Braulio lleva ya un buen rato sentado a la sombra de un roble fumando un cigarro de picadura que ha liado con el ritual de siempre: el tabaco justo en la palma de la mano, el papel entre los dedos anular y meñique, el examen minucioso del montoncillo para quitarle las estacas, el depósito del tabaco en el papel, el giro suave con los dedos, la lengua que humedece la cola y el cigarro que surge, redondo y grueso, algo excesivo, quizá. El chisquero, la piedra y los golpes contundentes con el canto de la mano derecha sobre la rueda, y la chispa que enciende la mecha, la aplicación al extremo del cilindro y la primera chupada, larga, profunda y el humo que se recorta contra el azul del cielo de agosto. Braulio no tiene más vicio que el del tabaco, y ni siquiera sabe que es un vicio. Fuma porque los hombres fuman y porque ya es un hábito colocarse el cigarro entre los labios y esperar, entre chupadas y nubes de humo, a que se vaya consumiendo. Ningún médico le ha dicho que deje de fumar; es más, con D. José se echa sus buenos cigarros cuando coinciden en los caminos porque el médico también es aficionado. Sólo una cosa preocupa a Braulio con esto del tabaco: los fuegos. Aún recuerda cuando Santiago, el Machorro, prendió la casilla por dejar un cigarro encendido a la puerta del pajar, encima de una piedra del machón. Se le olvidó, y se enteró cuando le despertaron las campanas tocando a fuego, de madrugada. La cosa terminó con la casilla propia y la del Diola hechas escombros y con la vaca de Félix abrasada. El burro de Santiago, como estaba suelto, logró salir, pero la vaca, atada al pesebre por un grueso cornil, no. El pueblo reaccionó como en otras ocasiones, Braulio estuvo allí, firme en la fila que se formó desde el pilón hasta las cuadras, pasando los cubos de agua, y luego se acercó al fuego para ver al cura que se había quitado la sotana y que, sudoroso como un campesino, daba toda una lección de manejo del hacha en lo que quedaba del tejado. A Santiago aquello le costó la vida, porque desde el incendio no levantó cabeza y murió al poco tiempo. Por eso Braulio no fuma en la parva y tiene sumo cuidado cuando lo hace en el campo en el verano.
En estas reflexiones anda el hombre, medio adormilado, la gorra sobre los ojos entrecerrados por la claridad de la mañana de agosto, cuando el tropel de las vacas y el ruido frenético de los changarros le ponen en guardia. Braulio se levanta, coge el yugo, desata las coyundas, traspasa la puerta y se sitúa en medio de la carretera. Cuando llega la primera vaca, la llama por su nombre – ven, Morena, ven, entra- le coloca el yugo sobre la cabeza y, como quien sigue un ritual mil veces repetido, traba el engaño en el cuerno izquierdo mientras el sobrino, que ha traído el ganado de la dehesa, sujeta el otro extremo del yugo. Cuando termina, llama a la otra vaca, también por su nombre, - entra, Garbosa, entra-, la agarra suave pero firmemente, de los dos cuernos, y la lleva hasta donde espera la primera, el yugo sobre la cabeza, rumiando tranquila; repite todos los pasos anteriores, traba una fina soga de los cuernos y de la oreja derecha de los animales y con voz animosa conduce la yunta a la parva.
RHM. Abril 2011
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