domingo, 20 de noviembre de 2011

SEGADORES






Anda Braulio hoy con otros tres segando para los toros en la cerca el Caño. No tendría que haber venido, porque él no tiene vacas, pero la otra noche se encontró con el Alcalde –o éste le encontró a él- y le dijo que andaba mal de coritos y que fuera por el cuñado, que está en la Herguijuela de semana, que ése sí que tiene unas cuantas, aunque las atienda la mujer, pero eso es harina de otro costal. El caso es que han llegado al corte cuando aún había estrellas en el cielo, han atado los burros en el regajo bien separados para que no se peguen, y han empezado el trabajo, todos en ala, el Marqués el primero.
Han segado un buen rato, aprovechando la frescura de la madrugada y ahora, con el trabajo ya encarrilado, se han parado a almorzar, cada uno de lo suyo y el vino de todos, en abundancia, que hoy paga la comisión. Y así andan, entre trago y trago, pontificando sobre las condiciones físicas del buen corito. El más joven, un mocete de apenas veinte años, dice que ha oído que los mejores segadores son los de Navalosa, que siegan en alpargatas y, algunos, descalzos, y a Braulio le cuesta imaginarse el pie desnudo tan cerca del filo de la guadaña, porque no es la primera vez, ni será la última, que alguien le hace un siete a la bota, cerca del dedo gordo. Nones, que es el más viejo, dice que para segar bien a la guadaña no es necesario ser muy grande ni aplicar mucha fuerza, sino tener habilidad –él dice albelidad- y que se acuerda de una vez, que el año vino tan jodido como este, que él, tio Jorge, Burdiel y Perrenda, ya veis que tasajos, no tuvieron más remedio que echarse el Castrejón abajo a buscarse la vida segando en los prados del valle.
Se acomoda el hombre sobre la hierba fresca del marallo recién segado y sigue contando que ni en Bohoyo, ni en el Barco encontraron, por lo que bajaron el puerto de Tornavacas y llegaron a Cabezuela donde tampoco encontraron qué segar, porque habían bajado también los de El Tremedal y los de El Torno. Hartos de caminar decidieron quedarse en aquel pueblo, en el pajar de un posadero al que conocían por haberle estercolado algún prado cuando bajaban de otoño a Extremadura con el rebaño. Así que allí permanecieron, esperando que saliera algo. Y algo salió porque el dueño de la posada, que no debía fiarse mucho de ellos viendo la escasa estatura que tenían, les propuso que intentaran segar un prado que tenía cerca del pueblo y que ya vería qué les podía pagar, según como se les diera. Llegaron al sitio y tio Burdiel preguntó si aquel prado no tenía fuente y el hombre, señalando a lo lejos un sauce medio perdido entre la hierba, dijo que sí, que allí estaba la fuente. Entró entonces Burdiel en el prado, se ajustó la correa del gazapo a la cintura, aguzó la guadaña y comenzó a segar con aquella finura que le caracterizaba, los pies firmemente apoyados en el suelo, con la abertura justa, los brazos girando lo necesario, el cuerpo recto y la mirada en su sitio. Y detrás del hombre fue surgiendo un marallo derecho y un camino limpio; no paró ni aguzó hasta el sauce. Rodeó el hombre la fuente, la aclaró, bebió un poco y nos llamó para que nos uniéramos a él. Salimos los tres en ala y, cuando llegamos otra vez a la puerta, el posadero, visiblemente satisfecho, dijo que siguiéramos segando, que él se iba a por el almuerzo.
Cuando paramos a comer, ya con el prado demediado, llegó en un caballo un hombre que dijo ser de Navaconcejo y que quería contratarnos ya mismo porque tenía unos prados pegados al río Jerte que convenía segar cuanto antes porque se estaban secando. Pero el posadero dijo con cierto orgullo que los serranos estaban contratados con él y que no segaban para otro nadie. Y con él estuvimos quince días. Así que, muchacho, en esto de la guadaña, como en el cuento de la garduña que contaba mi padre, vale más maña que fuerza.
Al mocete le encantaría conocer el cuento de la garduña, pero el hombre se levanta y, seguro de que los otros vienen detrás, se dirige al corte diciendo:
-Vamos muchachos, que esto es pa nosotros.
RHM


Cortesía de Prudencio Lastra (tio Prudencio) que me contó este relato entrañable en un cálido agosto. Gracias.

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