viernes, 16 de diciembre de 2016

UN HOMBRE


Le recuerdo siempre con traje de pana, chaqueta y chaleco, incluso en verano; silencioso y adusto, los bolsillos rebosantes de trapos que utilizaba profusamente como si fueran pañuelos. Siempre solo, siempre con el cigarro apagado colgando de la comisura de los labios, incluso cuando acunaba al nieto sobre su brazo izquierdo y le palmeaba suavemente con la mano derecha al ritmo cansino de una tonada monótona mil veces repetida: tirín tin tin, tirín tin tin, tirin tin tin…
Siempre me pareció un hombre apenado que vivía porque estaba vivo, pero al que le hubiera dado igual no estarlo. Toda la información que pude reunir sobre él tuvo que venir de fuera. Así fue como supe que antes, de joven, allá por el cambio de siglo, no sólo no era triste, sino que hacía gala de cierto sentido del humor que sus vecinos conocían bien. Como cuando perdió la cabra de la tía Jeroma, que apareció sana y salva a la mañana siguiente en la puerta del corral, a la querencia del ama.
Había nacido en el verano de 1884 y antes de cumplir los veinticinco había vivido lo que otros no viven en toda una larga existencia. Se libró por los pelos de formar parte del cortejo que acompañaba al rey Alfonso XIII por la calle Mayor de Madrid el día de su boda de camino al palacio Real; pero no pudo librase del ambiente prebélico de la llamada guerra de Melilla, que terminó en desastre a finales de 1909. Por allí se movió comiendo las galletas que habían sobrado de la guerra de Cuba —contaba él— subiendo al cerro Gurugú y bajando al Barranco del Lobo. Por allí anduvo esquivando la muerte junto a otros desdichados como él, muchos de ellos ocupando un lugar que no les correspondía, supliendo a otros más ricos, cuyo patrimonio los había librado del viaje; un sistema perverso que redimía a los ricos y condenaba a los pobres. Como casi siempre, sólo que entonces no se trataba de mejoras sociales, sino de luchar por la propia vida.

Alguna vez le oí criticar el sistema de reclutamiento en aquella guerra absurda. No reprendía a los padres que pagaban para que otros murieran en lugar de los suyos. Cualquier padre pagaría por librar a su hijo de la guerra. No. Si su padre hubiera sido un hombre de posibles, habría vendido hasta la camisa y se habría alimentado de cardos, escaramujos y aliceras para evitar que él fuera a África. Pero nada puede dar quien nada tiene. Él criticaba a la Administración que lo permitía, que, incluso, lo facilitaba, convirtiendo lo que tan pomposamente llamaba servicio a la patria en una cuestión meramente económica. 

Y luego, La República;  y La guerra Civil. Entonces rondaba los cincuenta años y ya no tenía miedo de que le llamaran filas; sus miedos tenían que ver más con la trashumancia por caminos y trochas y con la estancia en solitarios puertos de León, expuesto siempre a la rapiña de los dos bandos, ambos igual de peligrosos e igual de rapaces. Sus miedos tenían más que ver con la familia, especialmente con los hijos, tres varones, que podrían ser reclutados en cualquier momento si la guerra se alargaba. Y de eso tampoco se libró. Porque en aquel funesto verano del 37 murió un sobrino, hijo de su hermana y unos días después, debió de ser unos días después, aunque él tardó varias semanas en saberlo, mataron a su hijo primogénito. Lo habían sacada de una cómoda oficina de Toledo, donde cumplía labores de escribiente, para agregarlo a las tropas que iban a tomar la capital. Pero su querido David no llegó a ver Madrid, porque una bala perdida, pero tan certera y cruel como las otras, acabó con su vida en una tierra que no había pisado antes.

 Por si no había sufrido bastante, enviudó a los sesenta y cinco años y se quedó en manos de las nueras, un año en el pueblo y otro fuera, porque uno de los hijos vivía en Extremadura. De su estancia en el pueblo son mis recuerdos y los de los que le conocimos viejo y afligido; de los que no tuvimos la suerte de degustar su fino sentido del humor, su seriedad en los tratos y su predicamento entre los pastores y los amos.

Ya viejo, cuando sentado al resolano en el corral dejaba pasar el tiempo, una tarde cálida de otoño, le pregunté por el paradero de la tumba del hijo muerto en la guerra. “Nunca supimos nada, sólo que había muerto” espetó. Yo, entonces, no pude menos que decirle:
—Ahora entiendo que algunos digan que es usted un hombre triste y no le faltan motivos para serlo.

