viernes, 12 de junio de 2015

ABUELO



             
Durante muchos años he vivido convencido de que mi abuelo -el padre de mi madre- no me había enseñado nada. No convivimos mucho tiempo y tampoco tuvimos una relación de esas que algunos escritores glosan con lenguaje almibarado cuando el abuelo ya no puede desmentirlos. “Todo lo que sé sobre las ovejas me lo enseñó mi abuelo”, dicen. Y los amigos del chiste fácil responden presurosos: “Claro, por eso no te arrimas a ellas”.
            El abuelo Goyo y yo no nos llevábamos mal. Era, sencillamente, que nuestros centros de interés divergían como esas líneas que dibujaba el maestro en la pizarra y que, aun estando muy próximas en el origen, cada vez se alejaban más en los extremos. Él quería convencerme de que el futuro estaba en el campo y mi futuro entonces no iba más allá de las cuentas que tenía que llevar hechas a la escuela al día siguiente. Además, yo ya intuía que el futuro podía estar en cualquier sitio. Él me contaba las bondades de dormir al raso cuidando las vacas, como el vaquerillo de Gabriel y Galán, cuyo poema recitaba de memoria, y a mí se me ponía la carne de gallina cuando, en la dehesa, el sol empezaba a ocultarse. Él quería enseñarme a diferenciar unas ovejas de otras y a mí, además de seres estúpidos, me parecían todas iguales, como gotas de agua. Él quería hacer de mí un personaje capaz de patear la garganta noches enteras llevando el agua a los prados y yo confiaba en la lluvia, que siempre acaba cayendo. En definitiva, él quería enseñarme un montón de cosas que yo no tenía ningún interés en aprender. Mis sueños por aquel entonces tenían más que ver con lo inmediato que con lo práctico.
             Y luego estaba la convivencia. Ninguno de los dos sabíamos disimular; ni siquiera lo intentábamos. Él hablaba de lobos y yo de la escuela. Él arreglaba una herramienta y yo leía. Él peroraba de la siembra y yo recitaba de memoria los ríos de Europa. Pechora, Mezén, Dvina, Vístula, Oder… y antes de que terminara la letanía, él me preguntaba que para qué servía eso. Yo no respondía, pero le miraba, levantaba más la voz y continuaba: Elba, Rin, Ródano… Y, entonces, él, con una media sonrisa, recitaba: “He dormido esta noche en el monte/ con el niño que cuida mis vacas/ y en el valle tendió para ambos/ el rapaz su raquítica manta”. Y me miraba desafiante, como si quisiera dejar bien clarito que él también era capaz de aprender cosas de memoria y que lo que él aprendía era muchos más importante que lo que aprendía yo.
Si estábamos en la era y alguno de los tíos preguntaba lo del kilo de paja y el kilo de hierro y yo respondía antes que ninguno de los primos: "pesan lo mismo, tontos”, el abuelo no podía reprimir entonces una sonrisa que a mí me parecía satírica y por lo bajo me llamaba sabihondo.

             Luego él se murió y yo me quedé. Me quedé sin él y sin referente. Y fue irse él y dejar yo de recitar de memorieta. Fue irse él y empezar yo interesarme por el campo. A medida que fui creciendo, notaba más su ausencia y me interesaba más su persona. Debe de ser verdad eso de que el hombre está hecho de contradicciones. Incluso la familia decía que tenía cosas del abuelo, que utilizaba sus frases y sus  gestos.
 Ahora, siempre que espero paciente a que madure la fruta, siempre que quito con mimo la hierba a las lechugas o acaricio los tomates, siempre que madrugo para regar o aprovecho la noche para pensar; cuando me levanto antes de día por el puro placer de ver al sol pintar de amarillo los robles de El Picozo, me acuerdo de sus lecciones. Y, aunque sigo sin saber diferenciar unas ovejas de otras, he aprendido a disfrutar de la vida en el campo. Y es que, quizá, mi abuelo utilizó conmigo sin saberlo eso que ciertos educadores llaman psicología inversa.
RHM

1 comentario:

Unknown dijo...

Me gusta eso de madrugar