martes, 15 de marzo de 2016

TOPÓNIMOS


TOPÓNIMOS

TOPONIMIA: 1. f. Estudio del origen y significación de los nombres propios de lugar (DRAE)
    
Quizá os hayáis preguntado alguna vez cómo surgieron los nombres que designan ciertos lugares de nuestro pueblo. Tal vez os hayáis interrogado sobre el porqué de El Castrejón, Los Santos o La era Vicente, que no designa una sola era, sino el lugar donde se ubican unas pocas. Algunos de estos nombres son bastante evidentes: La fuente Fría, El Venero o El arroyo Caliente se explican por sí solos, otros requieren de un estudio más profundo.

      Estos nombres, los topónimos, son palabras que nos han acompañado siempre, que nos han servido de referencia, que nos han situado en un lugar determinado. En definitiva, son nombres que han arraigado en nosotros con un fuerte sentido de pertenencia.
En España existen más de siete millones de topónimos con más de mil años de antigüedad. Se trata de palabras que idearon nuestros antepasados más antiguos para referirse a lugares en los que se desarrollaba su vida diaria. Lugares con los que tenían una relación viva, casi filial. Por eso, ninguno de los topónimos que veremos, referidos a nuestro pueblo, son nombres puestos al azar. No. Se trata de sustantivos que significan algo, que indican algo, que conducen a algún sitio. Nombres que nos hablan de un pasado entendible, histórico, que tienen que ver con los habitantes de estas tierras antes de la dominación romana, con el despoblamiento y la invasión árabe allá por los comienzos del siglo VIII, con la posterior repoblación hacia el siglo XIII y con los tiempos posteriores. Son nombres que nos unen con nuestro pasado y que nos explican cómo se vivió en estas tierras. Son nombres que nos dicen que existieron hombres ligados a la tierra como Bernardo, Pepe Lindo, tio Platito o tio Tomás; que a alguien en el pueblo llamaban El Duque o que hubo un Don Gil que tuvo tierras en un lugar llamado El Escardón, que hubo un cura que tuvo prados… Nombres que nos dicen que en un sitio muy concreto del pueblo hubo viñas alguna vez, aunque hoy no quede rastro de ellas. Son, pues, el cordón umbilical que explica nuestra existencia, la clave de nuestra vida.

Nombres con mucho más sentido que el que los hubiéramos dado ahora. Fijémonos, si no, en los puentes que adornan la carretera: el de la Garganta, el del Espeñaero y el de Campurbín y que nuestros hijos llaman sencillamente el primer, el segundo o el tercer puente. Y es que, quizá, la imaginación no sea la cualidad que más adorna a nuestra juventud, aunque sí lo fue para los que llamaron Tetas de Viana o Mujer Muerta a topónimos conocidos de nuestra geografía.

Digamos ahora que la toponimia no es una ciencia exacta y que se presta a interpretaciones varias y, digamos también, que su conocimiento requiere de mucho estudio y mucha dedicación. Dejemos muy claro  que quien esto firma no es un entendido en estos menesteres. Lo sé por uno de los mayores expertos en este campo, Pedro Luis Siguero Llorente, a quien pido perdón por inmiscuirme en su mundo y a quien agradezco vivamente que me haya facilitado el camino para  aprender lo poco que sé de esta materia.

Digamos también, que los topónimos que se presentan a continuación no son el fruto de un trabajo científico ni pretenden serlo. Se trata más bien de una explicación lógica basada en la tradición oral y en investigaciones superficiales.

Los nombres de lugares, los topónimos, tienen que ver, sobre todo, con los repobladores que bajaron del norte hacía la cuenca de El Duero a medida que la reconquista de nuestras tierras se iba ensanchando hacia el sur. Son esos pueblos que se llaman Naharros, (de navarros), de los Caballeros (de los caballeros repobladores), y otros. Algunos son, sencillamente, accidentes del terreno: picozo, collado, cerro, llano, cuesta... Y otros son las propiedades de ciertos hombres y mujeres que las bautizaron con sus nombres. En los nombres de algunos hay que buscar la raíz latina: dehesa (defessa), haza (fascia, faja) y en los de otros, quizá los más numerosos, habrá que fijarse en el cultivo que producían: mijares, herreñas, linares…