Él, con una viveza inusual en alguien que se tomaba su tiempo para todo, contestó:
—No, hijo. Yo sólo soy un hombre— Y con el revés de la mano se limpió una lágrima furtiva.






lunes, 21 de noviembre de 2016

HAY TIEMPO...



El Cerrao es un topónimo bastante común en la zona. En el pueblo tiene que ver con tres lugares distintos, pero con características comunes: El Cerraón, Las Cerrás y los prados de El Cerrao. Pudiera ser que este nombre hiciera referencia a la configuración del terreno: laderas pronunciadas que se cierran sobre una garganta o un declive que propicia el nacimiento de un arroyo. Pudiera ser también que describiera esa zona en la que se fijan las tormentas cuando el cielo se cierra, se oscurece y no hay más luz que la de los relámpagos que preceden a los truenos. Sin embargo, yo me inclino más porque este topónimo se refiera un terreno abierto que fue comunal en su origen y que se vendió posteriormente, siendo los nuevos propietarios los que cerraron sus posesiones con paredes de piedra y bardos de zauces.
Sea lo que fuere, lo que vamos a contar ocurrió en el prado de El Cerrao, que, curiosamente, no es un prado, sino una heredad árida que el abuelo Rufino sembraba un año de trigo y otro de garbanzos y que lindaba con otra tierra de características similares perteneciente al tío Montaña. Era tan pequeña la superficie de ambas que no merecía la pena llevar dos yuntas, por lo que el abuelo y el tío Montaña, ochentones los dos, se ponían de acuerdo para ararlas en común con la pareja que formaban los burros de ambos.
Y allí se dirigieron aquel día hermoso de primeros de marzo, apuntando ya la primavera, el arado cargado en el burro del abuelo y el tío Montaña, caballero en el suyo. No madrugaron, porque para un cacho tan chico no merecía la pena pasar frío, por lo que decidieron ir después de comer, sin prisas, cuando el sol hubiera limpiado la escarcha y calentado un poco la tierra. A media tarde se presentaron en la finca, descargaron el arado y se pusieron a fumar tranquilamente sentados encima de un montón de cantos, mientras que los dos burros pacían en el lindón la hierbecilla que comenzaba a brotar.
La nuera, que, temerosa de la edad de los gañanes, se había visto en la obligación de acompañarles, no veía muy clara la actitud de los ancianos que habían fumado antes de cargar el arado, habían fumado en el camino y fumaban ahora sin dar visos de comenzar el arijo mientras recordaban sus tiempos mozos. Y fumar entonces requería un tiempo: sacar la petaca, verter el tabaco en la palma de la mano, quitar las estacas, buscar el librito y sacar un papel, que siempre se pegaba a los otros; liar el cigarro, pegarlo con la lengua, sacar el chisquero y el pedernal, golpear ambos varias veces hasta que prendía la mecha y encender el cigarro. Todo un rito que llevaba su tiempo. Por eso, la mujer, que era joven y no quería ser brusca, se dirigió al abuelo con voz suave.
—Abuelo, ¿no enganchan ya?
—Hay tiempo, hay tiempo— dijo el tío Montaña mirando al cielo.
Y aún tardaron un buen rato en enganchar. Y cuando lo hicieron, echaron dos surcos y pararon para fumar, cumpliendo siempre el mismo ritual. Y, cuando parecía que iban bien, perdieron una orejera y, aprovecharon para fumar mientras la buscaban. La nuera miró al sol y repitió la pregunta. Pero ahora fue el abuelo el que dijo que había tiempo. En la parada siguiente, esta vez para machar el cuño de la mancera, fueron los dos a la vez. Hay tiempo, dijeron. Y miraban al sol que había pasado de El Castrejón a El Picozo. La mujer, harta de tanta pasividad e intentando disimular el disgusto que tenía, los dejó solos y se fue a ver de los hijos, que ya debían de haber salido de la escuela. Hizo el camino en un santiamén, segura de que, si los gañanes no cambiaban de música, no iban a tener tiempo de terminar la huebra.
Y no lo tuvieron; porque cuando el astro rey pasó por encima de Los Collados y cayó como una bola detrás de La Sabrosilla y la noche borró las casas del pueblo, el abuelo y el tío Montaña, aún no habían terminado de arar el pequeño trozo de tierra. Y, aunque no era mucho lo que faltaba, no tuvieron más remedio que desenganchar la yunta, aparejar los burros y coger el camino de casa.
           
