EL HOMBRE QUE VEÍA ANOCHECER
Hasta que el pueblo perdió su ayuntamiento para integrarse en una desafortunada fusión de municipios, siempre tuvimos juez de paz. Estos jueces, sin más formación jurídica que la que otorgan la prudencia, el sentido común y la vida misma, eran nombrados por la corporación municipal. Su principal atribución consistía en resolver pequeñas desavenencias entre vecinos: problemas de aguas de riego, de lindes o de daños ocasionados por el ganado en pastos y siembras, evitando con ese buen hacer que los litigantes llevaran sus pleitos al juzgado de primera instancia de Piedrahita y gastaran un dinero que muchas veces no tenían.
Uno de los jueces más conocidos fue el tío Nemesio, al que en el pueblo llamaban Demesio, quizá por deformación fonética. Descendiente de la familia de los Cataliques, era alto y delgado, fuerte, de tez oscura y noble calva, que cubría con la tradicional boina de paño negro tan característica de los pueblos de la sierra. Vestía enteramente de pana, con camisas de lienzo blanco o azul hechas por su mujer, la tía Marcelina, con quien tuvo una numerosa prole. De trato cordial y sonrisa burlona, caminaba con los pies en ángulo obtuso, característica que ha heredado alguno de sus nietos, y mantenía siempre erguido el dedo índice de la mano izquierda, como en acusación permanente. En su juventud estuvo sirviendo en La Herguijuela, en casa del tío Magante y ya en ese pueblo se hizo famoso por su sentido del humor y su afición al cuento, la jácara y el chascarrillo.
Son numerosas las anécdotas que se cuentan sobre las sentencias de este juez, aunque quizá la más conocida sea “El chinalro[1]”, en la que el tío Demesio hubo de utilizar toda su habilidad para resolver un problema de pareja que hoy, probablemente, hubiera tenido un desarrollo bien distinto. El conocimiento de los pormenores del caso pudo deberse a la escasa reserva de los demandantes o a la indiscreción bienintencionada de la tía Marcelina, pues no parece posible que un hombre de la acreditada prudencia del tío Demesio pudiera haber cometido tamaña ligereza.
El relato es el siguiente:
Un mozo y una moza que se conocían desde niños habían pasado los tres días de la fiesta de Santiago bailando y divirtiéndose juntos. Después, el mozo se había ido a La Herguijuela, de semana, y cuando regresó a primeros de agosto, habían seguido viéndose y confraternizando y por la feria de octubre la mujer supo que pronto debería dar en su casa alguna explicación sobre el cambio de volumen que empezaba a producirse en su grácil cuerpo de moza serrana.
Decidió entonces contárselo al hombre, que se mostró poco comprensivo, dudando, además, de que una sola confraternización, aunque deliciosa, hubiera sido tan certera, insinuando otras posibilidades que indignaron sobremanera a la mujer, que juró y perjuró que no había conocido más hombre que él, en el sentido bíblico del término, y que como hombre debería cumplir. Como pasaran unos días y el mozo no dieras señales de vida, pidió la mujer el amparo del juez, que citó a ambos en su casa -a la vez sede del juzgado- después de la puesta del sol y una vez atalantado el ganado. Llegaron los demandantes y después de las cortesías de rigor, repitió la moza lo ya expuesto. Mostrose el juez en muy buena disposición indagatoria, lanzando a ambos fulminantes e inquisitivas preguntas sobre el dónde, cuándo, cómo, por qué y con quién. Intervino entonces la tía Marcelina recriminando a la autoridad el interés, algo excesivo en su opinión, que mostraba por el conocimiento de los pormenores. Quedóse pensativo el tío Demesio y, acariciándose pausadamente el mentón, pronunció entonces esa frase que, convenientemente aderezada por los publicistas de hoy, podría figurar en todas las facultades de Derecho e inscribirse con letras de oro en el frontispicio de los juzgados de paz del universo mundo: “¡Cómo quieres que administre justicia si no me dejas conocer todos los detalles!”. Se expresó con un vozarrón tan contundente y rotundo que la tía Marcelina, bien a su pesar, no tuvo más remedio que retirarse discretamente a la alcoba, aunque dejando la puerta entornada y aguzando la oreja para no perder ripio de lo que se guisaba en la cocina, nunca mejor dicho.
