
Por eso
muchos hombres se veían obligados a abandonar el pueblo en estos meses duros de
frío y hielo para buscarse la vida en sitios más cálidos, como el abuelo Goyo,
temporero de los de verano en el pueblo e invierno en Extremadura, que
emprendía el camino, con la escusa por delante, en cuanto las primeras nieves
pintaban de blanco los picachos de la sierra. A pie, como se viajaba entonces;
acompañado de otros pastores en su misma situación, durmiendo al amparo de las
paredes y rezando para que el tiempo les diera una semana de respiro hasta llegar
a la dehesa.
El
abuelo Goyo, que disfrutaba de una numerosa descendencia de hijas, seis, solía
llevarse con él a una de las más jóvenes. La muchacha viajaba por otros medios.
En los coches de línea hasta Béjar y luego en el tren; y si había que dormir en
el camino, se buscaba alguna casa conocida y allí se quedaba. En la finca, sus
ocupaciones serían las propias de las mujeres de entonces: la comida, la ropa y
el cuidado y limpieza del pobre chozo. No se aburría porque era joven y siempre
encontraba algo que agradecer a la vida. Unas veces eran los jornales que
solían salir cuando apuntaba la primavera, sembrando garbanzos o escardando el
trigo, que en aquellos menesteres las mozas serranas eran expertas; otras era
el propio devenir de la finca, como el día en que Agustín quiso comprobar de
manera práctica el funcionamiento de uno de aquellos acordeones que repetían su
canción sólo con empujar las tapas que albergaban el fuelle. Y no se le ocurrió
otra cosa que pinchar el cartón para ver lo que había dentro, con lo que
descubrió el mecanismo, pero acabó con la música.
Dependían
unos de otros como dependían del ciego los mozos del cuento El ciego de La Vega, de Julio Llamazares, quizá el escritor que más
y mejor se ha ocupado de la vida rural en los últimos años; y, sobre todo, del
cambio que se ha producido en los pueblos de Castilla a raíz de la emigración
masiva de los años sesenta. Escribe julio Llamazares que el ciego
de La Vega en su juventud, cuando se iba de fiesta con los jóvenes del pueblo a
alguna localidad vecina, a media tarde, por caminos de pastores y trochas
fragosas, para no quedarse rezagado, se agarraba a los mozos que le acompañaban. Pero cuando regresaban de
madrugada, si la noche era oscura, eran los mozos los que se agarraban a él.
Porque a él le daba igual que hubiera luz o no.
En la
dehesa había tres mocitas, pero sólo la serrana sabía leer, por lo que las
otras dos pronto le pidieron que les leyera las cartas que recibían de sus novios que venían de lejos, de la misma África, lugar remotísimo y misterioso donde servían a la patria. Y luego, que escribiera las respuestas; porque no tenían más remedio que confiar la intimidad de sus sentimientos a
la única que podía interpretar lo que decían las misivas, .
El hecho
de que la mocita pudiera interpretar los símbolos de un papel les parecía
maravilloso, casi mágico; tan mágico como que aquel sobre hubiera podido
recorrer un camino tan largo sin extraviarse y hubiera pasado por tantas manos
hasta llegar a las suyas. A las frágiles manos de aquella joven que leía con
voz chispeante, a veces entrecortada porque la caligrafía de los escribientes
requería de cierto sosiego. La moza serrana hubiera preferido leer y escribir
sólo buenas noticias, pero garabateaba lo que le dictaban, y, aunque no conocía
a los destinatarios ni era probable que llegaran antes de que ella se fuera, siempre
añadía de su cosecha: “recuerdos de la que escribe”. Y cuando leía la
respuesta, siempre encontraba escrito: "recuerdos para la que lee".
Y en ese acto de contar que había llegado la
primavera, que habían vendido los borregos o que habían ido a Coria, a la feria
o el incidente del acordeón, encontraba la mujer la misma razón para vivir allí
que en el hecho de hacer la comida o de lavar la ropa.