sábado, 4 de octubre de 2014

MIGAS CANAS



Había una vez un pueblo que desde los lejanos tiempos de Maricastaña tenía la sana costumbre de cuidar de sus ancianos. Estaba el pueblo de nuestro cuento tendido en la solana de una sierra, a media ladera, y disfrutaba de unos inviernos fríos y de unos veranos primaverales. Los más cursis solían decir que el verano en aquel remoto lugar era primavera eterna. Las casas eran de piedra gris, los tejados rojos y las calles de tierra. Un aire saludable secaba las cosechas a su tiempo y maduraba lentamente los frutos de los huertos, que se ponían en sazón siempre un poquito después que los del valle.
            A las gentes del pueblo de nuestro cuento les gustaba el lenguaje directo y por eso no decían bobadas como que los ancianos pertenecen a la tercera edad o que alcanzan la edad dorada; ni siquiera los llamaban mayores. En nuestro pueblo, los ancianos eran sencillamente viejos y no por eso, menos queridos. Y como las conocidas ahora como residencias de mayores se llamaban entonces asilos y esta palabra les producía un cierto repelús solo con pensarla, cuando los más viejos no podían vivir solos, sencillamente, se hacían cargo de ellos sus familiares más cercanos, quienes se repartían el tiempo sin mayores inconvenientes.
            No se sabe muy bien si era por el aire limpio, por el sol o por la tranquilidad del sitio y la buena armonía que reinaba entre los parientes y vecinos, pero lo cierto es que los hombres y mujeres del pueblo de nuestro cuento eran muy longevos. Vivían tanto tiempo que, a veces, se confundían con las piedras y los robles centenarios. Se los podía ver aparecer por cualquier bocacalle caminando encorvados, pero felices, mostrando en sus caras cubiertas de mil arrugas una expresión dulce, indicadora de la paz y el sosiego que anidaba en sus mentes. No sabían qué era el estrés y su cuerpo sólo liberaba cortisol en muy contadas ocasiones: cuando la tormenta arruinaba el trigo, cuando el tiempo les impedía recoger las cosechas mimadas todo el año, cuando se ahorraba la vaca o cuando alguna desgracia se cebaba con la familia… E, incluso, aceptaban con noble resignación esos golpes duros de la vida. Dios lo ha querido, decían.
            En el pueblo vivían también numerosos animales, que moraban en armonía con las gentes, como si formaran parte de la familia. Y en este pueblo habitaba también la tía Vicenta.
            La tía Vicenta era una viejecita entrañable, pequeña y dulce que no tenía hijos. Había vivido sola en su casa desde que, hacía ya muchos años, su marido había pasado a mejor vida, como se decía entonces. Pero cuando sus ojos perdieron visión y sus oídos dejaron de percibir los cantos de los gurriatos y los kikirikís del gallo, cuando el reúma le impidió levantarse algunos días… Entonces supo que había llegado el momento de ponerse en manos de las dos sobrinas.
Como os he contado antes, existía en el pueblo de nuestro cuento una especie de acuerdo tácito sobre el cuidado de los ancianos, que eran muchos: los hijos cuidaban a los padres y, si no había hijos, eran los sobrinos los que atendían a los tíos, en algunas ocasiones con la gola de quedarse con la hacienda y con el poco dinerillo que tuvieran. Y la tía Vicenta, dinero no es que tuviera mucho, pero sí tenía un buen capital.

            Las dos sobrinas iban a la casa de la anciana por riguroso turno; un día una y otro, la otra. La trataban bien, aunque sin entusiasmo; con el cariño escaso y las palabras justas. Que no faltara nada de lo imprescindible, pero que no sobrara nada, tampoco. La aseaban, la sacaban al resolano, encendían la lumbre y la sentaban en el escaño, pero no le daban conversación ni la peinaban con mimo como ella había hecho con su madre ni le tocaban la cara ni la miraban con ternura. Las mujeres la daban de comer y la cuidaban con tan poco amor que la anciana sospechaba que lo que deseaban de verdad era que se muriera pronto para acceder a la herencia y quitarse la rutina del cuidado un día sí y otro no. Lo sospechaba porque veía en las sobrinas una actitud desapegada y premiosa, amén de algún que otro comentario furtivo.
A la anciana le encantaban las migas cocinadas con aceite y caladas en leche que las sobrinas le traían para cenar y que le servían también para desayunar si no las terminaba por la noche. No se las traían siempre y, a veces se pasaban varios días sin que las probara. La mujer se quejó a una vecina, tan vieja como ella, en una de aquellas tardes invernales, sentadas al solecillo débil, bajo el murmullo armonioso de las canales que conducían al suelo la nieve derretida en los tejados. “Anda, pues dilas que no te gustan, a ver qué pasa, que eso hice yo con la mi nuera y me dio buen resultao”. Y así fue. La tía Vicenta, viendo que pasaban los días  y que las migas no venían, comentó: “Pues me encuentro yo mejor desde que no me traéis las migas canas con aceite”.  Y, qué casualidad, al día siguiente hubo migas para comer. Y la anciana, elevando un poquito la voz, dijo: “A mí no me deis migas canas con aceite, que me dais la muerte”. Y lo repitió un par de veces. Fue mano de santo, porque desde aquel día, nunca faltaron las migas en la cena de la anciana. Y, si se las comía todas por la noche, cualquiera de las sobrinas, venía por la mañana, antes de pintar el sol y dejaba en la lancha de la cocina una cazuela con migas canas recién cocinadas.
Y esto os enseñará, queridos niños, que en el pueblo de nuestro cuento, manejaban ya la psicología inversa antes de que sus habitantes conocieran siquiera la existencia de tal palabra.
Y colorín colorado, este cuento escrito con mucho amor se ha terminado.
RHM
Junio2014

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