En próximas entradas intentaré explicar algunos de los topónimos del pueblo. Hoy, a modo de aperitivo, escribiré sobre El Bardal
El Bardal: El DRAE define barda como cubierta de sarmientos, paja, espinos o broza que se pone sobre las tapias de los corrales, huertas y heredades para su resguardo y, en una segunda acepción, como maleza o matojos silvestres con espinas. En el pueblo, las bardas se colocaban debajo de los armeales para evitar la humedad y por la misma razón se enrollaban en torno al palo en la parte más alta. También se colocaba barda debajo de las tejas y en las paredes de algunos corrales. Aquí, bardal tiene un significado colectivo, como lugar donde se cría mucha barda.


 

 



sábado, 6 de febrero de 2016

PESETAS DE IDA Y VUELTA

Para los que no saben cómo somos, somos lo que los demás les cuentan
 Cuando heredó el prado de La Concepción, no se puso muy contento, la verdad sea dicha. Estaba lejos, no había ninguno más del pueblo por allí y, por si fuera poco, había que traerse el heno a casa. Además, el abuelo, con esa confianza proverbial que manifiestan los suegros hacia los yernos, no había dejado de decir a quien quisiera oírle que el prado era una joya, pero que en según qué manos, no iba a ser muy productivo. Así que el yerno se lo tomó como algo personal y todos los días, él o la mujer y luego los muchachos, cuando valieron, se volcaron en el riego y en la vigilancia para que ninguno de los que andaban por allí con cabras u ovejas aprovecharan la soledad del lugar para alimentarlas gratis.
El prado estaba en un barranco, casi más cerca de Zapardiel que del pueblo, en medio de un monte atestado de calabones. Cuando el hombre iba a regar, aprovechaba para echar una carga de leña que arrancaba siempre en terreno común, aunque para conseguir llevar algo decente, tuviera que buscar y rebuscar entre los piornos cien veces esquilmados. Y eso que bien cerca los había muy buenos y fáciles de arrancar. Pero eran de El Castrrejón de Navasequilla y aquello era privado, de socios, como decían ellos y sólo los socios podían sacar de allí la leña. Y es que entonces la leña era un bien muy apreciado, que el que más y el que menos echaba veinticinco o treinta cargas para casa; no como ahora, que sobran tantos calabones que por muchos sitios ni siquiera el ganado puede pasar.
 Aquella tarde, el hombre tenía prisa; esperaba un hijo y la mujer andaba ya fuera de cuentas y en cualquier momento se podría producir el parto y, aunque él no tuviera que intervenir, que de eso se habían ocupado siempre las cuñadas y las viejas más entendidas, no quería estar fuera si se producía el acontecimiento. Por eso arrancó con fuerza unos calabones, los amontonó e hizo los lazos, pero cuando iba a cargar, se dio cuenta de que no tenía bastante leña para completar el sobernal. Acuciado por la prisa, reparó en un hermoso piorno que, al borde del camino, pero en lo de los otros, se ofrecía como una tentación. No se lo pensó dos veces. Agarró el azadón, escarbó un poco en la tierra y con un certero golpe sacó un tronco y luego otro y otro; y habría seguido si alguien no le hubiera tocado con fuerza en el hombro.
— No jodas, Vítor. Sabes de sobra que aquí no podéis arrancar leña los de Horcajo.
— Ya lo sé, pero me faltaban unos cachos y con la prisa que tengo, que en cualquier momento pare la mujer, pues ya ves. — Pues esos cachos valen quince pesetas. Así que mañana o pasado a más tardar te personas en mi pueblo y se las entregas al comisionado, que se llama Horacio. Tú le conoces bien, que habéis sido compañeros en Extremadura. El hombre cargó y arreó el burrillo hacia el pueblo, apenado por el dinero que tanta falta hacía en casa y cabreado por haberse dejado pillar como un pardillo. Sólo el nacimiento de la niña, que vino con bien a la mañana siguiente, le hizo olvidar un poco la inquina que sentía.
Sabía que no le iban a perdonar, aunque sólo fuera para servir de escarmiento, así que en cuanto todo estuvo en orden en casa, el hombre madrugó, echó carretera arriba, buscó al comisionado del otro pueblo y le pagó las quince pesetas.