Indicó entonces la moza el lugar de los hechos y como siguiera negando el hombre, pidió el juez alguna prueba o testigo que pudiera aportar luz al caso. Respondió la moza que no hubo más espectadores que la luna inmensa del verano de la sierra y un búho, que emitía su repetitivo y triste canto a lo lejos, a los que evidentemente no se podía preguntar, pero que en el sitio y lugar del delito había un chinalro de cierto calibre que se le había clavado en la espalda produciéndole bastante dolor y que podría estar aún allí, ofreciéndose a ir a buscarlo como prueba de su testimonio. Autorizó tranquilamente tal acción el tío Demesio en hora que parecerá al lector poco apropiada porque estaba al tanto de las costumbres de las mujeres de la sierra, muy habituadas a andar de noche por los caminos, por lo que en ningún momento se le pasó por la cabeza que pudiera sufrir percance alguno.
Quedáronse solos el mozo y el juez. Alcanzó el tío Demesio la bota que pendía de un clavo y le dieron varios tientos mientras hablaban del ganado y otras cosas del campo. Como pasara el tiempo y viera el juez que la conversación declinaba y la bota disminuía de volumen, se quejó al mozo diciendo:
- Pues si que tarda la jodía[2].
- No crea usté que tarda, tío Demesio, que el camino es malo y además no está cerca.
Entonces el tío Demesio agarró firmemente la bota con la mano izquierda por debajo de la embocadura, dobló el pellejo con la derecha en la parte inferior y situando el pitorro enfrente de la boca, echó hacia atrás la cabeza y bebió un largo trago. Luego, cual nuevo Sancho en Barataria tres siglos después, sin esperar a recibir la prueba, pasó la bota al mozo y le dijo:
- Anda, hijo, ve y dile a tu padre que te casas.
RHM mayo 09.
[1] Piedra de cuarzo o granito con aristas, muy común en la zona.
[2] Apelativo cariñoso para dirigirse a alguien que no está presente.
Hasta que el pueblo perdió su ayuntamiento para integrarse en una desafortunada fusión de municipios, siempre tuvimos juez de paz. Estos jueces, sin más formación jurídica que la que otorgan la prudencia, el sentido común y la vida misma, eran nombrados por la corporación municipal. Su principal atribución consistía en resolver pequeñas desavenencias entre vecinos: problemas de aguas de riego, de lindes o de daños ocasionados por el ganado en pastos y siembras, evitando con ese buen hacer que los litigantes llevaran sus pleitos al juzgado de primera instancia de Piedrahita y gastaran un dinero que muchas veces no tenían.
Uno de los jueces más conocidos fue el tío Nemesio, al que en el pueblo llamaban Demesio, quizá por deformación fonética. Descendiente de la familia de los Cataliques, era alto y delgado, fuerte, de tez oscura y noble calva, que cubría con la tradicional boina de paño negro tan característica de los pueblos de la sierra. Vestía enteramente de pana, con camisas de lienzo blanco o azul hechas por su mujer, la tía Marcelina, con quien tuvo una numerosa prole. De trato cordial y sonrisa burlona, caminaba con los pies en ángulo obtuso, característica que ha heredado alguno de sus nietos, y mantenía siempre erguido el dedo índice de la mano izquierda, como en acusación permanente. En su juventud estuvo sirviendo en La Herguijuela, en casa del tío Magante y ya en ese pueblo se hizo famoso por su sentido del humor y su afición al cuento, la jácara y el chascarrillo.
Son numerosas las anécdotas que se cuentan sobre las sentencias de este juez, aunque quizá la más conocida sea “El chinalro[1]”, en la que el tío Demesio hubo de utilizar toda su habilidad para resolver un problema de pareja que hoy, probablemente, hubiera tenido un desarrollo bien distinto. El conocimiento de los pormenores del caso pudo deberse a la escasa reserva de los demandantes o a la indiscreción bienintencionada de la tía Marcelina, pues no parece posible que un hombre de la acreditada prudencia del tío Demesio pudiera haber cometido tamaña ligereza.
