sábado, 1 de diciembre de 2007

LOS HOJALATEROS

Los hojalateros solían llegar con la primavera. Eran dos, siempre los mismos y venían con su burro enganchado a un viejo carro con las ruedas de goma. Antes de que llegaran, los niños ya habíamos advertido al pueblo de su presencia formando un cortejo que los acompañaba en alegre algarabía. Solían descargar el carro en un corral soleado y abierto a la calle, que llamábamos de la tía Daniela. Allí colocaban todos sus cachivaches en perfecto desorden, de manera que fueran bien visibles para los clientes. Luego, uno de ellos encendía un fuego en una lata que contenía restos de otros fuegos, echaba unos trozos, pocos, de carbón y bastante leña que traían en el carro y que debían de haber recogido por el camino. El otro recorría el pueblo pregonando su mercancía: ”El hojalaterooo…Se arreglan pucheros, sartenes, vasos de laaata.. Se componen somieres… Se venden cántaras, regaores….”. Al oír las voces, las vecinas se decían unas a otras: “Ya han llegao los componeores…”.

La clientela preferida de los hojalateros eran las mujeres. Les vendían cántaras, vasos de lata y regadores. Reparaban pucheros de porcelana, sartenes, catres y somieres. Afilaban tijeras y cuchillos y podían arreglar casi cualquier cosa que estuviera rota y no requiriera piezas de repuesto.

A primeros de mayo, las vacas, que habían pasado el invierno en pacífica comunidad en los prados y las casillas del pueblo casi como un elemento más de la familia, eran trasladadas a las dehesas boyales, mucho más frescas y con mejores pastos, para pasar el verano. Bastantes iban recién paridas y necesitaban ser ordeñadas diariamente porque el becerro no se terminaba la leche y la vaca podía enfermar de mamitis. En esos casos eran fundamentales las cántaras y los vasos de hojalata, sobre todo por su durabilidad y seguridad en el transporte de la leche desde la sierra hasta el pueblo. Los regadores se usaban, sobre todo en los huertos para regar los plantones de pimientos, tomates y la llanta, en general. Eran también imprescindibles para mojar moderadamente la ropa que se lavaba en la garganta o en El Venero y se tendía en la era y que necesitaba mojarse para que los rayos del sol de ese cielo sin paisaje que es Castilla no la decoloraran excesivamente. Reparaban también, ellos y mi madre lo llamaban componer, pucheros y objetos de porcelana. Esencialmente la reparación consistía en la soldadura de algún agujero ocasionado por el uso, reparación que a los niños de entonces nos parecía toda una obra de ingeniería y que quizá lo fuera. Para mí era un espectáculo maravilloso ver cómo unos golpes maestros y unas tijeras, que cortaban la chapa como si fuera papel, convertían un trozo de hojalata en un asa, un embudo o el culo de una cántara. Me fascinaban también el soldador dirigido por la mano firme y sucia del hojalatero y el estaño derritiéndose sobre la lata formando figuras caprichosas hasta convertir aquel rompecabezas de piezas sueltas en objetos imprescindibles para la pobre economía del pueblo. Aún conservo alguna cántara para leche y varios pucheros reparados por estos herreros sin soplete, que cumplen perfectamente la función para la que fueron concebidos.


Para los lugareños, la llegada de los hojalateros al pueblo constituía un acontecimiento que venía a romper la rutina diaria después de un largo invierno pleno de frío e incomunicación. Eran un soplo de aire que nos confirmaba que la vida seguía, que la tierra giraba y que en algún lugar, alguien nos tenía en cuenta y se acordaba de nosotros. No hace muchos días, un buen amigo que vivió muchas veces la llegada de los hojalateros, comentaba que para los chicos de los pueblos de la sierra de Gredos, los hojalateros, los charlatanes, los cacharreros, los ciegos de copla y otros visitantes ocasionales que llegaban con el buen tiempo, tenían la misma importancia que la que hoy se pueda dar al cierre de gira de Los Rollings en una capital europea.

La relación con las mujeres del pueblo era de confianza y los diálogos entre vecinas surgían espontáneos frente al muestrario de objetos diversos que se extendían ante sus ojos, algunos de ellos tan novedosos para las mujeres como para nosotros, los niños.

Los hojalateros eran para los habitantes del pueblo hombres de mundo que conocían a mucha gente y que habían vivido experiencias impensables, unas ciertas y otras inventadas. Uno de ellos contaba siempre la siguiente historia que, repetida muchas veces por la gente, se grabó en mi memoria, aunque entonces no la entendiera.

Habían llegado los hojalateros a un pueblo y se habían instalado en el corral de siempre, habían encendido sus hogueras en las latas y calentado los soldadores. Era por la mañana y la clientela escaseaba. Uno de los dos decidió ir por el pueblo en busca de trabajo y así llegó a la puerta de una señora que le presentó un puchero agujereado. Sentose el hojalatero, bajó la herramienta, tanteó el puchero y miró a la señora que se había sentado también en una piedra, enfrente del afanado componeor. Calentaba éste el estaño, miraba a la señora y volvía a sopesar el puchero, repitiéndose esta secuencia varias veces sin que el hombre se decidiera a comenzar la faena. Al fin, el hojalatero dijo a la mujer:

- Señora M., levántese o no le arreglo el puchero.
- ¿Qué pasa?
- Nada, quítese de ahí o no vamos a terminar nunca.
- ¡Ay, por Dios¡ ¿Es que me se ve algo?
- El mismo “propio”, señora, el mismo propio.

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