viernes, 22 de mayo de 2015

PROMESAS



Querido V:


Ya sabes que, desde hace algún tiempo, asisto con regularidad a un taller literario que me gusta mucho, sobre todo porque soy algo perezoso y me cuesta ponerme. A escribir, te digo. Y esta obligación de presentar un relatillo cada semana, dado mi compromiso con los deberes desde que era un niño, me obliga a escribir. Y escribo. Para hoy toca un relato fantástico. En principio pensé escribir algo sobre un dragón volador que rapta a una princesa bella y mollar y la encierra en un castillo lóbrego y aislado de donde la salva un joven valeroso que se juega la vida sin más recompensa que el futuro beso que colme sus sueños. El joven podrías ser tú.

            Empecé, pero no debía ser el día. Ya sabes que yo necesito tener cierta base vivencial para escribir con algún criterio, así que pensé en garabatear un relato sobre un pájaro que anida en un roble del pueblo que los forestales van a talar porque tienen que ampliar la carretera e imaginar un diálogo entre el pajarillo y los operarios. El ave les da una serie de razones, entre otras, la posibilidad de esperar el mes y medio de rigor para que las crías, que están aún en pelo malo, aprendan a volar y puedan abandonar el nido. Los obreros, o mejor aún, el jefe de los obreros, opone razones varias, muy sesudas todas, pero especialmente una: estamos en plena campaña electoral y el politiquillo de turno necesita el trabajo terminado antes del día D. Que obras son amores. Incluso pensé en un final abierto en el que los lectores pudieran elegir si talaban el roble o dejaban que los pajarillos se criaran en paz. Empecé también, pero tampoco debía de ser el día, porque lo que escribí no me gustó y llegó un momento en que ya no escribí nada.

            Y esta mañana, cuando ya daba por hecho que hoy, por primera vez, iba a faltar a mi compromiso, caminando un poco mohíno por la falta de inspiración, al oír en la radio a uno de estos que nos malgobiernan o que nos quieren malgobernar me llegó la idea: escribiría un relato fantástico sobre la actualidad más actual.

            Érase un país un país en el que se había convocado un concurso de ideas para acabar con todos los problemas que sus habitantes venían sufriendo desde hacía ya mucho tiempo. Se había dado un plazo a los que quisieran concursar para que durante dos semanas hicieran llegar a los ciudadanos las ideas que se les ocurrieran para mejorar la vida de todos. El último domingo del mes de mayo, cada vecino que lo deseara podría emitir su voto para elegir el mejor programa y encargar a los autores la responsabilidad de llevarlo a cabo. Se pusieron a ello y, cuando estuvo a punto, los medios de comunicación dedicaron parte de sus programas a difundir las conclusiones a las que habían llegado tan sesudos personajes. Y allí vieras lo que se oyó. Las promesas que se hicieron. Las soluciones que se propusieron.


  • En cuanto a financiación, todos los municipios estarán por encima de la media.

  • A partir de ahora, ningún anciano estará solo; facilitaremos la compra de televisores.

  • Fomentaremos la enseñanza bilingüe, de manera que los alumnos no aprendan inglés y olviden el español.

  • Vamos a bajar los impuestos y a subir las prestaciones sociales; o al revés.

  • Tenemos una receta infalible para acabar con el paro, especialmente con el de nuestros allegados.

  • Disminuiremos el número de alumnos por aula y aumentaremos el número de profesores, de manera que en ciertos centros habrá tantos profesores como alumnos.

  • Mejoraremos la enseñanza de tal modo que todos los alumnos aprobarán. Y el que suspenda, aprobará también

  • Madrid va a tener 500 millones de habitantes, porque todos los que hablen español van a ser madrileños.  Y ampliaremos la ciudad para albergarlos, a razón de dos por dormitorio.

  • Habrá muchas cosas que serán gratuitas y las que no lo sean, también lo serán.

  • Reimplantaremos los juicios de Dios para cualquiera que se ensucie las manos con dinero del contribuyente; y a los de nuestros, les proporcionaremos guantes.

  • Haremos que el Atlético de Madrid gane la Liga y si no eres de ese equipo, haremos que la gane el tuyo.