 Estaban por entonces arreglando el tejado de la ermita, común a los dos pueblos y allí estaba el amo del prado echando una prestación, sobando cemento y alcanzando ladrillos cuando uno de los que venían con agua de la fuente de El Escanillo le dijo que, si quería cobrarse las quince pesetas, ahora era el momento, porque un buen hatajo de ovejas había saltado la pared y estaba tranquilamente comiéndose la hierba que con tanto afán regaba él para las vacas.
 El hombre dejó la faena y corrió cuesta abajo hasta dar vista al prado. Efectivamente: unas cuarenta, o quizá más, comían con glotonería extendidas por el verde, ajenas al cuidado de la pastora, una moza de buen ver que cantaba y cosía en lo alto de la pared sin hacer intención de sacarlas. Al advertir la presencia del hombre, la zagala dejó la costura, saltó al prado y comenzó a arrear el ganado ayudada por un diminuto perrillo careto más agresivo que eficaz.
El hombre colaboró con la moza por la cuenta que le tenía y, cuando consiguieron sacar la última, le dijo:
—Muchacha, dime cómo te llamas y de quién son estas ovejas, porque soy el amo del prado.
La moza respondió:
—Yo no tengo nombre y las ovejas no tienen amo-. Y se alejó a toda velocidad, poniendo tierra de por medio.
Cuando regresó a la ermita y contó el suceso, el que le había advertido de la presencia del ganado en el prado —del mismo pueblo que la moza, por más señas— le dio el nombre de la muchacha y le dijo que era la hija de Horacio, uno de los comisionados de El Castrejón. Tú le conoces bien, que habéis sido compañeros en Extremadura.
 Por la noche, ya en el pueblo, el hombre se entrevistó con el secretario de la Hermandad para contarle el caso y éste le dijo que podía denunciar por el daño y por negarse la moza a darle el nombre y que por ambas cosas podría pedir dinero.
Sin embargo, a la mañana siguiente, antes de que hubiera tomado una decisión, se presentó en casa el padre de la muchacha que le dijo que se había enterado de la cosa y que ya se sabe, esta juventud, que es la hostia, que no se encomienda ni a dios ni al diablo y que a ver cómo lo podían arreglar, que él no era partidario de denuncias y que mejor hablarlo entre ellos que no andar con el juez por medio ni con tasadores ni otras tonterías y que él lo había visto antes de bajar y que había levantado un par de piedras de la pared y que era más el detalle de la moza que el daño.
-Pues el detalle vale quince pesetas. Así que, si estás de acuerdo, pues me las das y aquí paz y después gloria. Y si son las mismas quince que te di la semana pasada, pues mejor que mejor.
-Las mismas no pueden ser, que aquellas están en otro talego, pero igual te valen estas-. Y echó mano a la cartera y le entregó tres duros en billetes de cinco.
 Unos días después estaba el hombre otra vez arrancando leña en el cerro, cerca del prado que cuidada con tanto ahínco, cuando llegaron dos muchachetes que guardaban un pequeño hato de borregos, unos treinta animalillos que rebuscaban entre los calabones algo que llevarse a la boca en aquel agosto que terminaba.
El hombre levantó la cabeza y antes de saludar a los mozalbetes, oyó cómo uno le decía al otro:
Ves delante y ponte en la pared del prado. Y ten mucho cuidado; que no se salte ninguno.
Y, acercándose al hombre, le dijo:
—¿Sabe usté de quién es este prao?
El hombre podría haber dicho que sí, pero sin saber muy bien por qué, respondió.
—No. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque dicen en mi pueblo que lo ha cogido ahora un tío cabrito que es más malo que un dolor y nos ha dicho mi madre que tengamos cuidado, que cobra el dinero sólo porque alguna se suba a la pared, aunque no salte. Y que ya les ha soplado los cuartos a unos cuantos de mi pueblo y a otros del suyo.
El hombre de la leña sonrió levemente y no contestó. No contestó porque, como buen campesino, sabía desde niño que el miedo guarda la viña.

