martes, 9 de junio de 2009

EL ZORRA


Cuando faltó el gallo del guarda, aún no me llamaban el Zorra. Siempre me ha llamado la atención la puntería que tienen algunos para apodar a sus paisanos. Y siempre me han interesado más los apodos – nosotros decimos motes- que tienen que ver con el fondo que los que se refieren a la forma. Como dicen en la ciudad, el espíritu más que el físico. También me sorprenden esos sobrenombres que no quieren decir nada. ¿Qué significan Mindaña, Chacula o Paná? Sin embargo, el que puso Mediero a Agustín, Morralero a Matías o Relances a Julián conocía muy bien la manera de ser de cada uno de ellos, especialmente la de este último, que tan buenos ratos nos hace pasar en las regaderas y otras reuniones con los sucesos que cuenta. Y qué decir del que bautizó al matrimonio de Miguel y Marcelina como los Chispos, por esa polvorilla tan particular que tienen y esa predisposición al movimiento, que llegan las fiestas y no paran de cantar y bailar, tanto ellos como los hijos, que igual que han heredado este talento, podrían heredar también el mote.

Como decía, a mí me llaman el Zorra. No me llaman zorro, sino zorra. En el pueblo la zorra siempre ha representado la picardía, la pillería, la bribonada, la listeza y el madrugar a los otros. Dicen que en la ciudad el que representa todo lo dicho antes es el zorro, pero en nuestro pueblo sólo existe la zorra. Si vas por el campo y ves un bicho de estos con el jopo bien alto, o si se come las gallinas de algún incauto que no las ha tapado, para nosotros siempre es una zorra. Incluso si los más avisados cogen alguna con un cepo, siempre decimos: “Fulano ha matado una zorra. Dicen que es un macho”. Y algunos, incluso: “Menudas pelotas tiene la zorra”.

Y no me llaman el Zorra porque me parezca al animal, aunque yo también tenga una mirada penetrante, la nariz afilada, la cara delgada y aguzada y el cuerpo largo y ágil, pero no tengo tanto pelo en la cabeza y en el cuerpo, que es más bien grande. Mis brazos y piernas también son grandes y tengo el andar ligero y resistente. Yo creo que me llaman así porque soy algo pícaro, sobre todo desde que pasó lo de las gallinas cerca de Trujillo, a la orilla del río Tozo, antes de la guerra. Yo era un muchacho esquelético y avispado que acogía en mis pocas carnes toda el hambre de un invierno duro y escaso de leche- lo que más había almorzado y merendado eran bellotas-, pero juro que yo no me comí el gallo del guarda. Cerraba el hombre las seis gallinas y el pollo en un chajurdo de piedra y jaras a unos pocos metros del chozuelo. Dicen que durante tres noches seguidas cacarearon las gallinas y ladraron los perros y a la cuarta, coincidiendo con la marcha del guarda y los perros a la dehesa vecina para participar en un ojeo, desapareció el gallo. Ciertas malas lenguas, que las hay en todos los sitios, dijeron que había sido José, es decir, yo. Que había espantado tres noches seguidas las gallinas para indicar que las rondaba algún bicho y así poder comerme el gallo. También fue coincidencia que sólo faltara el macho. Yo no había sido, pero desde aquella noche el porquero, los vaqueros y algunos pastores empezaron a llamarme el Zorra y, como las noticias viajan con las alforjas, algún compañero de los muchos que estábamos en la zona de Trujillo llevó el mote al pueblo y con él me he quedado para siempre. No es que me importe porque, como ya he dicho, la zorra es un bicho listo, pero me molesta un poco el origen, sobre todo porque yo no me comí el gallo del guarda, aunque buena falta me hacía y qué bien me hubiera venido.

Lo del toro fue otra cosa bien distinta y para entonces yo era mucho más grande y sabía más de la vida. Por eso cuando tio Santiago Carchena, que era el juez, nos llamó al Ayuntamiento en presencia del alcalde, yo asistí a la reunión con tranquilidad absoluta. Nos pidió explicaciones sobre la desaparición de cierto toro forastero – de sobra sabíamos nosotros qué toro era- que habían cerrado en el recién construido corral de los chotos por pastar en lo guardado del Castrejón. Yo le dije que nosotros habíamos visto al animal el día antes comiendo por la mañana pronto la hierba helada del arroyo el Robleíllo. Que seguramente la frialdad de la hierba le habría producido ranilla y “ya sabe usté, tio Santiago que con esta enfermedad los animales sufren de fuertes dolores de barriga y otros dicen que padecen también picores terribles en las orejas y que no paran de correr sin rumbo, por lo que no me extrañaría que se hubiera ido a las dehesas”, como así fue porque el bicho apareció tranquilamente en el Charcón luego mañana. No le conté que Felipe y yo ya habíamos decidido ponerle banderillas al toro la noche antes de su desaparición, que habíamos cortado sendos renuevos de álamo y que los habíamos afilado bien con la navaja y que, así pertrechados, nos habíamos presentamos en el corral a la luz de la luna llena del mes de abril para banderillear al toro como habíamos intentado hacerlo en la feria de Tornavacas, donde, yo anduve un poco apretado, más por los mozos del pueblo que por el animal. Pero el bicho aguantó sólo un pinchazo, el de la sorpresa, y cuando intentamos acercarnos más, nos miró torvamente, dio un respingo, saltó la pared y emprendió el camino arriba sin que nosotros hiciéramos nada para seguirlo. Como digo, el animal apareció en la dehesa con un rasguño sospechoso en las agujas y el incidente no pasó a mayores. A mí me quedó para siempre el apodo y los dos aprendices de torero anduvimos en coplas durante algún tiempo y todavía, cuando alguien relata el acontecimiento, suele terminar cantando:

Josepe fue a torear
a la plaza Tornavacas
si no es por el compañero
allí deja las albarcas.
Las primeras banderillas
que entraron en el corral
fueron las de José el Zorra
y el hijo de la Bragá.
RHM.