Las promesas fueron muchas más y de todo tipo y condición.  Y los autores se dedicaron a explicarlas en los medios con total seriedad y sin que se les alterara un solo pelo. Incluso algunos se prestaron a contrastarlas con los adversarios en unos tediosos debates en la tele donde con caras serias se reprochaban la imposibilidad de llevar a cabo el programa del rival, mientras intentaban convencer al auditorio de las bondades del suyo. Todo aderezado con muchas palabras esdrújulas y otras que terminan en bilidad, como viabilidad, gobernabilidad, posibilidad, durabilidad, estabilidad, costeabilidad, rentabilidad... Como si fueran clones, todos advirtieron a los videntes y a los oyentes de que los que estaban enfrente eran adversarios, que no enemigos, porque el buen rollito se iba a imponer en este país definitivamente.

Y ocurrió que el día 24, muchos ciudadanos optaron por la realidad de una paella en el río frente a la virtualidad de avalar a alguno de los que siempre tienen soluciones para resolver los problemas hasta que llegan al cargo, porque cuando llegan, los problemas siguen y las soluciones desaparecen.
Lo leí, no me gustó mucho, pero creí que podría cumplir con los cánones de un relato fantástico moderno en consonancia con los tiempos que corren, tanto en la literatura como en la vida, y ahí lo dejé. Y es que la política es siempre literatura fantástica y los mejores relatos son los programas electorales.
Que sigas con salud. R.

sábado, 9 de mayo de 2015

TRANSICIÓN



Asustado por la responsabilidad de guardar las cabras del pueblo, cuyo cuidado correspondía por turno riguroso a un vecino cada día, no saboreó la leche como en otras ocasiones. Que su madre se presentara en la cama al pintar el día con un tazón de leche migada, le trajo recuerdos dulces de la niñez. Porque la madre ya no le llevaba el desayuno a la cama. Hacía ya algún tiempo que le advertía, con aquel tono tan especial que ponía cuando quería convencerle de algo, que iba siendo un hombrecito y que los hombres almuerzan en la cocina, a la lumbre, mientras se preparan para las faenas del campo. Pero aquel día, la madre volvió a llevarle el desayuno a la cama. Quizá porque iba a suceder algo que le alejaría de la niñez definitivamente.

            Él no quería dejar de ser niño. Era verdad que la naturaleza había marcado ya en su cuerpo señales evidentes de que abandonaba la niñez; era verdad que su voz se había vuelto más grave y era verdad que cuando se le escapaba alguna vaca ya no lloraba detrás de ella esperando un rasgo de cordura por parte del animal, sino que le arrimaba el garrote y la traía al camino mientras murmuraba por lo bajo: “puta vaca”, algo inseguro aún, como si temiera que pudieran oírle.

            Se tomó la leche, se levantó  y se vistió como los pastores: gruesos calcetines de lana para evitar las macaduras de las albarcas en los pies y ropa de abrigo. El día era frío y el agua podía caer en cualquier momento, por lo que se puso encima el capote de brea que su madre le había apañado con los restos de uno viejo. Se encaminó a la plaza y vio que ya estaba allí el compañero, un anciano medio sordo que recibió al niño con total indiferencia.

            Cuando se hizo la hora, sacaron las doscientas cincuenta cabras en pelotón organizado hasta las afueras del pueblo, entre ladridos de un perrillo que llevaba el viejo y el sonido armónico de los campanillos. Cuando llegaron al careo, el muchacho vio que el hombre, que iba delante dirigiendo la cabeza del rebaño, encendía un tomillo y extendía las manos para calentarse. El niño aceleró el paso en un intento de entablar alguna conversación, pero el hombre, cuando le vio acercarse, dio una patada al tomillo y echó a andar, como si no le hubiera visto. El niño intuyó entonces que aquel no iba a ser el día apropiado para escuchar alguna bella historia de lobos o de cabreros ni para que el viejo le enseñara las cruces que marcan las lindes del término del pueblo. Y así fue, porque la única señal que el muchacho tuvo en toda la mañana de la existencia del otro, fue el humo de los tomillos que el hombre iba encendiendo de trecho en trecho y que apagaba de una patada cuando veía acercarse al compañero.

