lunes, 1 de febrero de 2010

LUMBRE



Cuando el tiempo era malo, los hombres buscaban los prados que no tuvieran nieve, llevaban allí las vacas, les echaban unos brazados heno y se juntaban con los vecinos de otros prados para comerse la merienda alrededor de una lumbre hecha con calabones secos y ramas de roble. Algunos llevaban en el morral útiles para coser y, provistos de leznas, cerote e hilo de cáñamo, remendaban burdamente las sandalias y botas de piel que ellos llamaban de material. Los pensamientos de estos hombres rugosos y nobles giraban muchas veces sobre el futuro, especialmente su futuro de personas mayores, que pronto deberían abandonar el pueblo para vivir con sus hijos en la ciudad los últimos años de su vida, al menos durante el invierno. Las grandes ciudades causaban en los campesinos cierta fascinación no exenta de temor. Los hijos habían emigrado mayoritariamente a la capital y la gente del pueblo consideraba Madrid como cita ineludible en el final del camino. Por eso la ciudad estaba machaconamente presente en muchas de las conversaciones alrededor de la lumbre en las tardes de nieve o en las noches de invierno. Algunos la habían conocido ya, en breves y nada turísticos viajes cuando uno de los hijos había iniciado su propio negocio – establecerse, decían ellos-. La imagen que trasladaban al pueblo a su regreso no podía ser más conmovedora. Hombres habituados a pasar solos largas temporadas en los campos extremeños o en los puertos leoneses, que valoraban la compañía como un bien supremo, no entendían la incomunicación de la ciudad. En Madrid, decían, “la gente no habla, va andando muy deprisa, mirando constantemente el reloj; no se conocen”. Y los otros imaginaban una riada de gente, en fila india, moviendo rápidamente los brazos de adelante a atrás, a la vez que levantaban de cuando en cuando, rítmicamente, la muñeca izquierda para mirar la hora, como hormigas solitarias, sin verse ni oírse unos a otros. Individualismo total. Alguno manifestaba entonces su temor a extraviarse en la ciudad o a perder la documentación y, entonces, invariablemente, otro decía: “Perder la cartera no es fácil, pero que te la quite algún carterista, sí”, e inmediatamente proseguía: “Joder, conocí yo uno, en la mili. Estábamos en el cuartel de artillería de El Goloso - decían siempre el nombre completo- y teníamos un teniente más recto; alto y seco como un palo. Un tío chuleta que te miraba y empezabas a temblar, aunque a él no se le movía ni una ceja. Luego no era malo, pero acojonaba de verdad. – Estos personajes autoritarios y justicieros producían en los campesinos una fascinación sorprendente-. Llegó un soldao de Madrid y pronto se enteró el teniente de que era del manguis. -Ese venía ya avisao-, decía otro de los del corro. Así que le llamó, le puso las dos manos en los hombros y le dijo: Dicen que eres un carterista fino. A ver si tienes guevos y me quitas a mí la pluma o la cartera. Y dice el otro: Perdone, mi teniente, pero su pluma y su cartera las tengo ya en el mi bolsillo. Y se las devolvió al teniente, que se quedó a cuadros”. Silencio en el corro hasta que alguno decía: ¡Qué jodío, el teniente!, mientras que el narrador repetía el final una o dos veces más. Luego se quedaban callados otra vez, escarbando la lumbre, pensativos, como si la voz de un teniente cualquiera resonara en la cabeza de cada uno de ellos.
RHM
Enero10

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