Al día siguiente, a media mañana, el tío Montaña se presentó en la vivienda del abuelo y, desde la bocacalle que daba al corral, dijo a la mujer, que lavaba en la pila:
—Dile a tu aguelo que salga, a ver si esta tarde vamos a terminar el cachillo que nos quedó ayer en El Cerrao.
La mujer, que aún tenía en el cuerpo el enfado de la tarde anterior y que sabía que el abuelo no podía oír al compañero, porque andaba en el sobrao, hizo de tripas corazón, sonrió levemente y respondió:
—Mi aguelo no está. Se ha ido a Los Heros para todo el día. Así que tendrá usté que arreglarse solo.
            Y por lo bajo, con gesto duro, dijo:
—Que te crees tú que va a volver. Para fumar contigo en El Cerrao, que fume en lo alto de la era.

sábado, 22 de octubre de 2016

EL ABUELO RELANCES




No se sabe muy bien quién le bautizó con tal apodo. El caso es que al abuelo Julián le pusieron Relances por mal nombre y, aunque el DRAE recoge tres significados diferentes para dicho vocablo, ninguno de ellos se ajusta a la personalidad del abuelo, que más que con sucesos casuales o dudosos, tendría que ver con la socarronería propia de los campesinos más listos.
En el pueblo hay apodos para todos los gustos. Algunos hacen escarnio de ciertos defectos, físicos sobre todo, otros no tienen un significado claro, pero los hay tan atinados que definen al sujeto mejor que una fotografía en color. Este debió de ser el caso del tío Relances que, según cuentan los más viejos del lugar, era capaz de encontrar siempre el lado más burlón de las cosas y de poner una nota de humor en ciertos sucesos del mundo rural que, sin ser graves, podían complicar bastante la tranquila vida de sus paisanos.
Hasta que enviudó, el abuelo Relances había vivido en Campurbín, felizmente casado con la abuela Manuela, de cuyo matrimonio nacieron dos hijos y una hija. Cuando murió la abuela, el hombre, que aún estaba en buena edad, se mudó a Horcajo, donde siguió viviendo en su casa, solo, de manera independiente, con sus vacas y sus quehaceres diarios hasta que se lo permitió la edad
Son muchas las anécdotas que se cuentan del abuelo Relances, que debía de tener fascinados a los nietos con sus chascarrillos. Y no sólo a los nietos, sino a cualquier muchachón o moza que coincidiera con él en las tardes tediosas del invierno en los prados de Llera. Por eso no resulta difícil imaginarle alrededor de una lumbre, rodeado de muchachos que escuchan embelesados sus historias, mientras extienden las manos hacia el fuego para mitigar un poco el frío polar de los meses más duros del invierno serrano.
Muy conocida resulta su visión de la economía del momento cuando aseguraba que había hecho un viaje desde Badajoz al pueblo sin gastar una perra.
—Jo, abuelo, iría usted pidiendo— decían las nietas hechizadas por el relato.
—No, iba a ir dando— contestaba el abuelo con una sonrisa socarrona.
            En otra ocasión, ante las quejas del maestro, que se lamentaba de gastar muchos zapatos debido al lamentable estado que presentaban las calles del pueblo, auténticos lodazales en invierno y llenas de cantos y boñigas en todo tiempo, el abuelo Julián expresaba al profesor que no compartía tal opinión sobre el calzado, que tenía él unos zapatos que le habían durado quince años. Y, cuando el maestro le preguntaba que cuántas veces se los había puesto, el tío Relances contestaba sin inmutarse que dos: en su propia boda y  el día que vino el obispo a confirmar a la muchacha.

Cuentan que el abuelo era muy cuidadoso con las herramientas. Y muy poco amigo de prestarlas. A veces pasaba horas enteras marcando los yugos, las azadas, los trillos y otros utensilios con una jota y una eme mayúsculas que indicaban claramente la propiedad de la herramienta. Uno de estos útiles era una azuela que el hombre mimaba con cariño. Perfectamente enmangada y afilada, el abuelo Relances la cuidaba como oro en paño y procuraba no prestársela a nadie que no fuera de su estricta confianza. Y de su estricta confianza no había nadie.
Pero hete aquí que un buen día se presentó el hijo de un primo segundo para pedirle la azuela.
—Tío Julián, que está mi padre haciendo un arado y está ahora liado con el dental y me ha dicho que le pida la azuela porque la suya está embotada y casi no corta.
—Pues mira, hijo. No te la voy a dar porque tu padre apoya el dental en las piernas y no quisiera yo que se cortara los zajones o que tuvierais una desgracia mayor en casa porque, además, se rajara el muslo y se sanguinara.
—Que no, tío Julián, que esté usté tranquilo, que mi padre apoya el dental en una piedra de la pared, que le he visto yo hacerlo ahora mismo.
—Pues por eso no te dejo la azuela, hijo. Por eso no te la dejo.

