martes, 3 de noviembre de 2009

CANUTO


Lo que hay que oír. He tenido que esperar 57 años para enterarme de que “para conducir bien el rebaño es necesario un perro que muerda”. Así que ya lo sabes, padre, tu teoría tantas veces repetida afirmando que un buen carea debe correr a las ovejas sin morderlas se va al garete. “Correrlas sí, pero ¡ojo!, morderlas, no. El carea que muerde no vale y hay que quitarlo”. No sé si te acuerdas de aquel cachorrillo que nos regaló Félix, el Garrabís, cuando se murió la Niña. Era un perrillo precioso, de pelo marrón claro, con la cara ribeteada de manchas blancas que resaltaban unos ojos negros, profundos. Lo criamos con mimo, con leche y con mimo. Aún recuerdo cómo te mordía los pantalones cuando llegabas por la noche, harto de trabajar y él, juguetón y descansado, salía de debajo del escaño y mordía con sus dientecillos, blancos como la leche que tomaba, tus pantalones de pana sucios de barro y de agua. Recuerdo también que te quejabas al tío Tiburcio:”No sé, no sé, es recio, bastante recio. Morderá”. Creció el animal y le enseñamos, tú sobre todo: lanzabas un canto y le exigías que corriera, le señalabas con la garrota los animales más rezagados y él salía como una bala. Querías que se acostumbrara a tu voz. Era entonces pequeño y cuando algún carnero se revolvía y hacía ademán de topearle, Canuto no se atrevía a acercarse al morueco y retrocedía ladrando más fuerte, siempre de frente, siempre valiente. Cuando se hizo grande, fue recio, muy recio. Corría a las ovejas y las mordía en las patas hasta hacerlas sangre. Recuerdo también que alguna vez debiste dar explicaciones a otros aparceros: “Es el carea, está aprendiendo”. Y el comentario del otro, desdeñoso: “Quítalo”. Pero no aprendió y por eso decidiste limarle los colmillos. Parece que lo estoy viendo. Era en el mes de julio. El día era hermoso como lo son todos en el pueblo en esas fechas. Plenos de luz y de sol, con la temperatura justa, sin asomo de calor. Llegasteis tú y tío Inocencio y como siempre el perrillo corrió cariñoso a saludarte. Me sorprendió que le cogieras en brazos. Te sentaste en el poyo, con el animal entre las piernas, le abriste la boca y el tío, con una horrible herramienta de hierro, fue limando con sumo cuidado los colmillos, uno a uno. Luego le dejaste en el suelo y el animal, tan sorprendido como yo, vino a refugiarse entre mis piernas, los ojos llorosos y el ánimo triste. Yo no entendía nada, sobre todo porque el perrillo era un capricho cariñoso y juguetón. Luego he sabido que le salvaste la vida. Seguramente no comprendí entonces que para ti era más que un antojo, esperabas que fuera una ayuda en el duro oficio que tenías. Porque, aún no lo he dicho, tú fuiste pastor toda la vida, un pastor excelente. Por eso me rebelo cuando oigo ciertos comentarios, sobre todo comentarios de políticos que nos comparan con ovejas y que en su yo más profundo deben de pensar que lo somos.

Besos.