sábado, 5 de junio de 2010

SIMEÓN


Mira que se lo dije bien clarito. Que si vienes a atar, que tengas en cuenta que voy a cargar yo solo. Estábamos terminando de recoger los chivos de la orilla después de haber segado lo mollar de La Iruela. Era entre dos luces y llevábamos ya un rato jugando a la lotería con la hoz y los dedos de la mano izquierda; pero queríamos terminar aunque se quedaran sin atar los haces. Luego mañana ya vendría Simeón a recoger las gavillas y por eso le dije que hiciera los haces arreglados. Porque hay que conocer a Simeón: grande como un toro y fuerte como una mula. Tan grande que una vez que se cayó entre la pared de la almialera y el almeal se vieron mal para sacarle entre cuatro hombres. Tan fuerte que podía levantar una garipola de heno de una sola vez, como si fuera papel. Una tarde que andábamos unos pocos matando el tiempo, ya al anochecer, en la Asomadilla vimos que se movía algo en la fuente del Barajón y dijo Juan Mindaña: Llega un bulto a la fuente; o es una carga de heno, o es el toro concejo, o es Simeón. Cuando El Mediero le fue con el cuento, Simeón quiso enseguida ir a buscar a Juan para cantarle las cuarenta, aunque yo creo que, en el fondo, le agradaba que le comparáramos con el toro del pueblo, el bicho más grande que conocíamos.
Así que cuando fui a cargar y cogí el primer haz ya me pareció que pesaba algo más de lo normal. Lo coloqué con cuidado para que no se esgranara, las espigas a la derecha, y puse el segundo al revés, tracamundeao, como nos han enseñado desde chicos y el tercero encima, al hilo con el primero; luego, hice lo mismo con los otros tres, los até con cuidado y situé bien el burrillo, que ya lo decía el abuelo, si quieres cargar bien un burro, la mano derecha pónsela al culo y me dispuse a echar los lazos. Los levanté con bastante esfuerzo y me di la vuelta, pero cuando empujé para ponerlos encima de la albarda, ¡los cojones!, no llegué más allá de la testera. El burro se movió y los lazos fueron al suelo. Me cabreé lo mío con Simeón y con el animal, aunque bien sabía yo que el burro no tenía ninguna culpa. Como pude los levanté otra vez y los apoyé en la albarda, luego me subí por el otro lado y tirando de ellos con fuerza me dejé caer al suelo. Sólo así, como se carga el heno, conseguí subirlos. Después coloqué otro haz en el centro, las espigas para atrás, como Dios manda y pinché los cargadores en los lados con otros dos haces; eché en lo más alto el cuarto y tire la riata; trabé el ventril y apreté con todas mis fuerzas. Que no son muchas. El burro ya no se movía, quizá algo asustado por mis bramidos anteriores. Cerré la puerta y, el animal delante y yo detrás, emprendimos el camino hacia la era.
Tuve que parar dos o tres veces a enderezar la carga, que se ladeaba, no sé si porque iba floja o porque el mismo burro, que llevaba un sofocón grande y se doblaba como si quisiera revolcarse, la torcía. Al pasar el arroyo del Tejaízo estuvo a punto de caerse, así que me agarré a ella como si se fuera a escapar y así llegamos a la Portillera. Allí estaba la mi María, con un huevo batido en vino, para llevar la carga a la era y que yo me fuera a soltar la pastoría; pero nada más separarme de ella oí un chillido y cuando volví la vista, vi al burro y la carga en la tierra del camino. Y entonces sí. Se me nubló la mente y, más que gritos fueron aullidos. La Virgen y los Santos y todos los Coros celestiales fueron saliendo de mi boca con palabras que vale más no reproducir. Y cuando María dijo: Ay, Nisio, por favor, no blasfemes más y encomiéndate a Dios, yo, sin pensarlo, respondí: ¡Encomiéndate a Dios, encomiéndate a Dios, encomiéndate al forro de los mis cojones! Y con la ayuda de la mujer, cargué el burro otra vez y, uno por cada lado de la carga, llevamos a la era el poco grano que quedaba.
RHM
Mayo 2010.

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