viernes, 1 de enero de 2016

EN MI PUEBLO



En mi pueblo, por estas fechas, las tareas menguan mucho porque los días se acortan. Se madruga menos y en la sonochada algunas mujeres se van de hilandero a las casas de los vecinos para hilar un copo y compartir la lumbre mientras hablan y hablan. Los hombres suelen dedicarse a quehaceres que no requieren gran esfuerzo. Con alimentar al ganado, hacer alguna regadera y cortar los zauces de los bardos, está todo hecho.  Oficios de poca monta para hombres tan vigorosos como los de mi pueblo, que pueden estar segando a la guadaña una semana entera sin decir esta boca es mía. La única tarea que requiere algo más de energía, si el tiempo se encabrona y le da por nevar, es la de abrir la carretera. Y hay días que la abren por la mañana y por la tarde está lo mismo: otra vez imposible; y es que el clima, como dicen ellos, no es muy solidario con los hombres de mi pueblo. Por eso en estas fechas, es muy recomendable poner a recado la pala y las botas de agua. Y mejor dentro de casa que fuera. Por lo que pueda pasar.

     En mi pueblo, la mayoría de los cumpleaños caen en otoño o a finales del verano, quizá porque cuando el dios Eolo se cabrea, se va la luz y nos quedamos sin teléfono y sin tele. Y sólo protestamos los más viejos y los niños, porque los más jóvenes, no sabemos por qué, se alegran con esta contingencia.

     En mi pueblo, por estas fechas, los que se fueron a Madrid a trabajar de tenderos, que fueron muchos, suelen mandar un paquete a la casa de los padres con cosas de Navidad. Los niños esperamos con ansiedad el envío, que, si no llega a nuestra casa, llegará a la de alguna tía y en cuanto que oímos cantar la lotería en la radio de tía Irene, nos llegamos a la casa del familiar a ofrecernos para cualquier cosa.

-Tía, ¿quiere usté que vaya a por las vacas al prao Llera?

-No, hijo, ya ha ido el tío Vicente.
            Y si el tío Vicente se hubiera retrasado un poco, a lo mejor, en lugar de una peladilla hubiera caído algún mazapán o cualquier otra golosina de las que abundan en el paquete y que tan ricas nos saben.
            En mi pueblo, en Nochebuena, las familias cenan en casa, siempre añorando a alguien, y luego suelen juntarse todos en la vivienda de alguno de los hermanos para tomar café y dar buena cuenta del paquete que ha llegado de Madrid. Se come turrón y mazapán y se bebe con mesura, en una copa que va pasando de unos a otros. No se selecciona la bebida porque en mi pueblo, donde el único licor que se toma es el recio aguardiente que se compra para la matanza, cualquier cosa nos viene bien. Los niños tomamos sopa en vino y no bebemos de esas botellas de formas raras y nombres exóticos como “Cualquiercosa” o “Loquesea”, que dicen las madres que eso no es para niños, que escarba en el pecho como si te pincharas con un espino.
            En mi pueblo, en Nochevieja, la gente no suele hacer nada especial, porque, al fin y al cabo, qué importancia tiene cambiar de año si vamos a seguir haciendo lo mismo. Lo único diferente es que el día de Año Nuevo se celebra el Cabildo en el Ayuntamiento y se echan los cargos para todo el año y habrá que estar atentos por si nos toca llevar la cruz o nos interesa quedarnos con el macho o ser comisionados de la dehesa o de El Castrejón y, si no hay más remedio, a ver quién es el compañero. Y hay que repasar las cuentas de los salientes y ver que cuadra todo, las vacas del pueblo y las forasteras y que no se han dejado ninguna sin cobrar ni han pagado a nadie de más. Y no es que en mi pueblo no nos fiemos de los cargos, que no es eso, que todos son gente honrada, además de que poco se puede llevar alguien de donde poco hay.
            En mi pueblo, en estas fechas, hace un frío que pela y algunos caminos se llenan de hielo de parte a parte y los niños tenemos que echar estiércol para que las vacas puedan pasar por El Trampal sin resbalarse, no vaya a ser que alguna se encoje o se desgracie para siempre. Y hombres tan curtidos como los de mi pueblo, tiritan en la iglesia y por eso no van a la misa del Gallo y algunos, cuando salen al pórtico de la iglesia el día de Navidad y se ve caer el hielo al trasluz del sol bajo un cielo claro y de un azul intenso, dicen que preferirían estar con las vacas en Los Eros. Y seguramente es cierto.
            En mi pueblo, antes salía humo de todas las chimeneas y pasaban todas estas cosas porque había mucha gente.
RHM. Enero 2016.
NOTA: Sirva este pequeño relato de homenaje a todas las personas que, por desgracia, tuvieron que abandonar el pueblo donde nacieron y sirva, especialmente, de reconocimiento a los que se quedaron. Feliz año a todos