sábado, 17 de septiembre de 2016

VACAS



Dicen que donde escasean las noticias cualquier cosa puede serlo. Cuando pasas el verano en un pueblecillo pequeño, donde conoces a todo el mundo y sabes cómo piensa la mayoría, donde no hay prensa y las noticias llegan casi siempre por la boca de los compañeros de paseo, se suelen sobredimensionar las cosas. Lejos del runrún diario de la política, la atención suele dirigirse a asuntos más nimios. Pero este verano no ha sido así. Porque todos los que andamos por la zona del valle de El Tormes nos hemos sentido concernidos. Porque, aunque ahora no tengamos vacas, las tuvimos. Porque, aunque ahora vivamos de otra manera, antes vivimos del campo. Porque conocemos el esfuerzo de los ganaderos. Y, sobre todo, porque estamos muy preocupados por el futuro de nuestros pueblos. La provincia de Ávila ha perdido el 35,6 % de población desde el año 1950. En términos absolutos somos casi 93.000 habitantes menos. Y esta pérdida no se ha dado en la capital ni en los núcleos de la cara sur de Gredos. La mayor pérdida se ha producido en el entorno de El Barco y Piedrahíta, en esos pueblos que están a más de 60 km. de la capital.
Un brote de tuberculosis acaba con todas las vacas de Aliseda de Tormes: "Se ha producido el vacío sanitario"
            El titular es de La Sexta. El entrecomillado debe de corresponder a palabras textuales de algún político. Y duele. Duele ver en la pantalla a personas que conoces y que no entienden lo que pasa. Porque, ¿qué pasa con las vacas de la zona? Alguien, la Junta probablemente, tendrá que dar bastantes explicaciones.
            Tendrá que explicar por qué si al sanear una explotación se detecta un animal enfermo, sólo uno, se mata a toda la cabaña. Tendrá que explicar si no sería más razonable poner en cuarentena a todos los animales y repetir los análisis para detectar cómo evoluciona la enfermedad y si el contagio es o no efectivo al cabo de un tiempo prudencial —el que determinen los veterinarios— actuar en consecuencia. Una consecuencia que podría ser, en el caso más positivo, que no fuera necesario matar a los animales que aún no están infectados.
            Tendrá que explicar si, como dicen los ganaderos, es la fauna salvaje la transmisora de la enfermedad. Y si es así, tendrá que explicar cuáles son las medidas que se han tomado al respecto. Porque no es posible vacunar ni tratar a los cientos de jabalíes y cérvidos que poco a poco se van adueñando del campo. Y no es posible que los pocos habitantes que quedan en la zona lo intenten de nuevo si no están absolutamente seguros de que se están tomando medidas efectivas contra los transmisores del virus.
            Alguien de la Junta tendrá que hacer la pedagogía necesaria para que no nos creamos que la muerte masiva de los animales responda a un plan diseñado para terminar con el ganado vacuno en la zona. Porque, dicen muchos, es más rentable cambiar la producción. Optar por el ganado ovino o los antiguos rebaños de cabras. Que sobran vacas, vaya. Y alguien tendrá que explicarles a ustedes que lo que ha pasado en La Aliseda no es un “vacío sanitario”: vacío de vacas sí ha quedado el pueblo, pero sanitario no es, porque los portadores siguen en la sierra, sin que nadie se haya ocupado de ellos, al menos que nosotros sepamos.

      Ya no nos valen cuentos como que son leyes europeas las que nos obligan a matar las vacas. Europa somos nosotros, los obligados y también lo son ustedes, los que obligan. Son ustedes o miembros de sus partidos los que tienen que defendernos, en Europa, en Madrid o en Valladolid. Las cosas se cambian desde dentro siempre que haya voluntad de cambiarlas. Y ustedes están dentro.
            ¿Alguno de nuestros representantes en esos Organismos europeos, madrileños o vallisoletanos ha pensado en el futuro de esta zona? Seguramente no se han dado cuenta de que cada vez que a un ganadero se le cierra la explotación, también se cierra una casa. Seguramente no se han parado a pensar que uno o varios muchachos se tendrán que ir a Madrid a que les paguen una miseria hasta que lleguen al paro o a la RMI. Quizá no se les haya ocurrido que una explotación cerrada es una posibilidad menos de que un niño corra por las calles, de que se reabra una escuela, de que se oigan voces y risas en la plaza… Parece que a nuestros políticos les resulta más fácil mantener parados en las grandes ciudades que en los pueblos.
            Eso que ustedes denominan eufemísticamente “vacío sanitario” no es más que otro peaje, uno más, que obliga a que se vacíen las casas de nuestros pueblos, unos pueblos cada vez más solitarios, en los que ya sólo se llenan los cementerios.
            Si es cierto que alguien dijo alguna vez que una ardilla podía recorrer España de norte a sur saltando de árbol en árbol sin tocar el suelo, quizá también sea cierto, como escribió hace unas semanas uno de nuestros más ilustres académicos, que el animalito podría recorrer España hoy saltando de un político incompetente a otro. Especialmente en nuestra tierra, añado yo. Sin distinción de ideologías.