            El niño supo entonces que estaba solo. Y solo estaba cuando se aterró la niebla y los carrascos se convirtieron en sombras fantasmales y las cabras desaparecieron y sólo se adivinaba su presencia por el sonido de los cencerros. Y solo estaba cuando la niebla se levantó un poco y vio que los animales se habían hecho un remolino  y corrían monte arriba como si les persiguiera el diablo y el perrillo ladraba con furia y corría hacía el cancho donde comía el niño que se levantó de un salto. Y entonces, lo vio.

Vio la chiva acogotada por el lobo, balando agónicamente, mientras la fiera mordía y mordía. Las cabras habían huido y el perrillo, envalentonado por la compañía del muchacho, ladraba furioso, manteniendo la distancia con el lobo, enseñando los dientes en un gesto de fiereza que el lobo ignoraba. El niño estaba petrificado por el terror, pero algo en su interior se rebelaba contra el sufrimiento de la cabrilla que agonizaba bajo las fauces del bicho. Algo en su interior le decía que había llegado el momento; que aquella era su vida y que aquel era su enemigo. Y despreciando cualquier medida de prudencia, azuzó al perrillo, blandió el garrote y, gritando como un loco, se abalanzó sobre el lobo, descargando el palo con toda la fuerza de sus quince años. Golpeaba casi a ciegas una vez y otra, mientras su boca gritaba palabras que no se hubiera atrevido a pronunciar. El perrillo, loco de furia también, mordía y retrocedía y volvía a morder. El lobo, quizá sorprendido por el ataque y dolorido por los garrotazos, soltó la presa y corrió hacia la espesura, despareciendo en el carrascal. El niño se acercó a la cabra e intentó cerrar la herida que marcaba su cuello, pero el animal estaba muerto.

            Entonces oyó las voces del viejo que intentaba reunir el rebaño disperso por el pánico. A duras penas consiguieron, ahora entre los dos, juntar las cabras que ya ni comían ni andaban, presas de una especie de depresión colectiva que al niño le llenaba de sensaciones nuevas. El anciano dijo que, gracias a Dios, no había habido chicha, pero el niño le informó de la chiva que permanecía muerta al borde del regajo y allí se encaminaron los dos. El viejo se cercioró de que la cabrilla había muerto, la levantó con esfuerzo y dijo que pesaba mucho para llevarla al pueblo, por lo que decidió meterla debajo del cancho y cerrar la entrada con piedras que fue arrimando el muchacho para evitar que el lobo o las zorras pudieran volver y comérsela.

            Después enfilaron el camino del pueblo, el rebaño hecho un rebujo, el viejo delante y el niño y el perro detrás. Cuando llegaron, los animales fueron quedándose cada uno en su casa, excepto la chivilla alobada que se había quedado en el campo. Los dos, ahora también los dos, se acercaron a la casa del dueño de la cabrilla para contarle el suceso e indicarle el lugar donde la habían dejado por si quería ir a por ella y aprovechar algo de la carne, aunque el niño había oído decir al padre que los pastores no eran muy partidarios de comerse los despojos de los animales muertos por el lobo.

            Después el niño se fue a casa, contó la historia a la madre y tuvo que repetirla varias veces a las tías y a los vecinos. Luego se acostó y, aunque tardó en dormirse, logro descansar. Y cuando por la mañana, la madre se presentó en la alcoba con un tazón caliente de leche migada, el niño dijo con voz grave:

-No, madre.  En la cocina.
RHM
Mayo 2015

lunes, 23 de marzo de 2015

EL BRAULILLO DE HORCAJO



Cuando mi madre me  parió, rondaba ya los cuarenta años; nadie me esperaba con los brazos abiertos. Sobre todo si tenemos en cuenta que era el séptimo de una familia campesina que, desde hacía muchos años, cocinaba con más amor que ingredientes.

            Y no es que no me haya sentido querido después; sencillamente, era lo que había y así hube de aceptarlo. Aceptar que mi madre no tuviera leche y que me amamantara una cabra, que, dicho sea de paso, se ahijó conmigo de tal manera que el alcalde permitió que se quedara en el pueblo ramoneando entre los huertos con tal de que yo saliera adelante.

            Así las cosas, no es de extrañar que pronto conociera amo en pueblo ajeno. Y, si bien no me estampó como a Lázaro contra el verraco de piedra que adorna uno de los puentes de Salamanca, el primero que yo tuve no le iba a la zaga en crueldad y marrullería. E, igual que el ciego, este también presumía ante sus amistades de que todo lo hacía por enseñarme. No sé que enseñanza se podría sacar de un hombre que se montaba en el caballo y a mí me cargaba a las costillas un saco de perrunillas de siete u ocho kilos hasta la majada para dar de comer a los perros. Él montado y yo a pie;  Y encima, de vez en cuando, me decía: “No te rezagues, que tenemos que llegar antes de la suelta, que si no, los perros no almuerzan”. Mal almuerzo tengas tú, pensaba yo.


Estar todo el día con él era peor que estar solo, así que cuando al caer la noche, regresábamos a casa, yo, que ya había hecho amigos en el pueblo, desaparecía en cuanto podía para irme a corretear por la plaza con los otros zagales. Si él salía de la taberna, que estaba en una esquina, le bastaba con echar un ojo a la plazuela y cuando me veía, me llamaba a gritos: “Braulio, vete a echar el agua al prao Luengo”; y, aunque fuera noche cerrada y estuviera oscuro como boca de lobo, yo dejaba los juegos, recogía la azada y, aun con el riesgo de romperme la crisma, corría por las callejas sorteando las piedras y el miedo para volver cuanto antes. Nada más llegar a casa, soltaba la azada en el corral y gritaba por lo alto de la puerta, que siempre estaba abierta: “Ya he vuelto, tío Germán. Me voy a la plaza, ahí se queda la azada”. Y aún tenía tiempo de ver la figura enjuta del amo que se asomaba al poyo, tanteaba la herramienta y en viendo que estaba mojada, daba por bueno el resultado. No tardé yo mucho en darme cuenta de tal circunstancia, así que a partir de entonces, cada vez que el amo me mandaba a echar el agua a algún prado sólo por quitarme de jugar, yo cogía la azada, esperaba un rato, la mojaba en el pilón de la plaza, esperaba otro poco y la depositaba en el poyo a la vez que voceaba por encima de la puerta: “Ya he vuelto, tío Germán… “

Otras veces era el caballo. Tenía el amo un garañón blanco, grande y manso como un borrego, que utilizaba para ir montado a todas partes; hasta para ir a la taberna, que no era extraño verle atado a la puerta del establecimiento. La relación del hombre con el animal era enfermiza; con tal de no darle mala vida o de que comiera un rato más, era capaz de cualquier cosa. Así que no era extraño que pasáramos al ponerse el sol por el prado de El Venero, a dos kilómetros del pueblo, y lo metiera en la cerca, diciéndome mientras se apeaba: “Como todavía es algo pronto, vamos a dejar aquí el caballo, luego, cuando cenes, vienes a por él y lo cierras en la casilla, que los animales tienen que comer y con la fresca, comen mejor”. Mucho que te importa a ti si comen mejor o peor, decía yo para mí, que si tuvieras que volver tú a buscarle, seguro que cenaba en la cuadra, como los otros.

Y fue precisamente el caballo la gota que colmó el vaso. Era un día de mediados de junio, en plena cañada de El Cervunal de las Pozas. Sabido es que en ese tiempo, las vacas cucan porque las pica una mosca que las pone como locas y los animales corren sin rumbo, llegando a perderse. Estábamos como digo cuidando las vacas, él como siempre, montado en el garañón, inmóvil cual nuevo Clavileño, y yo de pie en la linde de lo de Santiago. Los animales tendidos por la cañada, cada vez más nerviosos, pero quietos. De repente una levantó la cabeza y prendió a correr sin control; y luego otra y otras muchas, como si se hubieran vuelto locas. Fue ver la estampida y el tío Germán se levantó en los estribos y empezó a gritar: “Corre, Braulio, corre”. Pero él no se movió. Se quedó quieto, como si el caballo estuviera amarrado al suelo. Yo corría y corría, en una dirección y en la otra, arriba y abajo, intentando mantener en el prado a unos animales que habían perdido la cabeza. Y cuanto más corría, más impotente me sentía, más seguro estaba de que yo solo no podría con aquellos bichos frenéticos que no me hacían ningún caso. Corría y detrás de mí oía la voz que aullaba incansable: “Corre, Braulio, corre. Allí, en los calabones. Abajo, en la fuente. Corre”. Pero ni el caballo ni el jinete se movían, como si no tuvieran nada que ver con el espectáculo que se desarrollaba en la pradera.

A punto de echar los bofes, me planté delante del caballo y grité: “Corre tú, hostias, que no creo que estés muy cansado”. Y entonces el tío Germán, rojo de furia, alzó la fusta con intenciones claras. Yo, por defenderme del latigazo homicida, levanté el palo y lo descargué sobre el bulto. El garrotazo impactó en las ancas del caballo, que se levantó de atrás de manera que el jinete voló por encima de las orejas. Viendo que estaba vivo, no me esperé a ver los efectos de la caída, sino que eché a correr cerro arriba y no paré hasta la fuente de Vacía Zurrones, donde almorzaba un pastor de mi pueblo que iba de camino a Los Cuartos. Eulogio, que así se llamaba el paisano, viéndome tan alterado y sudoroso, me preguntó por el amo. “Para amos estoy yo”, le dije y le conté lo sucedido. “Pues el mío necesita un zagal”, me indicó. Y sin pensármelo dos veces ni despedirme de nadie me fui con él.

Pero eso ya es harina de otro costal, porque si esto gusta y mantengo esta inclinación por escribir, lo que me aconteció después dará para otros relatos.

RHM

Marzo 2015

miércoles, 7 de enero de 2015

JUICIOS Y SENTENCIAS



Seguramente cuando el hombre viejo y la mujer joven decidieron recoger un hacechillo de paja antes de que soltaran los rastrojos no podían imaginar que la cosa iba a terminar en el Juzgado o, mejor dicho, en casa del tío Isidoro.

La paja de rastrojo, especialmente la de centeno, que quedaba en las tierras,  se recogía después para utilizarla como cama para los animales en las casillas y muchos de los jergones sobre los que dormían los campesinos estaban rellenos con unos buenos manojos de esta paja de centeno porque la de trigo y cebada se segaba tan a ras de suelo que no merecía la pena recogerla. Pero ¡mucho ojito!, porque la paja de rastrojo, como otros bienes de aprovechamiento común, no se podía recoger hasta que la Hermandad no tenía a bien soltar los rastrojos y anunciarlo mediante el correspondiente bando.  Y la gente del pueblo solía respetar la norma, salvo casos muy excepcionales como los que vamos a relatar.



            La mujer llevaba ya varios días esperando la suelta porque necesitaba cambiar la cama de dos guarrillos que le había traído el marido de Extremadura a finales de mayo y que se habían torcido de tal manera que casi no comían. Noviembre se iba acercando y los animales no engordaban lo que debían. Todas las mañanas la mujer les llevaba el almuerzo a la buena hora y, después de limpiarles cuidadosamente la pila, vaciaba el cubo con las remolachas y las patatas cocidas bien envueltas en harina, pero los guarros, que estaban siempre llenos de mierda desde la cabeza al culo, aunque se  acercaban a la comida y la olían con interés, no mostraban ese apetito desaforado que caracteriza a los de su especie. La mujer creía que la causa de que apenas probaran la comida era ese afán por revolcarse en el fango que los nublaba la nariz y confundía sus apetencias. Así que, después de darle muchas vueltas al problema, decidió raspar bien el corral y ponerles una buena cama de paja recién cogida, a ver si de esta manera dejaban de jozar y se decidían a comer y engordaban algo.

            El hombre, sin embargo, explicó que él no había hecho más que obedecer. Aprovechando la ayuda de una hija que había venido a Santiago, la mujer había limpiado a fondo la pobre alcoba donde dormía el matrimonio. Entre las dos habían jalbegado las paredes del habitáculo, habían sacado el jergón y, una vez puestas, habían decidido cambiar la paja con la que estaba relleno porque ya tenía varios años y estaba tan trillada como la de la era. Además, el color amarillo y cierto olorcillo indicaban la necesidad imperiosa del cambio. Así pues, sin encomendarse a Dios ni al diablo y sin pensar en si los rastrojos estaban sueltos o no, se pusieron a la faena, y la mujer mandó al hombre que recogiera un haz de paja, que no era cuestión de poner la borra sobre los cuatro palos desnudos que formaban el estaribel de la cama.