jueves, 5 de noviembre de 2015

NUEVAS TECNOLOGÍAS

     Ahora que se habla tanto de las nuevas tecnologías, me permito presentaros el primer acercamiento que tuvimos en el pueblo a tan magnos adelantos. Fue allá por los sesenta. Hasta entonces siempre habíamos separado el grano de la paja, una vez trillada la mies -como manda El Evangelio-, con la ayuda del viento. Ya se sabía: si hacía aire, se lanzaban horconadas de mies hacia arriba para que el viento hiciera volar la paja unos metros mientras el grano caía por su propio peso a los pies del limpiador. El problema era que el aire, siempre caprichoso, podía aparecer a cualquier hora, incluso por la noche o de madrugada, lo que obligaba muchas veces a los sufridos campesinos a dormir en la era. Incluso, podía no aparecer en varias jornadas, con lo que la parva se eternizaba, expuesta a cualquier inclemencia porque ya se sabe que La Naturaleza o quiénquiera que mande allí arriba no suele tener en cuenta las necesidades de los hombres del campo e, incluso, algunas veces parece manifestarles una hostilidad fiera. 
     Estas y otras razones, como el exceso de trilla para tan poca era, fueron las que decidieron al abuelo invertir en la máquina, como siempre la llamamos. La máquina; porque sólo había una y no existía ninguna posibilidad de confusión. Así fue como los yernos y el hijo fueron a Piedrahíta, a la feria de labranza y compraron el aparato que veis. En la parte trasera figuraba el nombre, digo yo que sería de la casa madre: La Ceres, bella denominación latina que entonces no entendíamos, pero que nos gustaba por aquello del cereal.


     La máquina llegó al pueblo en un camioncillo, pasó unos días en el corral del abuelo y desde allí, tirada por una pareja de burros, fue llevada a la era ante la expectación general y encerrada en una caseta fabricada al efecto y de donde sólo salía para limpiar.
     Trabajar con ella era todo un adelanto, porque las parvas se trillaban y limpiaban inmediatamente después, por lo que no era raro escuchar a los vecinos o a los transeúntes: ¿Ya habéis recogido el centeno? Claro, vosotros como tenéis máquina. Y aunque notábamos algún retintín, también observábamos cierta admiración.
     Hacer funcionar el aparato requería de una cierta habilidad que fuimos consiguiendo con el tiempo. Si bien no todos poseían la técnica depurada que se aprecia en el vídeo,-sin duda alguna, un profesional contratado para tal fin-, todos fueron aprendiendo que era mejor accionar la rueda sólo con los brazos que con todo el cuerpo y, aunque limpiar era cosa de hombres, algunas intrépidas mujeres de la familia también quisieron probar alguna vez. Todo hubiera ido mejor con un motorcillo acoplado a la rueda motriz, pero nunca se puso porque entonces la mano de obra era barata, sobre todo la de los mozos que estábamos de vacaciones e ir mucho más allá con la tecnología en manos de muchos no parecía conveniente
Luego llegaron otras al pueblo, pero ya no fue lo mismo.
RHM
Nov2015

