martes, 11 de mayo de 2010

CALABONES Y TOMILLOS



Allá por el año 1895, aprovechando que el Estado andaba, como ahora, escaso de fondos, los hombres del pueblo compraron la dehesa. Se beneficiaron de los vientos desamortizadores de la Ley Madoz, que puso a la venta muchos de los bienes llamados de propios de esta zona de la provincia de Ávila. Es probable que los compradores no supieran entonces que estaban dotando al pueblo de la única finca capaz de producir ingresos en efectivo de forma inmediata y continuada. De hecho, ciento quince años después, sigue siendo la posesión más rentable del pueblo y la única que reparte beneficios anualmente. Los administradores de la dehesa eran dos comisionados que se nombraban el día de Año Nuevo a propuesta de los salientes y después de que el concejo revisara y aprobara las cuentas. Que el cargo se aceptara de mejor o peor grado dependía de diversas circunstancias. Se valoraba, sobre todo, la buena sintonía con el compañero, llegándose incluso a rechazar con un rotundo y claro yo con ése no soy si la susodicha sintonía no era la adecuada. A veces, los consejos de los más allegados tampoco contribuían a que el cargo de comisionado se ejerciera con más entusiasmo que el estrictamente necesario. Recuerdo ahora, cuando los comisionados ya no residen en el pueblo, una anécdota que oí a un grupo de ancianos una tarde cálida de verano. Estaban sentados a la entrada del pueblo, sobre una viga dura que, a falta de mejor banco, les servía de descansadero después de haber paseado despacito hasta el puente, firmemente apoyados en sus rudimentarios bastones de álamo o sauce. Hablaba con voz firme una señora mayor, enteramente vestida de negro como las otras, sobre un viaje que uno de sus hijos -comisionado aquel año- tuvo que realizar desde Madrid al pueblo en pleno invierno, con las carreteras nevadas y el tiempo incierto, para recabar unos documentos relacionados con la dehesa boyal en el Ayuntamiento de la localidad.
-Mira, cuando me dijo que se venía al pueblo, es que me encendí. Así que le dije: Pues yo… Que tú vayas al pueblo por la desa, por esas carreteras, con el tiempo que está, pa la parte que tienes… Tú estate quietito y el que tenga parte que lo negocie, que muchos he visto yo que bien que cobran en agosto cuando pagan las vacas, pero luego, cuando hay que hacer algo, bien que se están en casa. Que ya lo decía tu padre, el mi pobre, que algunos sólo van a la desa el día de las regaderas; a pimplar y porque es gratis.
Hablaba la mujer y asentían los demás, como si todos compartieran la misma opinión y como si todos hubieran sido siempre colaboradores desinteresados, aunque, mientras dibujaban con el garrote extraños arabescos en la tierra ocre del borde de la carretera, en su cabeza, estarían ubicando a cada uno de los otros en el bando correspondiente.
Los comisionados determinaban los días de regaderas, las fechas de entrada y salida, el número de vacas forasteras, la búsqueda de toros, y, además llevaban la administración económica de la finca: cobro y reparto de beneficios, a tanto la centésima. En agosto, aprovechando que la mayoría de los propietarios estaba en el pueblo, se hacían las cuentas y se entregaba a cada socio la cantidad correspondiente en forma de dinerito contante y sonante y en función de la parte que tuviera. La propiedad estaba tan repartida que muchos no poseían más que algunas centésimas.
La administración de la dehesa estuvo siempre sometida a controversias que, en muchas ocasiones, se dilucidaban en los días de regaderas – de asistencia obligada para todos los que tuvieran parte-. El día señalado, nos juntábamos en la puerta de la finca y allí, mientras los hombres hacían las regaderas que llevarían el agua a las zonas de pastos y levantaban los portillos que se habían originado durante el invierno, las mujeres y los niños, bajo la batuta de algún hombre mayor y animados por el ya entonces clásico vamos, muchachitos, de tio Catalino, recorríamos toda la propiedad deshaciendo las boñigas de las vacas y esparciéndolas entre la hierba incipiente para que sirvieran de abono a las praderas, aún invernales. A la hora de comer nos juntábamos en la puerta del chozo, sacábamos del morral las viandas que llevábamos de casa y conversábamos amigablemente hasta que algunos hombres, animados por el vino de Jerte que la Comisión repartía con prodigalidad aquel día, levantaban la voz algo más de lo conveniente y todos nos callábamos para escuchar y contar luego lo que había pasado. Recuerdo que en aquella ocasión la discusión había surgido entre los socios que tenían vacas -la mayoría– y otro que no las tenía y que se quejaba de lo poco que pagaban los animales del pueblo:
-¡Qué bonito, está de cojones esto de la desa, tú cinco, este tres, ese las que quiera, a la desa gratis, a comerse lo mío y lo de los otros que no las tenemos! ¡Tiene huevos; vosotros cobráis los becerros y nosotros mantenemos las madres!
Intervino entonces un hombre moreno, de aspecto serio y cachazudo, quien, sin levantar mucho la voz, respondió:
-Calla, hombre, no te quejes tanto, que en tocante a la parte de la desa, poco nos pueden robar a ti y a mí, porque yo no tendré más de un calabón y tú no creo que llegues a un tomillo.
Entonces, por encima de las risas del grupo, se oyó una voz rotunda:
-Di que sí, muchacho.
RHM. Mayo 010.

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