADA



"Veníamos de Pedrahíta la mi María y yo, me cagüen crista coño, ella montá en el burro y yo agarrao al rabo y en llegando a Vacíazurrones, al agacharse a beber agua, la atenté debajo las faldas…"

Cuántas veces oí a mis tíos en la era esa anécdota que, por cierto, siempre terminaban con una sonrisa sin que los primos y yo pudiéramos conocer el final. Y cuando insistíamos en que terminaran la historia, siempre estaba cerca alguna de nuestras tías que recriminaba al hombre: “¡Calla, bobo, no cuentes tonterías a los muchachos!” Se referían al tío Juanillo, famoso habitante de nuestro pueblo, fallecido muchos años antes, cuyas habilidades y sentencias se comentaban habitualmente en la mayoría de las casas.

Los niños imaginábamos al tío Juanillo como propietario de un físico perfecto, una belleza natural capaz de enamorar a las mozas de entonces sólo con su presencia y una verborrea, tan atrayente, que las encandilaría con sus chascarrillos y ocurrencias. Sin embargo, los que aún recuerdan al tío Juanillo coinciden en que era delgado y de estatura escasa, mediría menos metro y medio, y su cuerpo se empequeñecía aún más cuando caminaba apoyado en una cachava de roble que le servía tanto para afirmarse en el suelo, como para espantar a los perros y otros bichos –me cagüen crista, coño- si se acercaban más de la cuenta. Adornaban su rostro enjuto y cetrino unos ojos oscuros y escrutadores que miraban fijamente, intentando convencer. Tenía una nariz chata y pequeña que descansaba sobre un labio limpio de bigote. Tampoco llevaba barba. Su boca, de escasos dientes, estaba siempre dispuesta a la ocurrencia y al recuerdo de la su María. Las manos, rugosas y huesudas, tenían un color muy similar al bastón que portaban a veces. Vestía calzones y chaleco de estezao, zajones de cuero y zamarra de piel de borrego. Calzaba, como todos los lugareños, las habituales albarcas de goma atadas con tiras de cuero. Como calcetines usaba los llamados deales, dos trozos de lona con los que se envolvía los pies y que sujetaba con correas de cuero. Era un hombre muy devoto de La Virgen María y en el chaleco llevaba prendidas con alfileres las medallas de algunas imágenes que llamaban bastante la atención.

Casó el tío Juanillo con María, viuda, también del pueblo, que servía en Piedrahita. Allí se vieron varias veces y de allí la trajo para convertirla en su esposa. Desde ese momento, la su María pasaría a formar parte de la mayoría de las anécdotas que narraba el hombre, adornadas con el ya conocido me cagüen crista, coño, que agregaba a cualquier cosa que contara, a modo de muletilla. Y fue con la su María con quien abrió una posada en el pueblo. Los niños imaginábamos al tío Juanillo con un mandil blanco atado a la cintura, en animada conversación con los huéspedes, escanciando vino desde una hermosa jarra de barro rojizo en cuencos de madera de roble, mientras la su María, también con delantal blanco y cofia del mismo color, se ocupaba de la comida, del alojamiento y del gobierno del hotel. Las posadas de entonces solían ser estancias de dos plantas. En la baja, provista de pesebreras amplias, se guardaban los animales y en la alta, alrededor de una gran hoguera que se hacía en el centro, dormían los arrieros, utilizando como manta y colchón los aparejos de sus animales y con las alforjas por cabecera. La del tío Juanillo y la tía María no debió de ser distinta, aunque sí más pequeña. Como huéspedes de la posada, personajes fascinantes en la imaginación de los niños: el calderero de Villatoros, negro como el tizón, el tío Rosco, los vinateros de Tornavacas, el cacharrero, los hojalateros, todos protagonistas de vidas tan atrayentes que seguramente rivalizarían con las historias que contaba el posadero.

Además, el tío Juanillo fabricaba ruecas. Siempre gratis. Tenía una buena provisión de renuevos de roble o de álamo terminados en tres o cuatro ramitas que cortaba y ataba, dejándolas todo el invierno así, para que al secarse tomaran las forma deseada. Cuando alguien le pedía una rueca, el tío Juanillo pelaba la rama, pulía con inmenso mimo el trozo de palo y hacía unas muescas en las ramitas del extremo para que el copo se sujetara sin caerse. Luego, entregaba el encargo negándose a recibir estipendio alguno porque “…desde que me casé, tengo unos puñarraos de dinero, me cagüen crista, coño, que no me hace falta cobrar nada por la rueca. También hacía husos, pero, sobre todo, tocaba el rabel. Las personas más mayores del pueblo recuerdan todavía al tío Juanillo haciendo sonar el instrumento a la puerta de la posada, acompañado del calderero de Villatoro que tocaba el caldero y a las mozas bailando alegremente en la calle.

No tuvo hijos el matrimonio y cuando murió María, y el hombre no pudo valerse por sí mismo, fue recogido, ya en los días de su senectud, por las sobrinas, que se hicieron cargo también de sus bienes, incluida la posada, que se dividió en dos partes, una es el garaje de Emilio y la otra pasó a formar parte de la casa de tío Agapito, conocida también como la posada de la tía Mandarina o Bernardina, madre de tía Flora. Hoy es el bar de la peña.

Murió el tío Juanillo y con él se fue una manera de entender la vida que a los niños nos fascinó, se fue un contador de cuentos que hoy nos hubiera fascinado también y, seguramente en algún lugar, me cagüen crista, coño, tendrá reunidos a otros como él que escucharán encantados sus historias, mientras por lo bajo suena una suave música de rabel.