martes, 24 de mayo de 2016

EL PRADO DE LAS ÁNIMAS


Eran cuatro. Dos mocetones altos y fuertes y un hombrecillo viejo y algo arrugado que caminaba como un conejo, moviendo velozmente las piernas, pero con zancadas tan cortas que los otros no tenían ningún problema para seguirle. El tercero era un hombre fornido, de edad mediana, que se había unido a ellos al dejar el teso y que no les había dirigido la palabra más que para preguntarles si iban hacia lo alto. Luego resultó ser el maestro de La Lastra.
            Habían ido por la mañana a Piedrahíta, a la feria de Los Santos y habían vendido lo que llevaban, pero la entrega se había retrasado mucho y ahora tenían un largo trayecto de regreso a la aldea. No les daba miedo la noche porque conocían el camino y habían contado con la luna, que en las noches serranas es la mejor amiga del caminante, pero la niebla que bajaba de los altos era como un mal presagio y a medida que se acercaban a la cumbre, se hacía más espesa.
 Seguramente aquellos hombres habían aprendido a conocer a todos los seres que pueblan la sierra: el alacrán, un bicho tan rabioso que prefiere picarse a sí mismo si se ve acosado, la víbora, tan dañina; el bastardo, que tiene un mamar tan suave, que cuando chupa la teta de una vaca recién parida, esta no vuelve a dejar mamar al becerro. O, al menos, eso es lo que cuentan las madres en las noches largas del invierno mientras hilan el copo al amor de la lumbre. Seguramente aquellos hombres sabrían distinguir perfectamente una jineta de un garduño, ambos capaces de colarse por cualquier agujero, por pequeño que fuera, para comerse las gallinas si no andabas listo.
            Probablemente aquellos hombres sabrían mucho de lobos, enemigos naturales de los pastores. Sabrían que el lobo no se ve, pero se siente su presencia hasta el punto de que el aire se enrarece y a los hombres se les erizan los pelos y les entra un sudor persistente, incluso en las noches más frías del invierno. Tal vez aquellos hombres habrían participado en alguna de las batidas que se organizaban en los pueblos, los hombres a caballo, el que lo tenía, tocando cuernos y trompetas y dando voces para expulsar al lobo del término municipal, aunque la expulsión no llegara más que al pueblo vecino y en todos los pueblos hicieran lo mismo. Quizá por eso, alguno de los caminantes no creería en estas cazas incruentas; porque ya se sabe que “a lobos y a leña verde el que más anda más pierde”, como dijo el andarín mientras subían un repecho capaz de cortar el resuello al más pintado.

            Seguramente aquellos hombres podrían identificar sin error los sonidos de la noche: el canto del cuco, tan distinto al de la lechuza o al del búho, el guarreo de la zorra llamando a otras o el mugido de las vacas sobresaltadas por algún peligro. O el del cuclillo, que emite un sonido rítmico, lúgubre y cadencioso capaz de asustar a cualquiera que no tenga bien atados los machos. Aquellos eran hombres que tenían una identidad total con el campo; que no distinguían entre el día y la noche, “entre el día y la noche no hay pared”, dijo uno de los mozos; y que no temían más que a lo que no podían controlar: la primera necesidad del lobo era comer y la suya, evitar que comiera de su ganado. Eso lo entendía cualquiera. Lo que no podían controlar era el efecto de esta niebla que había surgido casi de repente y que se había instalado en lo alto de la sierra, cubriendo los picos y que avanzaba hacia la ladera como si alguien la viniera empujando desde arriba. La niebla por arriba y la noche por abajo, porque pronto la oscuridad se iría adueñando del valle y las luces del pueblo grande —el único con luz eléctrica— irían desapareciendo engullidas por la distancia.
No supieron cuándo perdieron el camino, que ya no era tal, sino una trocha invadida por los espinos y la maleza. De pronto, los cuatro hombres se encontraron en medio de un calabonar, totalmente rodeados de una capa de niebla que casi no les permitía divisarse entre ellos y mucho menos reconocer alguna señal que les permitiera identificar el camino de regreso. Entonces tuvieron la certeza de que se hallaban perdidos y que la desgracia podría ser mayor porque la niebla había empezado a destilar un agüilla fría que, en aquellas fechas y en aquellos parajes, pronto sería hielo.  
            Algo preocupados, decidieron caminar de dos en dos en direcciones opuestas, sin alejarse más de lo que alcanza una voz en el silencio de la noche, para ver si encontraban alguna señal que les permitiera identificar el camino o, al menos, alguna pared que les sirviera de refugio mientras se levantaba la niebla, si es que se levantaba. Así anduvieron un buen rato en medio de un silencio sepulcral solo roto por las voces de los hombres.
           
El hombrecillo y un mozo estaban ahora en medio de un tremedal. La tierra se movía bajo sus pies y las botas se les habían llenado de barro hasta los tobillos. El mocetón atisbaba entre la niebla buscando alguna referencia, alguna señal, algún indicio, algo conocido que les llevara otra vez al camino. Entonces las oyeron. Eran campanas que tañían llamando a los fieles a algún rezo. El hombrecillo recordó que era el día de las ánimas y trató de ubicar la procedencia, aunque poco importaba de qué pueblo fueran las campanas. Con voz fuerte llamó a los otros y juntos empezaron a caminar hacia el sonido que se repetía monótono de forma intermitente. El hombrecillo sabía que en los pueblos de la sierra suelen llamar a los feligreses tres veces, con toques de campana que se repiten cada poco tiempo. Sólo pedía que este tañer lejano que horadaba la niebla hubiera sido el primero, porque ahora caminaban cuesta abajo por unos barbechos y si volvían a sonar las campanas, pronto identificarían alguna señal que les conduciría hacia un camino, cualquier camino, porque cualquiera sería bueno para llevarles a casa.
P.D. Esta leyenda circula por el pueblo en torno al topónimo referido al prado de Las Ánimas.