Hoy Braulio está de cabrero. Le tocan las cabras: ya se sabe, uno del barrio arriba con uno del barrio abajo; con él está el muchacho chico de Gregorio y, la verdad, desde que han salido del pueblo, Braulio casi ni le ha visto. El mocete trae una perrilla negra, bastante nueva, que anda como loca husmeando los rastros de los conejos, con el muchacho detrás, a su bola, como dicen los sobrinos. Así que Braulio está en los Rosalejos, sentado sobre una piedra de granito, dura como el acero, recostado sobre el morral, los ojos entrecerrados, el cigarro en la boca y el oído atento a los changarros de las cabras que ramonean entre los rebollos y los calabones.
Anda Braulio dándole vueltas a la vida. Anida hoy en su cabeza un cierto poso de tristeza; mira al otro lado y sólo ve la carretera vacía, detrás de las encinas, allí donde se mató el cartero, que bien que lo vio él aquel día de marzo, que estaba como hoy en el Castrejón, con los chotos, y desde los regajos Grandes estuvo un buen rato viendo el coche blanco, un seiscientos dicen que era, medio tumbado sobre la cuneta, inmóvil. Y Braulio pensando que dónde andaría el chófer, sin saber que el hombre estaba ya muerto, atrapado entre la puerta y el suelo. Nadie sabe cómo va a acabar. Por eso le jode que el muchachete ande perdido con la perra. Porque hoy, no sabe bien el porqué, necesita compañía. Y bien dispuesto que venía él desde que supo que tendría tal compañero. Dispuesto a enseñarle las cruces de piedra que marcan las lindes con lo de la Angostura, una cuestión de necesidad, porque el día que falten los viejos no se sabe qué pasará con las lindes y los linderos.
Braulio se levanta con cierta dificultad y comienza a bajar hacia las cercas del tío Cabecilla. No quiere que se metan las cabras, que estos de la Aliseda son como son. Busca la vereda del Portechuelo y allí se encuentra con Carolo. Viene el molinero con dos bestias: una mula chiquita y regordeta y la yegua, también negra, que le compró a Alfonso, a Alifonso, como dice Carolo. Lo hicimos en un momento, en el arroyo Caliente. Véndeme la yegua, cuánto me das, mil pesetas y tuya es la yegua. Así, todo de un tirón y Alfonso que se baja y se monta en la otra y Carolo que se lleva la negra. Trae dos costales de trigo, de harina más bien, que lleva al pueblo para que las mujeres amasen el pan. Se despiden y Braulio no puede menos que pensar en el molino, un viejo caserón situado en la margen derecha del río. Braulio recuerda que el padre del hombre que camina detrás de la mula regentó el molino hasta que la mala suerte le mató enganchándole en una de las correas que mueven el cedazo. Braulio ha ido muchas veces a moler. Por eso ama todo lo que tenga que ver con el molino: la tolva, las piedras, las correas, el agua… Incluso las telarañas empolvadas de harina que cuelgan de las vigas del techo como blancos fantasmas le parecen familiares, como de casa. Todos los ruidos le son conocidos: la caída del agua, el traqueteo de la madera de la tolva, el runrún de la piedra enorme cuyo movimiento tanto le cuesta imaginar… Todos conforman una música armoniosa que invita al sueño. Y más de una vez, Braulio se ha quedado dormido plácidamente sobre las piedras limpias de musgo de la entrada, a la sombra de los alisos, hasta que el molinero ha venido a despertarle. Despierta hostias, que estos de Horcajo no pensáis más que en dormir. Y Carolo le lleva hasta un arca enorme donde cae la harina y Braulio la coge y la frota suavemente entre los dedos calculando su textura y le dice al molinero que le cobre la cueza, pero este responde que se la ha cobrado ya y Braulio pone cara de circunstancias y meten la harina en el costal y cargan el burro y Braulio se despide e inicia el camino de regreso.
