domingo, 21 de octubre de 2012

EL AJUSTE DE TIO LUIS

Se habían casado aquel agosto y el marido estaba sin amo. No es que anduviera preocupado, porque la juventud puede con todo, pero algo habría que encontrar; porque no era el caso de quedarse en el pueblo con una vaca y un burro, mano sobre mano la mayor parte del invierno, viendo pasar los días. Así que cuando Catalino le dijo que en casa de la tía Ave, en Coria, había un sitio para él, no se lo pensó dos veces. Eso sí, “no sé si podrás llevar la mujer, porque no quieren mujeres con los pastores, que dicen que las mujeres en las desas hacen mu mal agua”. Aún así, no se lo pensó y fue a verlos y se ajustó y con ellos estuvo dos años, el segundo ya con la mujer, porque cuando le conocieron, no se atrevieron a decirle que no la trajera. 
En invierno bajaban a Cáceres, a una finca que se llamaba Martín Gómez, en la línea férrea que va hacia Mérida. El hombre guardaba el ganado y la mujer criaba a la niña que ya tenía casi un año y hacía las faenas de la casa, del chozo, más bien, que se limpiaba en un pispás y que tampoco requería de mucho brillo. La mujer hacía punto, lavaba y cosía sentada en una toza de encina, aprovechando el calorcillo tibio del sol del invierno extremeño. Hacia el mediodía, salía al careo, en busca del marido, con la niña en los brazos y la comida en una cesta: un pucherillo con algo de cuchara y unos torreznos o una tortilla, que para eso tenían tres gallinas. Y el consabido pan. 
En el ajuste, además de la excusa, el amo se había comprometido de palabra a entregar al hombre una botella de aceite cada quincena y veinte kilos de harina al mes. Cuando necesitaba pan, la mujer se lo decía al amo y éste le traía media saca de harina sin cerner que colaba en un cedazo casero, que ella misma se había hecho, para separar el cozuelo y el salvado y dejar sólo la harina blanca y fina que luego transformaba en pan. El horno estaba en El Hocino, una finca colindante a la que la mujer se desplazaba en una burra, la harina en la albarda y la niña en brazos, siempre temiendo que el animal se espantara y tuvieran una desgracia. El regreso era igual, pero ya con el pan, aún caliente, en un costal. 
Un día que el marido había echado el ganado hacía el cordel, se encontró con tio Luis, también del pueblo, que venía de camino buscando amo y el pastor le dijo que no se fuera muy lejos, que a ellos podría hacerles apaño, si se entendía con el amo. Y se entendieron, aunque al amo no le gustó mucho que el hombre tuviera ya al pie de sesenta años, y tio Luis se ajustó de temporero. A él no le daban harina, sólo el aceite y unos turrucos de pan ya amasado, negro, y duro como una piedra, tan poco apetecible, que el hombre lo comía sólo cuando no tenía otra cosa. La verdad es que el amo no trató muy bien a tío Luis. Había hecho el camino desde el pueblo con cuarenta ovejas, pero sólo le dejó treinta de excusa, poniéndole en el brete de quitar las diez sobrantes o pagarlas, como hizo el viejo cuando hicieron la cuenta de los borregos. Ya veis qué importancia podrían tener diez ovejas en una finca en la que pastaban tres hatajos de varios cientos. 
Pero el tío Luis aceptó porque la cosa estaba como estaba, como ahora; que hay gente que ha vivido siempre en crisis. Y parece que estas situaciones afectan más a unos que a otros y siempre a los mismos; y tampoco era cosa de volverse al pueblo con las cuarenta ovejas delante, caminito arriba, catorce días con sus catorce noches. Y cuando llegara, ¿qué?, un fracaso. Allí todo el invierno, goloseando entre los lindones, riñendo con unos y con otros, que buena era entonces la gente de los pueblos, que sembraban hasta en las piedras y cuidaban cada cacho como si les fuera la vida en ello, y es que a lo mejor les iba. 
Así que el hombre se quedó y pasó el invierno en armonía con el matrimonio, viviendo en el chozuelo y haciendo la sonochada en el chozo grande, teclando a la niña todo lo que podía y más. Cuando llegaba la hora, tío Luis se iba a su currucho, cruzando el regato a la luz tenue de un farol de aceite tan viejo como él, se acostaba en su cama de escobas y esperaba la amanecida, que traería otro día como el anterior y el anterior… 
Y cuando masaba la mujer, nunca le faltó al tío Luis un pan blanco y mollar de hermosa corteza dorada. Por eso aquel invierno, los perros de la finca comieron pan, aunque fuera negro y estuviera duro. 
RHM 

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