jueves, 7 de julio de 2016

VIVOS Y MUERTOS




Esto era una vez un pueblo muy pequeño situado cerca de los picos de Gredos. El pueblo no era muy rico, pero todos podían vivir en él porque todos tenían algún huerto en el que sembrar las patatas, las alubias y algo de trigo y centeno en las tierras altas; y todos tenían sus gallinitas, hacían su matanza y tenían una o dos cabrillas que les proporcionaban leche casi todo el año. Muchos poseían una o dos vacas con cuya leche hacían un queso que era la envidia de los otros pueblos. Así que los habitantes de aquel lugar, aunque no eran ricos, no pasaban hambre.
     Como entonces no había asilos ni eso que ahora llaman pomposamente residencias de la tercera edad, era costumbre en el pueblo que los hijos cuidaran de los padres cuando ya no podían valerse. Y si no había hijos, eran los sobrinos los que se hacían cargo de los ancianos a cambio de quedarse con la hacienda, con lo que sólo heredaban los que decidían atender a los viejos. Esta práctica ocasionó más de un problema entre los familiares porque siempre había alguno que se echaba para atrás a la hora de custodiar al tío o a la tía pero que, luego, quería entrar en parte como uno más de los que los habían cuidado.

                Las casas del pueblo no eran muy grandes; muchas no tenían más que el mediocasa, la cocina y la sala, amén del sobrao y de un cuarto para la chiche, por lo que las familias no tenían más remedio que poner las camas de los viejos en los sitios más insólitos, como pasó con el hombre de nuestro cuento, el tío Sinforoso, más conocido por tio Sinfo.
                El tío Sinfo había vivido en feliz matrimonio con la tía Erundina, sin que el cariño que se dedicaron en vida el uno al otro se hubiera visto bendecido con hijos. Cuando murió la mujer, el tío Sinfo decidió aguantar en su casa todo lo que fuera posible. Y así lo hizo hasta que no tuvo más remedio que entregarse al cuidado de los sobrinos que buenamente quisieron hacerse cargo de él. Y de esa manera fue rodando mes a mes de casa de una sobrina a otra, comiendo lo que le daban y durmiendo donde le ponían la cama. La muerte le llegó en casa de la Juliana, que no había tenido más remedio que poner la cama en el mediocasa, algo metida debajo del hueco de la escalera porque las dos alcobas que tenía la casa estaban ocupadas ambas: una por le matrimonia y la otra por las dos hijas.

                Era costumbre en el pueblo que, cuando fallecía alguien, las vecinas se hicieran presentes en la casa del finado para ayudar en lo que hiciera falta. Y muchas veces, más que la ayuda, era una curiosidad malsana y el deseo de ver qué apaños tenía la familia, lo que hacía que algunas intentaran llegar de las primeras. Otras veces, lo que les metía prisa era la parentela, aunque fuera de tercer o cuarto orden, como en  el caso de la tía Daniela, que en cuanto oyó a su vecina Isabel comentar a la puerta que había muerto el tío Sinfo, dejó lo que estaba haciendo y se presentó en casa de la Juliana.
                Nada más entrar, vio el cadáver sobre la cama, en el mediocasa y un mohín de desagrado se dibujó en su cara. Sin más llamó a la pariente y le dijo:

—Tendríais que quitarlo de aquí y llevarlo a la sala.
La reacción de una de las hijas de la prima fue fulminante:

—A la sala no, que tenemos allí la longaniza.
—Pues si tenéis allí la longaniza, que la tengáis, que este ya no se la va a comer.

                Y colorín colorado, este cuento no es más largo.