sábado, 19 de enero de 2013

HOMBRES DE CIENCIA




Fue la primera vaca que tuvo la mujer. Se la había medio regalado su padre, que tenía el buen tino de ir dando una vaca a cada hija cuando se casaban, con el fin de que se fueran haciendo con un ganado propio que irían incrementando poco a poco. Que las hijas tuvieran una vaca era también una manera de que permanecieran en el pueblo, una manera de que no se fueran con el hombre a Extremadura, una manera, en fin, de que el padre y la madre, ya ancianos, no se quedaran solos durante el invierno.
            La vaca era negra como el betún, con los cuernos oscuros recogidos hacia dentro, algo gacha, grande y gorda, armoniosa y muy dócil. Se había criado en casa y desde que era una becerrilla se había acostumbrado a las zalamerías y caricias de los amos. Era como un borrego, pero como en el pueblo no estaba bien visto llamar borrega a una vaca, decidieron ponerla Cordera. Así que La Cordera, mucho menos conocida que la de Clarín, entró en casa y produjo en los niños el mismo efecto que originó la del cuento en Pinín y Rosa.
            La Cordera recibía todos los mimos, como única que era. Parió sin  novedad y se reveló como una buena madre, abundante, y fácil de ordeñar. El ama no era rica y procuraba alternar los prados, con el fin de que la vaca tuviera siempre hierba fresca. Así que unos días iba al Tejaízo y otros al Valle o a Los Nijares. El inconveniente de este último era que había que estar con ella porque el prado estaba abierto por uno de sus laterales y había que evitar que se comiera la hierba del vecino. Por eso procuraba llevarla a este prado los domingos, cuando no había escuela, para que el niño pudiera ir a guardarla. Y con el niño estaba aquel día de abril, como otros muchos: la vaca en el prado ramoneando entre los zauces y el niño enfrascado en la lectura de un libro cualquiera, porque cualquier libro le venía bien al muchacho. Por eso no vio que la vaca cruzaba el bardo y se metía en lo de tio Natalio, menos pacido que lo suyo. Cuando levantó la cabeza, la vaca ya estaba en medio de la trampalera, comiendo con ansia. El niño corrió y se colocó detrás y a voces y a palos intentó sacarla lo antes posible porque no quería regañinas en casa ni problemas con el vecino.
El animal lo intentó. Intentó salir, pero no pudo. Cuanto más esfuerzo hacía con las manos, más su hundía por las patas. Así hasta que el fango y  la hierba la cubrieron hasta los cuadriles. Enseguida supo el niño que no podría sacarla él solo, así que llamó a voces a cualquiera que pudiera oírle y pronto se presentaron dos hombres que andaban por allí y le ataron una soga a los cuernos y tiraron con fuerza hasta que consiguieron sacarla del atolladero.  El animal salió e intentó andar pero la pata trasera derecha no respondía, por lo que los hombres la sacaron del prado y dijeron al niño que la llevara a casa, que estaba coja y que algo habría que hacer.
El niño recogió sus cosas y arreó al animal, que caminaba con mucha dificultad, arrastrando la pata. Cuando llegaron a casa y la madre vio cómo venía la vaca, llamó a la familia y enseguida llegaron tio Goyo y tio Vitoriano quienes, después de girar y hacer girar al animal varias veces, dijeron que había que enabujarla. Porque entonces se hacían así las cosas. Eran los propios hombres del pueblo los que resolvían estos asuntos. Así que ataron una soga a los cuernos del animal y otra a la pata buena y sin grandes problemas la tumbaron en el suelo y le ataron las patas con una soga por encima de las pezuñas. El animal se dejaba hacer, tranquilizada quizás por las palabras dulces de la madre, que la hablaba como hablaría a un crío. El niño asistía al espectáculo asombrado, como otros niños verían una actuación de circo, sin perder ojo. Uno de los hombres aguzó con la navaja, laboriosamente,  un palo de calabón hasta convertirlo en una especie de aguja perfectamente pulida. Cuando hubo terminado, el otro cogió entre los dedos un  pellizco de piel y carne de la parte superior de la nalga herida y el del palo empujó fuertemente hasta que agujereó la piel por debajo de los dedos y la punta del palo apareció por el otro lado, como se hace para coser. Luego, ató fuertemente al palo un hilo de cáñamo y dio vueltas y vueltas por debajo hasta que se terminó el hilo y la piel quedó estirada y bien estirada. Después desataron a la vaca y entre los dos la ayudaron a levantarse y la llevaron a la casilla donde le esperaba una buena ración de heno.
El niño, que se sentía algo responsable por haberse dejado meter la vaca en el prado del vecino, se quedó un rato en la cuadra, pero como vio que el animal comía el heno con la tranquilidad de otras veces, salió y se fue a la plaza a buscar a alguien a quien contar la aventura.                                                                                                                                     
                                                                                                                               RHM               Enero2013

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