RHM

jueves, 1 de septiembre de 2016

SORDOS


 Había una vez en un pueblo muy pequeño una familia compuesta por cuatro miembros: el padre, la madre, un hijo y una hija, todos afectados de una gran sordera. La familia no andaba bien de dinero y tenía alguna deuda que no podía pagar. 

Un buen día, cuando el hombre de la casa estaba en el corral cortando leña, pasó por allí un vecino al que le debían dinero.
—Buenos días—, dijo el vecino.
— ¿Quéee…? ¿Que te dé el dinero? Pues si me demandas, demándame, pero yo ahora no lo tengo—. Y se metió para casa y le dijo a la mujer, que estaba en la cocina, porque las mujeres de aquel pueblo se pasaban mucho tiempo en la cocina:
—Mira, mujer. Ha pasado por la puerta del corral el del dinero y me ha dicho que si no se lo devuelvo, que me demanda y yo le he dicho que me demande si quiere que yo ahora no tengo el dinero.
— ¿Quéee…? ¿Qué has traído un carnero? Pues si está gordo, tráele pa dentro, que le matemos—. Y llamó a la hija que estaba en la sala haciendo la cama.
—Mira, hija. Ha venio padre y ha traído un carnero y yo le he dicho que si está gordo, que le meta pa dentro, que le matemos.
—¿Quéee…? ¿Qué hay un mozo a la puerta? Pues si es alto y guapo y buen mozo, que pase, que me caso con él—. Y salió a buscar al hermano que estaba en el sobrao preparando un costal de trigo para llevarlo al molino.
—Mira, hermano. Ha venío madre y me ha dicho que hay un mozo a la puerta y yo le he dicho que si es alto y guapo y buen mozo, que pase, que me caso con él.
Del museo etnográfico de Castilla y León, en la ciudad de Zamora.
— ¿Quéee…? ¿Qué me estáis haciendo unos pantalones? Pues na más que miréis por estos—. Y bajó a decirle a la madre:
—Madre, que me ha dicho mi hermana que me estáis haciendo unos pantalones. Y yo le he dicho que na más que miréis por estos.
— ¿Quéee…? ¿Que está tu padre a por vino? Pues a mí me da igual que sea blanco que tinto, que yo todo me lo jinco.

           Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
NOTA: Cortesía de mi tía Juana, que se sabe unos cuentos maravillosos.

jueves, 7 de julio de 2016

VIVOS Y MUERTOS




Esto era una vez un pueblo muy pequeño situado cerca de los picos de Gredos. El pueblo no era muy rico, pero todos podían vivir en él porque todos tenían algún huerto en el que sembrar las patatas, las alubias y algo de trigo y centeno en las tierras altas; y todos tenían sus gallinitas, hacían su matanza y tenían una o dos cabrillas que les proporcionaban leche casi todo el año. Muchos poseían una o dos vacas con cuya leche hacían un queso que era la envidia de los otros pueblos. Así que los habitantes de aquel lugar, aunque no eran ricos, no pasaban hambre.
     Como entonces no había asilos ni eso que ahora llaman pomposamente residencias de la tercera edad, era costumbre en el pueblo que los hijos cuidaran de los padres cuando ya no podían valerse. Y si no había hijos, eran los sobrinos los que se hacían cargo de los ancianos a cambio de quedarse con la hacienda, con lo que sólo heredaban los que decidían atender a los viejos. Esta práctica ocasionó más de un problema entre los familiares porque siempre había alguno que se echaba para atrás a la hora de custodiar al tío o a la tía pero que, luego, quería entrar en parte como uno más de los que los habían cuidado.

                Las casas del pueblo no eran muy grandes; muchas no tenían más que el mediocasa, la cocina y la sala, amén del sobrao y de un cuarto para la chiche, por lo que las familias no tenían más remedio que poner las camas de los viejos en los sitios más insólitos, como pasó con el hombre de nuestro cuento, el tío Sinforoso, más conocido por tio Sinfo.
                El tío Sinfo había vivido en feliz matrimonio con la tía Erundina, sin que el cariño que se dedicaron en vida el uno al otro se hubiera visto bendecido con hijos. Cuando murió la mujer, el tío Sinfo decidió aguantar en su casa todo lo que fuera posible. Y así lo hizo hasta que no tuvo más remedio que entregarse al cuidado de los sobrinos que buenamente quisieron hacerse cargo de él. Y de esa manera fue rodando mes a mes de casa de una sobrina a otra, comiendo lo que le daban y durmiendo donde le ponían la cama. La muerte le llegó en casa de la Juliana, que no había tenido más remedio que poner la cama en el mediocasa, algo metida debajo del hueco de la escalera porque las dos alcobas que tenía la casa estaban ocupadas ambas: una por le matrimonia y la otra por las dos hijas.

                Era costumbre en el pueblo que, cuando fallecía alguien, las vecinas se hicieran presentes en la casa del finado para ayudar en lo que hiciera falta. Y muchas veces, más que la ayuda, era una curiosidad malsana y el deseo de ver qué apaños tenía la familia, lo que hacía que algunas intentaran llegar de las primeras. Otras veces, lo que les metía prisa era la parentela, aunque fuera de tercer o cuarto orden, como en  el caso de la tía Daniela, que en cuanto oyó a su vecina Isabel comentar a la puerta que había muerto el tío Sinfo, dejó lo que estaba haciendo y se presentó en casa de la Juliana.
                Nada más entrar, vio el cadáver sobre la cama, en el mediocasa y un mohín de desagrado se dibujó en su cara. Sin más llamó a la pariente y le dijo:

—Tendríais que quitarlo de aquí y llevarlo a la sala.
La reacción de una de las hijas de la prima fue fulminante:

—A la sala no, que tenemos allí la longaniza.
—Pues si tenéis allí la longaniza, que la tengáis, que este ya no se la va a comer.

                Y colorín colorado, este cuento no es más largo.

sábado, 11 de junio de 2016

LAS HAZAS Y LAS JAZAS




 Según el diccionario de La Real Academia Española, la palabra haza, que proviene del latín fascia con el significado de faja, es una porción de tierra labrantía o de sembradura. Así pues, el topónimo Hazas, designaría una porción de tierra, más larga que ancha, dedicada al cultivo. En el pueblo tenemos dos lugares que responden a ese nombre: uno discurre entre el camino Llano y la carretera. Comienza en la garganta y llega hasta las Cerraíllas. En el pueblo siempre han denominado a estas tierras Las Jazas, porque, como es sabido, en el habla del lugar, la H, que antes había sido F,  se transformó en J. Numerosos ejemplos avalan esta teoría en la toponimia del pueblo: las Jontanas (de Hontanar, lugar donde nacen muchos manantiales), el Jerechal (Helechar), la Jerrera (Herrera) o La Joyuela (Hoyuela). El otro engloba las tierras que descansan sobre la regadera de la presa en el tramo que va desde el depósito del agua hasta la carretera. Para este último, sin embargo, el pueblo siempre ha utilizado el topónimo Las Hazas.

            Los dos terrenos han correspondido siempre a particulares, aunque el primero de ellos fue un todo hasta no hace mucho tiempo. Perteneció a un cura apellidado Bastida, dueño también de los prados de El Cura, que lo vendió al tio Parranca. Este, a su muerte, lo repartió entre sus herederos. Hoy está dividido en varias suertes cuyos propietarios están relacionados por un vínculo de parentesco. El segundo también pudo pertenecer a un solo dueño, si bien resulta más difícil establecer ese vínculo de parentesco entre sus actuales amos debido a que  algunos vendieron su parte.

            No hace mucho tiempo, viajando por tierras del sur, me encontré por casualidad con este topónimo en la localidad de Vejer, en la provincia de Cádiz. De pronto la guía dijo que estábamos pasando por un terreno denominado Las Hazas, cuya historia era bastante peculiar y que se daba también en la localidad de Barbate y sólo en los dos pueblos. Investigando un poquito —no fue necesario mucho, porque Internet responde a cualquier información— me enteré de que en realidad se llaman las Hazas de la suerte. Y quizá no sea casualidad que en nuestro pueblo llamemos suerte a la porción de tierra que recibimos cuando la poca superficie obliga a partir alguna tierra en el momento de heredar. A mí me ha tocado la suerte de la derecha, dicen los viejos.