Braulio imagina ahora al molinero descargando los costales de harina y cargando otros de grano en cualquiera de las casas del pueblo, aunque no esté el ama, como dirá él, porque Leandro tiene esa confianza que dan los años y que le permite subir al sobrado y coger el grano. Cualquier casa antes que volver de vacío. Y así, andando y pensando - pan y agua, pan y vida-, el hombre, siempre detrás del rebaño, cruza la Quebrá y llega a la fuente de la Joya, se sienta, coloca el morral de cabecera y se tumba en el regajo, esperando que aparezca el muchacho, si es que aparece. Y aparece, pero solo, sin la perrucha y cuenta que el animal se ha metido en una cueva, debajo de un canchal, detrás de la Balsa, cerca de la pilas, persiguiendo un bicho, el muchacho no sabe qué es, y que no sale y que su padre le va a matar. Y Braulio, que pensaba explicarle las hermosas vistas del Circo de Gredos, ni siquiera lo intenta, porque se ve que el mozalbete no está para turismos. Así que se sienta, abre el morral y saca la merienda. Y antes de que desate la servilleta, llega la perra, jadeante y sudorosa, con la lengua fuera y un arañazo en una oreja. El muchacho la abraza como si fuera una novia y el bicho le lame las manos y la cara, lo que a Braulio no le hace ninguna gracia, porque los perros son perros. Y, entonces, sí. El muchacho, con la alegría pintada en los ojos, le dice:
- Ande, tío Braulio, cuénteme lo de los novios de tía Jeroma.
Pero el hombre, por eso de mantener la autoridad, le pide que vaya a volver las cabras, que van llegando al cancho de la Mula, en la linde de lo de Navasequilla.
- Que ya sabes que esos tienen malas pulgas.
El muchacho no le oye, porque, con la fuerza de los pocos años, corre como un gamo, monte arriba, seguido del perro. Y, antes de que lleguen, las cabras, como si una fuerza invisible se lo ordenara, rodean la cabeza y enfilan hacia la cumbre del Sillar. Braulio tiende la vista sobre el rebaño extenso, escucha las esquilas armoniosas y siente cómo una sensación de paz le recorre la espalda, como si el mundo se acabara aquí, entre los peñascos del Castrejón.
RHM.
Julio 2011
Anda Braulio dándole vueltas a la vida. Anida hoy en su cabeza un cierto poso de tristeza; mira al otro lado y sólo ve la carretera vacía, detrás de las encinas, allí donde se mató el cartero, que bien que lo vio él aquel día de marzo, que estaba como hoy en el Castrejón, con los chotos, y desde los regajos Grandes estuvo un buen rato viendo el coche blanco, un seiscientos dicen que era, medio tumbado sobre la cuneta, inmóvil. Y Braulio pensando que dónde andaría el chófer, sin saber que el hombre estaba ya muerto, atrapado entre la puerta y el suelo. Nadie sabe cómo va a acabar. Por eso le jode que el muchachete ande perdido con la perra. Porque hoy, no sabe bien el porqué, necesita compañía. Y bien dispuesto que venía él desde que supo que tendría tal compañero. Dispuesto a enseñarle las cruces de piedra que marcan las lindes con lo de la Angostura, una cuestión de necesidad, porque el día que falten los viejos no se sabe qué pasará con las lindes y los linderos.