El relato es el siguiente:
Un mozo y una moza que se conocían desde niños habían pasado los tres días de la fiesta de Santiago bailando y divirtiéndose juntos. Después, el mozo se había ido a La Herguijuela, de semana, y cuando regresó a primeros de agosto, habían seguido viéndose y confraternizando y por la feria de octubre la mujer supo que pronto debería dar en su casa alguna explicación sobre el cambio de volumen que empezaba a producirse en su grácil cuerpo de moza serrana.
Decidió entonces contárselo al hombre, que se mostró poco comprensivo, dudando, además, de que una sola confraternización, aunque deliciosa, hubiera sido tan certera, insinuando otras posibilidades que indignaron sobremanera a la mujer, que juró y perjuró que no había conocido más hombre que él, en el sentido bíblico del término, y que como hombre debería cumplir. Como pasaran unos días y el mozo no dieras señales de vida, pidió la mujer el amparo del juez, que citó a ambos en su casa -a la vez sede del juzgado- después de la puesta del sol y una vez atalantado el ganado. Llegaron los demandantes y después de las cortesías de rigor, repitió la moza lo ya expuesto. Mostrose el juez en muy buena disposición indagatoria, lanzando a ambos fulminantes e inquisitivas preguntas sobre el dónde, cuándo, cómo, por qué y con quién. Intervino entonces la tía Marcelina recriminando a la autoridad el interés, algo excesivo en su opinión, que mostraba por el conocimiento de los pormenores. Quedóse pensativo el tío Demesio y, acariciándose pausadamente el mentón, pronunció entonces esa frase que, convenientemente aderezada por los publicistas de hoy, podría figurar en todas las facultades de Derecho e inscribirse con letras de oro en el frontispicio de los juzgados de paz del universo mundo: “¡Cómo quieres que administre justicia si no me dejas conocer todos los detalles!”. Se expresó con un vozarrón tan contundente y rotundo que la tía Marcelina, bien a su pesar, no tuvo más remedio que retirarse discretamente a la alcoba, aunque dejando la puerta entornada y aguzando la oreja para no perder ripio de lo que se guisaba en la cocina, nunca mejor dicho.
Indicó entonces la moza el lugar de los hechos y como siguiera negando el hombre, pidió el juez alguna prueba o testigo que pudiera aportar luz al caso. Respondió la moza que no hubo más espectadores que la luna inmensa del verano de la sierra y un búho, que emitía su repetitivo y triste canto a lo lejos, a los que evidentemente no se podía preguntar, pero que en el sitio y lugar del delito había un chinalro de cierto calibre que se le había clavado en la espalda produciéndole bastante dolor y que podría estar aún allí, ofreciéndose a ir a buscarlo como prueba de su testimonio. Autorizó tranquilamente tal acción el tío Demesio en hora que parecerá al lector poco apropiada porque estaba al tanto de las costumbres de las mujeres de la sierra, muy habituadas a andar de noche por los caminos, por lo que en ningún momento se le pasó por la cabeza que pudiera sufrir percance alguno.
Quedáronse solos el mozo y el juez. Alcanzó el tío Demesio la bota que pendía de un clavo y le dieron varios tientos mientras hablaban del ganado y otras cosas del campo. Como pasara el tiempo y viera el juez que la conversación declinaba y la bota disminuía de volumen, se quejó al mozo diciendo:
- Pues si que tarda la jodía[2].
- No crea usté que tarda, tío Demesio, que el camino es malo y además no está cerca.
Entonces el tío Demesio agarró firmemente la bota con la mano izquierda por debajo de la embocadura, dobló el pellejo con la derecha en la parte inferior y situando el pitorro enfrente de la boca, echó hacia atrás la cabeza y bebió un largo trago. Luego, cual nuevo Sancho en Barataria tres siglos después, sin esperar a recibir la prueba, pasó la bota al mozo y le dijo:
- Anda, hijo, ve y dile a tu padre que te casas.
RHM mayo 09.
[1] Piedra de cuarzo o granito con aristas, muy común en la zona.
[2] Apelativo cariñoso para dirigirse a alguien que no está presente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario