No era un oficio que el niño amara especialmente. Guardar las vacas era monótono y aburrido. El día se hacía interminable, tedioso. No había que hacer nada, sólo estar allí, mirando de vez en cuando a los animales y dando alguna voz para que notaran la presencia del vaquero. La linde del prado quedaba dibujada por un leve bardo de sauces que aún no servía para retener a los animales. Los campesinos tenían por costumbre pinchar una hilera de varas cuando dividían una finca en dos o más partes. Todavía hoy se pueden admirar estos bardos hermosos, ahora crecidos de más, que adornan muchos prados que antes fueron uno solo. Hasta que las plantas crecían no había más remedio que guardar las vacas para que no se pasaran de un prado a otro.
Cuando llegó, los dos hombres estaban a lo suyo y no repararon en el niño. El día anterior habían derribado un roble grande y viejo, lo habían despojado de las ramas con hachas afiladas y habían dividido el tronco en pedazos de un metro más o menos serrándolo con un tronzador que el niño ya había visto en otras ocasiones. Ahora estaban rajando los leños para convertirlos en astillas más finas que, una vez secas, calentarían las cocinas en los días siempre fríos del duro invierno serrano. El niño sabía que las cuñas de hierro, utilizadas para astillar los gruesos troncos de roble verde, eran herramientas peligrosas si no se usaban con sumo cuidado. Ya habían originado algún accidente, especialmente cuando saltaban del tronco y volaban como pájaros asustados, al golpearlas fuertemente con la marra. Por eso no se acercó a los dos hombres hasta que pararon para comer.
Uno era ya viejo. Gastaba calzones de estezao y zajones de cuero; se cubría con una gorra de paño negro que tocaba constantemente con la mano libre, como si quisiera cerciorarse de que seguía en su sitio. En el cuerpo llevaba la clásica blusa de lienzo azul, suelta por encima de la cintura. El otro era más joven y vestía una indumentaria más moderna: camisa blanca de rayas y pantalón de pana negro, sujeto a la cintura con una cuerda blanca que llamó la atención al niño. Ambos calzaban abarcas de goma atadas con correas de piel de gato.
Los dos hombres se sentaron a la sombra. Extrajeron de unas grandes alforjas de cuero oscuro un pan redondo y grande abierto como un bocadillo enorme que albergaba en su interior una amarillísima tortilla de patatas. Extendieron una servilleta de cuadros azules y blancos sobre el pasto reseco y encima colocaron una fiambrera de latón que rebosaba trozos de jamón, chorizo, queso, torreznos y trozos de costilla de cerdo frita. Bebían a garlo de una bota de vino, ennegrecida por el uso, que levantaban con ambos brazos y apuntaban directamente a la boca. Se ayudaban de sendas navajas cabriteras que hacían las veces de tenedor y cuchillo. Cortaban pedazos de pan y colocaban encima el fiambre sujetándolo con un dedo; partían pequeños trozos y los llevaban a la boca mientras charlaban animadamente.
El niño, un poco apartado a la sombra de un rebollo, sin perder de vista la linde de los dos prados, sacó de un morralillo de piel de borrego la comida que su madre le había preparado con mimo: pan, fiambre, un gran trozo de queso fresco y un bollo frito bien espolvoreado de azúcar. Entonces le llamaron los hombres para que se sentara con ellos. Se acercó con cierta timidez expectante y pronto se sumergió en la conversación de los mayores; escuchaba embebido cómo contaba el más viejo sus escarceos con el lobo en León y en el pueblo. Entonces llegó el tío Basilio; traía al hombro una azadilla mojada, se quedó mirando a los hombres y sin más preámbulo preguntó, algo irónicamente, si la leña se dejaba rajar. Y el más joven, que aún sudaba copiosamente, respondió inmediatamente que eso era lo malo, que no se dejaba y que por eso andaban a hostias con ella.
El niño, nada experto en ironías, no entendió cómo podría dejarse rajar la leña ni la metáfora de andar a golpes con ella.
El nuevo se sentó tranquilamente, sacó una petaca de piel del bolsillo de la chaqueta, vertió un buen puñado de tabaco en el hueco de la mano derecha, sujetó con la punta de los dedos un fino papel blanco, de librito, y, con destreza de fumador experimentado, lió un cigarro que se colocó entre los labios. El niño, que no había perdido ripio de todo el proceso, se sorprendió del trozo enorme del cigarro que el hombre introdujo en su boca, cerca de la mitad. Cuando se disponía a encenderlo con un chisquero de mecha, una especie de relámpago brilló en la lejanía de la carretera y el hombre dijo que era el reflejo del sol en el cristal de un coche, otro más y van cuatro hoy, y se embarcó en una reflexión sobre la posibilidad nada remota de que pronto habría un coche en cada casa y que qué acierto había sido hacer la carretera, que cuando estaban picando, algunos creían, que para camino de burros y carros, valía como estaba, que no se iba usar y mira tú, cuatro coches hoy, sin contar el del médico, que los había contado él que llevaba toda la mañana en las Puentecillas.
Entonces la conversación derivó sobre los últimos adelantos, que llegaban casi sin avisar, como decía el recién llegado. El más viejo dijo que había visto en el periódico del maestro la fotografía de un edificio cuatro o cinco veces más alto que la torre de la iglesia, por lo menos de cuarenta pisos, uno encima del otro. El niño, que miraba alternativamente al que hablaba y luego a los otros girando el cuello con soltura, imaginó enseguida la escalera de la torre, de treinta y cinco peldaños, que a él le habían parecido muchos más y, sin poderse reprimir, preguntó por las escaleras infinitas que el edificio de la foto debería de tener. El más viejo comentó que había oído decir que existían ya unos aparatos que subían a la gente a esos edificios tan altos; y el que fumaba dijo que eso la sabía él muy bien y la madre del niño, también, porque habían ido los dos a Salamanca a operar a uno de sus hijos de las anginas y habían visto esas cajas, que llamaban ascensores, y que te montabas en ellas y le decías a un hombre que estaba siempre dentro a qué piso ibas y que el aparato – dijo aparato- te subía sin más y que no te mareabas ni nada. Y, mirando al niño, le dijo claramente que si no se lo creía, que a la tarde, cuando llegara a casa, que le preguntara a su madre, que ya vería como no le dejaba por mentiroso.
Pero el niño, que en muchos momentos había estado tan fascinado por la conversación de los mayores, que se había olvidado de comer el bollo frito de pan recién amasado, cuando, ya solo, conducía las vacas al establo, decidió no preguntar nada a su madre, no fuera ésta a pensar que era tan fácil engañarle. Ascensores, menudo nombre- pensaba el niño- Aún si se hubieran llamado montadores, subidores o elevadores, quizá.
RHM. Junio 2010.
Cuando llegó, los dos hombres estaban a lo suyo y no repararon en el niño. El día anterior habían derribado un roble grande y viejo, lo habían despojado de las ramas con hachas afiladas y habían dividido el tronco en pedazos de un metro más o menos serrándolo con un tronzador que el niño ya había visto en otras ocasiones. Ahora estaban rajando los leños para convertirlos en astillas más finas que, una vez secas, calentarían las cocinas en los días siempre fríos del duro invierno serrano. El niño sabía que las cuñas de hierro, utilizadas para astillar los gruesos troncos de roble verde, eran herramientas peligrosas si no se usaban con sumo cuidado. Ya habían originado algún accidente, especialmente cuando saltaban del tronco y volaban como pájaros asustados, al golpearlas fuertemente con la marra. Por eso no se acercó a los dos hombres hasta que pararon para comer.
Uno era ya viejo. Gastaba calzones de estezao y zajones de cuero; se cubría con una gorra de paño negro que tocaba constantemente con la mano libre, como si quisiera cerciorarse de que seguía en su sitio. En el cuerpo llevaba la clásica blusa de lienzo azul, suelta por encima de la cintura. El otro era más joven y vestía una indumentaria más moderna: camisa blanca de rayas y pantalón de pana negro, sujeto a la cintura con una cuerda blanca que llamó la atención al niño. Ambos calzaban abarcas de goma atadas con correas de piel de gato.
Los dos hombres se sentaron a la sombra. Extrajeron de unas grandes alforjas de cuero oscuro un pan redondo y grande abierto como un bocadillo enorme que albergaba en su interior una amarillísima tortilla de patatas. Extendieron una servilleta de cuadros azules y blancos sobre el pasto reseco y encima colocaron una fiambrera de latón que rebosaba trozos de jamón, chorizo, queso, torreznos y trozos de costilla de cerdo frita. Bebían a garlo de una bota de vino, ennegrecida por el uso, que levantaban con ambos brazos y apuntaban directamente a la boca. Se ayudaban de sendas navajas cabriteras que hacían las veces de tenedor y cuchillo. Cortaban pedazos de pan y colocaban encima el fiambre sujetándolo con un dedo; partían pequeños trozos y los llevaban a la boca mientras charlaban animadamente.
El niño, un poco apartado a la sombra de un rebollo, sin perder de vista la linde de los dos prados, sacó de un morralillo de piel de borrego la comida que su madre le había preparado con mimo: pan, fiambre, un gran trozo de queso fresco y un bollo frito bien espolvoreado de azúcar. Entonces le llamaron los hombres para que se sentara con ellos. Se acercó con cierta timidez expectante y pronto se sumergió en la conversación de los mayores; escuchaba embebido cómo contaba el más viejo sus escarceos con el lobo en León y en el pueblo. Entonces llegó el tío Basilio; traía al hombro una azadilla mojada, se quedó mirando a los hombres y sin más preámbulo preguntó, algo irónicamente, si la leña se dejaba rajar. Y el más joven, que aún sudaba copiosamente, respondió inmediatamente que eso era lo malo, que no se dejaba y que por eso andaban a hostias con ella.
El niño, nada experto en ironías, no entendió cómo podría dejarse rajar la leña ni la metáfora de andar a golpes con ella.
El nuevo se sentó tranquilamente, sacó una petaca de piel del bolsillo de la chaqueta, vertió un buen puñado de tabaco en el hueco de la mano derecha, sujetó con la punta de los dedos un fino papel blanco, de librito, y, con destreza de fumador experimentado, lió un cigarro que se colocó entre los labios. El niño, que no había perdido ripio de todo el proceso, se sorprendió del trozo enorme del cigarro que el hombre introdujo en su boca, cerca de la mitad. Cuando se disponía a encenderlo con un chisquero de mecha, una especie de relámpago brilló en la lejanía de la carretera y el hombre dijo que era el reflejo del sol en el cristal de un coche, otro más y van cuatro hoy, y se embarcó en una reflexión sobre la posibilidad nada remota de que pronto habría un coche en cada casa y que qué acierto había sido hacer la carretera, que cuando estaban picando, algunos creían, que para camino de burros y carros, valía como estaba, que no se iba usar y mira tú, cuatro coches hoy, sin contar el del médico, que los había contado él que llevaba toda la mañana en las Puentecillas.
Entonces la conversación derivó sobre los últimos adelantos, que llegaban casi sin avisar, como decía el recién llegado. El más viejo dijo que había visto en el periódico del maestro la fotografía de un edificio cuatro o cinco veces más alto que la torre de la iglesia, por lo menos de cuarenta pisos, uno encima del otro. El niño, que miraba alternativamente al que hablaba y luego a los otros girando el cuello con soltura, imaginó enseguida la escalera de la torre, de treinta y cinco peldaños, que a él le habían parecido muchos más y, sin poderse reprimir, preguntó por las escaleras infinitas que el edificio de la foto debería de tener. El más viejo comentó que había oído decir que existían ya unos aparatos que subían a la gente a esos edificios tan altos; y el que fumaba dijo que eso la sabía él muy bien y la madre del niño, también, porque habían ido los dos a Salamanca a operar a uno de sus hijos de las anginas y habían visto esas cajas, que llamaban ascensores, y que te montabas en ellas y le decías a un hombre que estaba siempre dentro a qué piso ibas y que el aparato – dijo aparato- te subía sin más y que no te mareabas ni nada. Y, mirando al niño, le dijo claramente que si no se lo creía, que a la tarde, cuando llegara a casa, que le preguntara a su madre, que ya vería como no le dejaba por mentiroso.
Pero el niño, que en muchos momentos había estado tan fascinado por la conversación de los mayores, que se había olvidado de comer el bollo frito de pan recién amasado, cuando, ya solo, conducía las vacas al establo, decidió no preguntar nada a su madre, no fuera ésta a pensar que era tan fácil engañarle. Ascensores, menudo nombre- pensaba el niño- Aún si se hubieran llamado montadores, subidores o elevadores, quizá.
RHM. Junio 2010.
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