Braulio se levanta con cierta dificultad y comienza a bajar hacia las cercas del tío Cabecilla. No quiere que se metan las cabras, que estos de la Aliseda son como son. Busca la vereda del Portechuelo y allí se encuentra con Carolo. Viene el molinero con dos bestias: una mula chiquita y regordeta y la yegua, también negra, que le compró a Alfonso, a Alifonso, como dice Carolo. Lo hicimos en un momento, en el arroyo Caliente. Véndeme la yegua, cuánto me das, mil pesetas y tuya es la yegua. Así, todo de un tirón y Alfonso que se baja y se monta en la otra y Carolo que se lleva la negra. Trae dos costales de trigo, de harina más bien, que lleva al pueblo para que las mujeres amasen el pan. Se despiden y Braulio no puede menos que pensar en el molino, un viejo caserón situado en la margen derecha del río. Braulio recuerda que el padre del hombre que camina detrás de la mula regentó el molino hasta que la mala suerte le mató enganchándole en una de las correas que mueven el cedazo. Braulio ha ido muchas veces a moler. Por eso ama todo lo que tenga que ver con el molino: la tolva, las piedras, las correas, el agua… Incluso las telarañas empolvadas de harina que cuelgan de las vigas del techo como blancos fantasmas le parecen familiares, como de casa. Todos los ruidos le son conocidos: la caída del agua, el traqueteo de la madera de la tolva, el runrún de la piedra enorme cuyo movimiento tanto le cuesta imaginar… Todos conforman una música armoniosa que invita al sueño. Y más de una vez, Braulio se ha quedado dormido plácidamente sobre las piedras limpias de musgo de la entrada, a la sombra de los alisos, hasta que el molinero ha venido a despertarle. Despierta hostias, que estos de Horcajo no pensáis más que en dormir. Y Carolo le lleva hasta un arca enorme donde cae la harina y Braulio la coge y la frota suavemente entre los dedos calculando su textura y le dice al molinero que le cobre la cueza, pero este responde que se la ha cobrado ya y Braulio pone cara de circunstancias y meten la harina en el costal y cargan el burro y Braulio se despide e inicia el camino de regreso.
Braulio imagina ahora al molinero descargando los costales de harina y cargando otros de grano en cualquiera de las casas del pueblo, aunque no esté el ama, como dirá él, porque Leandro tiene esa confianza que dan los años y que le permite subir al sobrado y coger el grano. Cualquier casa antes que volver de vacío. Y así, andando y pensando - pan y agua, pan y vida-, el hombre, siempre detrás del rebaño, cruza la Quebrá y llega a la fuente de la Joya, se sienta, coloca el morral de cabecera y se tumba en el regajo, esperando que aparezca el muchacho, si es que aparece. Y aparece, pero solo, sin la perrucha y cuenta que el animal se ha metido en una cueva, debajo de un canchal, detrás de la Balsa, cerca de la pilas, persiguiendo un bicho, el muchacho no sabe qué es, y que no sale y que su padre le va a matar. Y Braulio, que pensaba explicarle las hermosas vistas del Circo de Gredos, ni siquiera lo intenta, porque se ve que el mozalbete no está para turismos. Así que se sienta, abre el morral y saca la merienda. Y antes de que desate la servilleta, llega la perra, jadeante y sudorosa, con la lengua fuera y un arañazo en una oreja. El muchacho la abraza como si fuera una novia y el bicho le lame las manos y la cara, lo que a Braulio no le hace ninguna gracia, porque los perros son perros. Y, entonces, sí. El muchacho, con la alegría pintada en los ojos, le dice:
- Ande, tío Braulio, cuénteme lo de los novios de tía Jeroma.
Pero el hombre, por eso de mantener la autoridad, le pide que vaya a volver las cabras, que van llegando al cancho de la Mula, en la linde de lo de Navasequilla.
- Que ya sabes que esos tienen malas pulgas.
El muchacho no le oye, porque, con la fuerza de los pocos años, corre como un gamo, monte arriba, seguido del perro. Y, antes de que lleguen, las cabras, como si una fuerza invisible se lo ordenara, rodean la cabeza y enfilan hacia la cumbre del Sillar. Braulio tiende la vista sobre el rebaño extenso, escucha las esquilas armoniosas y siente cómo una sensación de paz le recorre la espalda, como si el mundo se acabara aquí, entre los peñascos del Castrejón.
RHM.
Julio 2011
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