domingo, 1 de noviembre de 2015

CROSS DE LOS PASTORES




     Os pedimos que vinierais y vinisteis. Vinisteis para demostrarnos a muchos que soñar es posible; y nos tuvisteis soñando toda la tarde, aquella hermosa tarde del primer día de agosto. Hasta entonces habíamos hablado muchas veces con los organizadores del evento; nos habíamos brindado a colaborar en lo posible, nos habíamos inscrito como voluntarios, pero siempre albergando una duda en nuestro  interior: ¿Vosotros creéis de verdad que alguien se va a atrever, a primeros de agosto, a las seis de la tarde a subir corriendo El Cerro arriba hasta el regajo de Los Cachorros, entrar en la dehesa, atravesar El Cervunal, saltar a lo de Navasequilla, bajar por Los Espinillos, cruzar el pueblo por delante del bar y llegar al punto de salida por ese camino de cabras que es la vereda de la Joyuela? 
     Pues sí. No sólo hubo alguien, sino que hubo muchos y ahí queda la prueba para que los incrédulos como el que esto escribe puedan seguir soñando. Muchas gracias.

jueves, 22 de octubre de 2015

NIÑOS




El niño estaba tendido cuan largo era debajo de un roble, sobre el santo suelo, leyendo con avidez un librillo arrugado y lleno de manchas. Leía ajeno a todo; ajeno al sol que le caía de plano sobre las piernecillas desnudas, ajeno a los cantos en la era vecina, ajeno a los niños que jugaban con un perrillo que corría por el prado, esperando quizá un trozo de pan del pastor que guardaba cuatro borregos tan flacos como él. Ajeno, incluso, a la voz de su padre que ya le había llamado dos veces.
Era un niño enclenque, de unos diez años, que tenía que aprovechar que aquel libro viejo y cochambroso hubiera caído en sus manos. Un libro ajado que, sin embargo le transportaba a un mundo de ensueño, porque el niño era un ser bastante fantasioso, capaz de tramar y de creer las aventuras más extraordinarias. El librillo era una leyenda mínima que glosaba las hazañas de Guillermo Tell.
Cuando llegó a la última página, el niño cerró con cuidado el libro y se dio la vuelta, de cara al cielo limpio y azul. Su imaginación volaba libre, como vuelan los pájaros, repasando la historia que acababa de leer. El cantón de Uri podría haber sido el término del pueblo, tantas veces recorrido, aún a tan corta edad. El niño veía la plaza, tan parecida a la suya, veía el palo erguido en el centro, tan parecido al suyo; veía la imagen del gobernador, que podría ser el alcalde, no porque fuera malo, sino porque era la única autoridad que conocía. Y se veía él. Se veía rebelándose contra la orden absurda de saludar a un muñeco; se veía con el arco a la espalda y veía la manzana sobre la cabeza de un hijo imaginario. Se veía apuntando con pulso firme, ajeno al gran corro de gente anhelante, que apoyaba su rebeldía; y veía la manzana partida en dos limpiamente. Luego, contestaba altivo a un Gessler imaginario que le preguntaba por qué había colocado dos flechas en la ballesta.
El niño se giró y volvió al libro; buscó la primera página y encontró el nombre del autor: Egidio  Tschudi.  ¿Quién sería tal Egidio? No tenía ni idea, pero seguramente habría sido un niño como él; un niño amante de los cuentos de su tierra que se quedaría embobado oyendo a los más viejos contar historias de lobos, de caza, de pastoreo o de cualquier cosa. Seguramente, el tal Egidio habría disfrutado tanto como él con la lectura de libros que hablaban de héroes legendarios que se lanzaban al mundo sin miedo al hambre ni al peligro. Hombres que eran capaces de dar su vida por una idea. Y de repente, pensó que ya no quería ser como Tell, sino como Egidio, porque Tell solo había uno y su historia ya había sido contada, pero siendo Egidio podría fabricar tantos Guillermos como quisiera. Podría fabricar un Tell pastor que luchara contra los lobos, un Tell cazador que recorriera los lindones detrás de las perdices y lo conejos; podría fabricar un Tell que ensalzara la amistad, que contara historias del pueblo y, sobre todo que las conservara.
Entonces oyó de nuevo la voz del padre:
-Miguel, esta es la tercera vez que te llamo, ¿quieres venir al trillo de una puñetera vez?
Y el niño se levantó despacio y se encaminó a la era. Se llamaba Miguel, pero podría haberse llamado Mario, o Ernesto, o Camilo. Podría haberse llamado como  cualquiera de los hombres y mujeres que adornan la imaginación de los niños que aman la lectura.
RHM
Octubre 2015