La historia de Las Hazas de la suerte en esos dos pueblos del sur, comenzó en el siglo XIII cuando Sancho IV, rey de Castilla entre los años 1284 y 1295, ocupó la villa de Vejer y pensó con buen criterio que no sería fácil que la gente se decidiera a poblar aquel territorio fronterizo debido a sus peligros, por lo que decidió poner en práctica algún incentivo. Así pues determinó regalar al municipio una superficie de casi tres mil quinientas hectáreas, algo así como siete dehesas de Horcajo, para que fueran cultivadas por gente asentada en el pueblo. El terreno sería sorteado entre los vecinos de la localidad con el único requisito de pertenecer a su población de derecho. Hoy, Las Hazas están divididas en 232 partes, lo que da una media de 12,5 hectáreas para cada una de las suertes. Comenzó así una tradición que ha llegado al siglo XXI después de sortear diversas amenazas e incluso un largo litigio con el ducado de Medina Sidonia que intentó gestionar los terrenos como si fueran suyos. Nada nuevo.

Actualmente Las Hazas de la suerte se siguen sorteando entre los vecinos del pueblo por periodos de cuatro años coincidiendo con los bisiestos. Aquellos vecinos que hayan resultado agraciados en un sorteo quedan excluidos de los siguientes. También se permite el subarriendo, por lo que muchos vecinos optan porque sean otros quienes cultiven la tierra, percibiendo a cambio una cantidad que ronda los cuatro mil euros. El mismo derecho tienen también los vecinos de Barbate con tierras de esta localidad, si bien con un número menor de parcelas: ciento veinticuatro.

            Estas tierras figuran hoy incluidas en el Inventario de Bienes de la Corporación como comunales; es decir, bienes de dominio público cuyo aprovechamiento corresponde al común de los vecinos y son inalienables, inembargables e imprescriptibles por lo cual no se pueden arrendar más que a las personas que figuren en el padrón de vecinos.

Aunque nuestra zona se repobló posteriormente, no es difícil imaginar cómo pudo ser la repoblación, no sólo de nuestro valle del Tormes, sino de la zona, en general. Sabemos que esta tierra fue repoblada por foramontanos, de fuera de los montes, como atestiguan numerosos restos dejados en la toponimia y en el léxico. Sabemos que muchos de los repobladores eran cántabros y astures que no serían muy ricos allá en su tierra, que, además, debería de estar superpoblada al ser el único territorio libre de invasores en aquellos tiempos.  No es extraño, pues,  que muchos hombres se arriesgaran a empezar una nueva vida en un territorio fronterizo sujeto a los avatares de la guerra, con el fin de tener tierras sobre las que no podrían acreditar la propiedad, pero sí la posesión, sobre todo si las cultivaban. Unas tierras que estarían en barbecho porque el clima no favorecería que los invasores los cultivaran teniendo otras más fértiles al sur del Sistema Central. Así surgen las primeras posesiones basadas en el en el derecho de presura, que no sería otra cosa que apropiarse del terreno conquistado.

No sabemos si Almanzor (939 – 1002) se paseó a caballo por nuestros caminos, ni siquiera podemos afirmar que esa leyenda, que lo sitúa descansando en el pico que lleva su nombre después de guerrear contra los cristianos en Béjar, sea cierta. Por eso no podemos aseverar que algún rey repartiera Las Hazas como premio a los valientes que se arriesgaron a vivir aquí. Pero hubiera sido bonito que el topónimo respondiera a una historia parecida.
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martes, 24 de mayo de 2016

EL PRADO DE LAS ÁNIMAS


Eran cuatro. Dos mocetones altos y fuertes y un hombrecillo viejo y algo arrugado que caminaba como un conejo, moviendo velozmente las piernas, pero con zancadas tan cortas que los otros no tenían ningún problema para seguirle. El tercero era un hombre fornido, de edad mediana, que se había unido a ellos al dejar el teso y que no les había dirigido la palabra más que para preguntarles si iban hacia lo alto. Luego resultó ser el maestro de La Lastra.
            Habían ido por la mañana a Piedrahíta, a la feria de Los Santos y habían vendido lo que llevaban, pero la entrega se había retrasado mucho y ahora tenían un largo trayecto de regreso a la aldea. No les daba miedo la noche porque conocían el camino y habían contado con la luna, que en las noches serranas es la mejor amiga del caminante, pero la niebla que bajaba de los altos era como un mal presagio y a medida que se acercaban a la cumbre, se hacía más espesa.
 Seguramente aquellos hombres habían aprendido a conocer a todos los seres que pueblan la sierra: el alacrán, un bicho tan rabioso que prefiere picarse a sí mismo si se ve acosado, la víbora, tan dañina; el bastardo, que tiene un mamar tan suave, que cuando chupa la teta de una vaca recién parida, esta no vuelve a dejar mamar al becerro. O, al menos, eso es lo que cuentan las madres en las noches largas del invierno mientras hilan el copo al amor de la lumbre. Seguramente aquellos hombres sabrían distinguir perfectamente una jineta de un garduño, ambos capaces de colarse por cualquier agujero, por pequeño que fuera, para comerse las gallinas si no andabas listo.
            Probablemente aquellos hombres sabrían mucho de lobos, enemigos naturales de los pastores. Sabrían que el lobo no se ve, pero se siente su presencia hasta el punto de que el aire se enrarece y a los hombres se les erizan los pelos y les entra un sudor persistente, incluso en las noches más frías del invierno. Tal vez aquellos hombres habrían participado en alguna de las batidas que se organizaban en los pueblos, los hombres a caballo, el que lo tenía, tocando cuernos y trompetas y dando voces para expulsar al lobo del término municipal, aunque la expulsión no llegara más que al pueblo vecino y en todos los pueblos hicieran lo mismo. Quizá por eso, alguno de los caminantes no creería en estas cazas incruentas; porque ya se sabe que “a lobos y a leña verde el que más anda más pierde”, como dijo el andarín mientras subían un repecho capaz de cortar el resuello al más pintado.