            Así que, uno y otra tenían sobradas razones para quebrantar la norma. Ambos salieron por El Jerechal provistos de un biscal y una rastrilla y uno en La Cuesta y la otra en El Tejadizo recogieron dos pobres haces, nada que ver con las cargas enormes que traerían otros después y por El Jerechal regresaron y juntos entraron al pueblo por El Pozo y cada uno se fue a su casita con la conciencia bien tranquila. Por eso se sorprendió tanto la mujer cuando, al oscurecer, se presentó el alguacil en su casa y le dijo:

-Oye, tú. Que me han dicho que te diga que tienes que ir esta noche a la casa de tío Isidoro.

-¿Y eso, por qué? Yo no he hecho nada que yo sepa.

-Lo que haigas hecho o no haigas hecho ya te lo dirán allí.

Y se fue sin más explicaciones a comunicar lo mismo al hombre.

Cuando se hizo de noche, otra vez el hombre viejo y la mujer joven coincidieron en la casa del secretario que estaba acompañado por El Juez y de El Presidente de la Hermandad.

 El hombre, algo más experimentado que la mujer, entró en el escueto recinto con la fórmula de siempre que tantas veces había oído a sus mayores.

-Buenas noches, señores. ¿A qué he sido yo llamado aquí?

  La mujer permaneció en silencio porque pensó que la pregunta del hombre valdría para los dos. Entonces habló El Secretario:

-El motivo de traeros a presencia del Juez es porque os han visto recoger un haz de paja cada uno antes de que se suelten los rastrojos y eso está penado con un duro. Así que vamos a ver si tenéis algo que decir y si no, pues pagáis y aquí paz y después gloria. Porque no creo que para resolver esto necesitemos llamar a la pareja.

      Entonces el hombre viejo contó la historia del jalbiegue y que habían decidido cambiar la paja del colchón y que la había recogido antes de la suelta para que no la cagaran las ovejas, que no era cuestión de dormir encima de las cagalutas. Y que si hubieran visto el puñao de paja se habrían dado cuenta de que era para el colchón, que no traía ni una ulaga y que no creía él que por la paja de un jergón que no pesaría dos kilos tuviera que pagar multa alguna y que no se jalbegaba cuando se quería sino cuando se podía. Y que si se empeñaban en cobrarle el duro, cogía la paja y la devolvía a la tierra, porque con ese duro y un poco más se compraba un colchón de esos nuevos que traían los charlatanes al pueblo, que ya lo había visto él y que ya se lo merecía. 
    La mujer relató la historia de los guarrillos y dijo lo mismo. Que no creía ella que por un hacechillo de paja para cama tuviera que pagar nada y que si los guarros no engordaban mal, pero que si tenía que pagar el duro, peor. Y que ella no podía devolverla porque ya se la había echado de cama a los cerdos por la necesidad que tenía de ver si comían o no comían.

   Entonces se abrió una portilla de madera que comunicaba el lugar de la reunión con la cocina de la casa y por el ventanuco apareció la cabeza de la mujer del secretario que, con voz pausada dijo:

-Pero Isidoro, ¿cómo les vais a llevar el dinero si lo han hecho para favorecer los cuerpos, los suyos o los de los animales? Que no han hecho mal a nadie y no creo yo que estos tengan que pagar ninguna multa, que luego la paja acaba sobrando y otros hay que hacen cosas peores, que no es cuestión de que paguen justos por pecadores. A ver si es que queréis dar un escarmiento a otros en los bolsillos de estos dos infelices. Así que mira bien lo que haces. Y esos dos que están contigo que se lo piensen también que hoy están en el cargo y mañana pueden no estar.

Y sin más comentario cerró el ventano con un golpe que sonó en la habitación como un presagio e males mayores.

 Los tres hombres se quedaron callados y, después de unos segundos de reflexión, el Secretario les comentó que ya les dirían algo y que si no les decían nada, pues mucho mejor y que no había sido cosa de ellos pero que en el pueblo había algunos malosquereres y que podían irse.
   Y ni el Juez ni el Presidente se opusieron, es más, ni siquiera abrieron la boca. Y la mujer se fue convencida de que la cosa no iba a ir a más agradeciendo el buen juicio de los hombres, aunque esta vez la sentencia viniera motivada por la sensatez de una mujer.