miércoles, 20 de octubre de 2010

DE BURROS Y ALBARDAS

Llevaba toda la tarde puliendo el palo de álamo que había cortado con intención de hacer una garrota, pero no debía de haber acertado con el retoño porque cuando quiso doblarlo para hacer la curva de la empuñadura, se había partido con un chasquido seco y rotundo. Así que no había tenido más remedio que forjar un garrote largo y tosco, afilado en el extremo más delgado. Más por aburrimiento que por otra cosa. Toda la santa tarde en el prado de La Balsa cuidando de un burro enorme, soso y triste y llenando de agua un pequeño pozo que tapaba y soltaba cada poco para regar el prado, un pocillo por cada cortadero. Ni siquiera tenía el aliciente de montar en el burro porque su padre no le había dejado traer la albarda y a pelo no le apetecía mucho, la verdad. Además, el burro, grande y gordo, no ganaría nunca un campeonato de velocidad. Por eso seguía alisando y raspando el palo con una navajilla roma y algo oxidada que había logrado sacar de casa sin que le viera su madre, deseando con todas sus fuerzas que el sol, que aún andaba alto por encima de los cerros del Llanillo, corriera deprisa y que la tarde se acabara.
Apenas la luz amarilla dejó de iluminar las copas verdes de los robles, puso la cabezada al borrico, lo llevó hasta la puerta, lo sacó al camino y se encaminó al pueblo, el rabero en una mano y el garrote en la otra. Al llegar a las tapias del camposanto vio venir a su hermana caminando delante de un burrillo gris, pequeño y gordo como un tejón, que cabresteaba detrás de ella cargado con varias mantas en lo alto de una albarda nueva y tan pequeña como el burro. Cuando el niño reconoció al animal, no le extrañó que su hermana –que amaba a más no poder montar en los burros- viniera andando, porque el burrillo, que resultó ser el de tía Elisa, veloz como un gamo, tenía fama de falso, indómito y algo escabezao. La niña llevaba en la mano una cesta de mimbre cubierta con una servilleta de cuadros blancos y azules que tapaba lo que el chiquillo supuso que sería la cena de algún pastor, sobre todo, porque cerca del asa sobresalía la tapadera de un puchero de porcelana roja.
Cuando se encontraron, cerca de las primeras casas del pueblo, la cara de la muchacha reflejaba un convencimiento firme, como si en los pocos metros que habían caminado el uno hacia el otro, hubiera tomado una decisión que, en un primer momento, el muchacho, no sólo no entendió, sino que le pareció bastante rara. Porque el niño había acompañado ya una vez a su padre a Zapardiel a encargar una albarda para el burro que traía detrás y el albardero, un hombre viejo, sosegado y poco hablador, había medido al burro con una cuerda desde las ancas hasta la base del cuello y había hecho un nudo y luego, con otra cuerda, había rodeado la panza del animal y había hecho lo mismo. Por eso no entendió muy bien a su hermana cuando comenzó a descargar las mantas del burrillo y las dejó encima de una pared y le desacinchó y quitó la albarda y se la colocó al burro grande del muchacho y le apretó los ataharres y la cincha, que apenas le llegaba. Y cuando terminó de aparejar al burro, miró el resultado y pareció satisfecha, aunque el niño intuía por el precario equilibrio de la carga, aún más alta cuando la muchacha cargó las mantas y montó encima, que algo malo iba a pasar, porque la altura del cargamento y el balanceo del burro presagiaban un viaje delicado. Y así fue, porque cuando el animal llegó a la regadera de la presa y levantó las patas delanteras para saltar, la albardilla, pobremente sujeta con la cincha, se escoró hacia un lado y la niña, las mantas y la cesta cayeron al suelo, afortunadamente sin más pérdidas de consideración que el contenido del puchero. La muchacha, en un intento vano de paliar su desgracia, recogió con la cuchara algo de la comida esparcida entre las hierbas, procurando evitar los guijarros y la tierra y la añadió a la poca que había quedado dentro del recipiente. Y así llegó a la mampara y entregó la cena al tío Teófilo que inquirió enseguida la causa de la desproporción entre la albarda y el animal y que, cuando conoció la historia, se quedó aún más extrañado que el niño. Cenó el hombre pan y chiche y, cuidadosamente y sin más preguntas, vació el contenido del puchero encima de una lancha para que lo comieran los perros. Luego encargó gravemente a la muchacha que no se le ocurriera volver a montar en el burro y la mandó para casa.
Mientras tanto, el niño encantado con el cambio y algo envalentonado, arrimó el burrillo a una piedra y montó a pelo, sin albarda, sobre las agujas, sujetándose fuertemente con las piernas a la panza del animal, que, encantado también con el cambio de planes, enfiló hacia casa con un trotecillo alegre que hubiera sido galope si la prudencia del niño y cierto miedo – todo hay que decirlo- no lo hubieran retenido con firmes tirones del rabero. Y así, caballero en un burro que siempre tenía ganas de correr, entró el muchacho en la calle que da a la plaza y queriendo dejar bien claritas sus dotes de jinete, intentó arrear al animal un golpecillo con el garrote que tan firmemente había pulido toda la tarde, con tan mala fortuna que, más que golpe, le salió un puyazo directo a los ijares. El burro levantó las patas traseras de tal manera que el niño no tuvo más remedio que iniciar un vuelo que le llevó directamente a aterrizar a plomo sobre la dura tierra de la plaza. “Ya se mató ese muchacho”, oyó que decía alguien que le ayudaba a levantarse y le palpaba brazos, piernas y cabeza con cierta agitación. Pero el chiquillo no tenía nada más que la boca y la nariz llenas de tierra, además de muchas ganas de llorar y un temor considerable a llegar a casa. Así que cogió al animal del ramal y lo llevó hasta la casa de su ama, repitió la historia increíble del cambio de albarda y, despacito, tardando todo lo posible, se fue acercando a su casa para ver si la hermana había llegado ya. Cierta intuición infantil le decía que sería mejor esperar para dar las explicaciones los dos a la vez. Además, a lo mejor, a la muchacha no le habría ocurrido nada.