martes, 8 de marzo de 2011

SOPA CASTELLANA


Braulio es ante todo un hombre serio. Serio por dentro y por fuera. Grande, aunque no excesivamente, fuerte, de aspecto noble. Tiene una hermosa cabeza redonda y unas facciones armónicas y proporcionadas. La frente amplia y el pelo escaso; la nariz ancha y recta y la boca dura y firme, cerrada por unos labios finos y algo herméticos. Las orejas pequeñas y el mentón redondo le dan un aspecto de hombre campechano y prudente.
Y es que Braulio es campechano y es prudente, y, desde hace algún tiempo, algo contestatario y un poco burlón, socarrón, incluso. En los concejos Braulio no es de los que hablan sin ton ni son; suele colocarse al fondo, como si quisiera pasar desapercibido, aunque permanece atento y asiente o niega según convenga.
Es un hombre generoso, pero no tonto. Braulio es de los que entregan la petaca al compañero para echar un cigarro de picadura, pero, si el otro lo lía tan gordo que apenas le cabe en el papel, a Braulio no se le olvida y es capaz de no fumar en todo el día si se junta de nuevo con un sujeto así de aprovechado. Braulio ama el léxico sencillo y las frases directas. No es amigo de eufemismos y seguramente, desde donde esté ahora, andará partiéndose las muelas con ciertos usos del lenguaje, sobre todo del que emplean los políticos. A Braulio eso de ganar el futuro, construir las libertades, configurar las políticas y otras expresiones parecidas le produce una cierta sensación de vacío. Él es más partidario de los términos directos, de guiarse por los indicios de la naturaleza. Braulio sabe que si no cura las pezuñas de las ovejas, va a tener una cojera de tres pares de narices o que si pela antes de los últimos de mayo, muchas se van a morir de frío. Y eso por no hablar del tiempo. Braulio es capaz de saber la hora con sólo mirar al sol o de adivinar si va a nevar por el ruido del río o el color del cielo. En fin, en esto del lenguaje a Braulio le gusta la claridad. Aún se ríe cuando se acuerda de aquella vez, en la feria de Cáceres, cuando el amo invitó a comer a los pastores a un restaurante de postín, aún no sabe bien Braulio cómo pudo estar tan generoso. El caso es que en la carta se anunciaba, entre otros, como primer plato sopa castellana con pan de pueblo aderezada con hierbas salvajes. La pidió porque le recordaba a su tierra y también porque, aunque él no lo diga, es algo naturalista y etnógrafo, y esperó expectante. Cuando el camarero trajo la fuente, Braulio, que es de buen beber y mejor comer, no pudo reprimir el comentario:
- Joder, pero si esto son sopas de ajo.
Y desde aquel día supo Braulio que el tomillo y el romero son hierbas salvajes, por más que él las considere domesticadas desde hace mucho tiempo.

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