Hablábamos hace unos días varios amigos sobre nuestra niñez. Después de una agradable cena, cómodamente sentados al calor de la lumbre, íbamos desgranando recuerdos no exentos de nostalgia. Aun con ligeras discordancias, coincidíamos en que los niños del pueblo habíamos tenido una infancia feliz, por lo menos mientras fuimos escolares. Carente de muchas cosas, pero feliz. Trabajábamos bastante más de lo que hoy se considera aconsejable, asumíamos responsabilidades de personas mayores, comíamos sólo alimentos de temporada, cien veces repetidos: patatas para almorzar, olla o cocido para comer y sopas para cenar, con los productos de la matanza siempre presentes como fuente principal de proteínas. Leche sólo cuando la había, a veces en disputa incruenta con los propios animales. Fruta y pescado, casi nunca. Además, muchos niños no veíamos a nuestro padre más que un par de meses al año. Aún así fuimos felices por muchas razones, pero, sobre todo, porque aprovechábamos cualquier momento para jugar, hallando siempre alguna manera dinámica de divertirnos
Jugábamos antes de ir a la escuela, jugábamos durante el recreo, jugábamos antes de entrar por la tarde y, después de apañado el ganado, volvíamos a jugar en la plaza antes de acostarnos. Jugábamos a pídola, al broje, a cuartilla cuartana, a moje, a la bandera, a los toros, a la baya, al gua, a los perros y a los lobos, a zurriágame los colchones. Jugábamos, jugábamos, jugábamos…
Entre estos cuantiosos juegos que iré desgranando poco a poco, hubo uno cuyo nombre recuerdo especialmente, sobre todo por su rotundidad fonética: Pitisí. Fueron los amigos del pueblo – Lorenzo, Zaca, Montes y otros- los que me recordaron las reglas de este juego que ellos practicaron mucho más que yo.
Se jugaba a Pitisí con una pelota de goma, pudiendo participar un número indefinido de jugadores, alrededor de cinco. Se hacían en el suelo de tierra, en línea, tantos bonches (agujeros) como jugadores, asignando un hoyo a cada jugador y a una distancia aproximada de dos metros se trazaba una raya que no se podía pisar. Desde detrás de la raya, el jugador al que correspondía el primer bonche hacía rodar la pelota con cuidado para que se introdujera en uno de los agujeros. Cuando se veía que la pelota iba a caer en uno de ellos, los jugadores echaban a correr, alejándose todo lo posible. El propietario del hoyo donde había caído la bola, debía recogerla con celeridad y gritar: ¡Pitisí! En ese momento todos los jugadores se quedaban quietos, sin moverse, como clavados en el suelo, en las posturas más extrañas, recortándose sus frágiles siluetas juveniles sobre el manto verde de El Castrejón. El que había cogido la pelota, seleccionaba uno entre los jugadores más cercanos o mejor situados y le arrojaba la bola con intención de darle. Si lo conseguía se echaba una chinita en el bonche del que recibía el pelotazo y en caso contrario, en el del tirador.
Se jugaba a seis chinas, tres malas y tres buenas, y, una vez consumidas éstas, se pasaba a la siguiente fase en la que se podía elegir entre dos modalidades que convenía acordar previamente. En una, el jugador eliminado debía soportar los pelotazos del resto. Primero, el participante que había acumulado ya seis chinas lanzaba la pelota contra una pared, tan fuerte como podía, con el fin de que el rebote se alejara de él cuanto más mejor. El jugador que la recogía lanzaba un pelotazo al otro, también todo lo fuerte que podía. El proceso se repetía tres veces. Luego, los jugadores se alternaban y era el contrario el que debía lanzar la bola contra la pared, también tres veces, recogiéndola él mismo tan deprisa como pudiera para que el perdedor se alejara lo menos posible. Era entonces cuando éste recibía los pelotazos más fuertes.
En la otra modalidad se enterraba la bola en uno de los agujeros y el jugador debía descubrir dónde estaba con los ojos tapados mientras que sus compañeros le golpeaban en la espalda con la mano abierta. El juego terminaba cuando aparecía la pelota.
Quizás la descripción del juego pueda inducir a la reflexión de que se trataba de un juego brusco capaz de causar accidentes o daños a los niños que lo practicábamos. Sin embargo, no recuerdo más lloros que los producidos porque alguien se quedaba fuerza del juego ni más accidentes que alguna caída que venía a sumar otra postilla a las muchas que adornaban ya nuestros codos y rodillas. Aunque pueda parecer un anacronismo, tampoco recuerdo ningún caso de bulling o mobing ni he tenido conocimiento de que mis amigos de entonces sufran más traumas que los que la vida nos ha deparado.
RHM
Febrero 09