
Seguramente era esta claridad en las
funciones de cada uno lo que convertía la era en un remanso de paz y en espejo
para otras eras, donde las voces, los gritos, las risas, el bullicio y algún
que otro llanto eran constantes. Quizá porque no había una cabeza que
organizara las funciones de cada uno como el tío Manolete, capaz de convertir
la era en un lugar de perfección solo alterado muy de cuando en cuando por la
abuela Casia, aunque, eso sí, siempre por una causa externa.

Algunas veces, en el pueblo, el niño
oía comentarios de la anciana que no le gustaban, incluso que le ofendían, pero
él no los tenía en cuenta.
Porque, ¿qué importancia podía tener
que la mujer conviviera con las gallinas dentro de la casa y que colocara en la
lumbre una chapa a modo de parapeto para que los pollitos no se quemaran? Si al
niño le hubieran dejado, habría hecho lo mismo y, además de las gallinas y los
polluelos, habría metido en la casa gatos y perros y el chivo negro al que
tanto quería.
El día que se derrumbó la obra y
sepultó a los dos albañiles y todos los hombres del pueblo estuvieron horas
cavando hasta que los encontraron, muertos y bien muertos, la tía Casia, aunque
no era de la familia, se lanzó al suelo y se revolcaba y pataleaba como si la
sepultada hubiera sido ella. El niño lo entendió porque la desgracia se había
cebado con el pueblo y él hubiera hecho lo mismo si se le hubiera ocurrido.
¿Y cuando abandonó la yunta y tuvo
que intervenir el tío Manolete? Estaba tan tranquila acurrucada en el trillo
disfrutando del tedio de la tarde cuando pasó la madre del niño y le dijo:
-¿Ah, sí? Pues
ahora mismo lo dejo.
Y se bajó del trillo y la yunta se
salió de la era y se preparó un follón de padre y muy señor mío, más propio de
otras eras, porque aquella era un remanso de paz. Y tío Manolete voceaba como
un loco y tuvo que arrimar la vara a las vacas que no querían volver a la era.
¿Y qué culpa
tuvo ella? Era evidente que había habido una causa externa. Y, además, si el
niño hubiera podido, habría hecho lo mismo.