            Seguramente aquellos hombres podrían identificar sin error los sonidos de la noche: el canto del cuco, tan distinto al de la lechuza o al del búho, el guarreo de la zorra llamando a otras o el mugido de las vacas sobresaltadas por algún peligro. O el del cuclillo, que emite un sonido rítmico, lúgubre y cadencioso capaz de asustar a cualquiera que no tenga bien atados los machos. Aquellos eran hombres que tenían una identidad total con el campo; que no distinguían entre el día y la noche, “entre el día y la noche no hay pared”, dijo uno de los mozos; y que no temían más que a lo que no podían controlar: la primera necesidad del lobo era comer y la suya, evitar que comiera de su ganado. Eso lo entendía cualquiera. Lo que no podían controlar era el efecto de esta niebla que había surgido casi de repente y que se había instalado en lo alto de la sierra, cubriendo los picos y que avanzaba hacia la ladera como si alguien la viniera empujando desde arriba. La niebla por arriba y la noche por abajo, porque pronto la oscuridad se iría adueñando del valle y las luces del pueblo grande —el único con luz eléctrica— irían desapareciendo engullidas por la distancia.
No supieron cuándo perdieron el camino, que ya no era tal, sino una trocha invadida por los espinos y la maleza. De pronto, los cuatro hombres se encontraron en medio de un calabonar, totalmente rodeados de una capa de niebla que casi no les permitía divisarse entre ellos y mucho menos reconocer alguna señal que les permitiera identificar el camino de regreso. Entonces tuvieron la certeza de que se hallaban perdidos y que la desgracia podría ser mayor porque la niebla había empezado a destilar un agüilla fría que, en aquellas fechas y en aquellos parajes, pronto sería hielo.  
            Algo preocupados, decidieron caminar de dos en dos en direcciones opuestas, sin alejarse más de lo que alcanza una voz en el silencio de la noche, para ver si encontraban alguna señal que les permitiera identificar el camino o, al menos, alguna pared que les sirviera de refugio mientras se levantaba la niebla, si es que se levantaba. Así anduvieron un buen rato en medio de un silencio sepulcral solo roto por las voces de los hombres.
           
El hombrecillo y un mozo estaban ahora en medio de un tremedal. La tierra se movía bajo sus pies y las botas se les habían llenado de barro hasta los tobillos. El mocetón atisbaba entre la niebla buscando alguna referencia, alguna señal, algún indicio, algo conocido que les llevara otra vez al camino. Entonces las oyeron. Eran campanas que tañían llamando a los fieles a algún rezo. El hombrecillo recordó que era el día de las ánimas y trató de ubicar la procedencia, aunque poco importaba de qué pueblo fueran las campanas. Con voz fuerte llamó a los otros y juntos empezaron a caminar hacia el sonido que se repetía monótono de forma intermitente. El hombrecillo sabía que en los pueblos de la sierra suelen llamar a los feligreses tres veces, con toques de campana que se repiten cada poco tiempo. Sólo pedía que este tañer lejano que horadaba la niebla hubiera sido el primero, porque ahora caminaban cuesta abajo por unos barbechos y si volvían a sonar las campanas, pronto identificarían alguna señal que les conduciría hacia un camino, cualquier camino, porque cualquiera sería bueno para llevarles a casa.
P.D. Esta leyenda circula por el pueblo en torno al topónimo referido al prado de Las Ánimas.