martes, 20 de febrero de 2018

AHÍ ESTÁ...


 Ahí está, viendo pasar el tiempo. Y no es la puerta de Alcalá. Es la iglesia del pueblo, que lleva ahí desde siempre. A Braulio le gustaría saber todo de la obra magnífica que tiene delante: cómo la edificaron, quién puso las perras, de dónde sacaron la piedra, quién fue el maestro de obras…  Porque el edificio, quizá el más viejo de los que aún quedan en pie en el pueblo, tiene una pinta excelente. Bien es verdad que se ve que le han echado algunos remiendos, pero, aún así, es de una solidez que gusta.

            La iglesia forma parte del pueblo, como los peñascos de El Castrejón o las Campanas de El Frontón. Está ahí, como un elemento más del paisaje. Dicen los que saben que la iglesia tiene más de quinientos años, que se hizo cuando Los Reyes Católicos y que se sabe que fue en aquel tiempo  por unas bolas de piedra que adornan la torre, en la cornisa que pega a las tejas. Dicen también que las iglesias se edificaban en la parte más alta del pueblo, mirando al saliente y que por encima de ellas no se construía ninguna casa. Y que, por dentro, el techo era de piedra, formando una bóveda que hubo que tirar para que no se cayera encima de los que iban a misa. Braulio ha oído contar a su padre que tiraron la bóveda con barrenos y que el cura convidó a vino a los mozos del pueblo para que fueran sacando las piedras, muchas de las cuales sirvieron para hacer la pared de la plaza y las que sobraron fueron aprovechadas en algunas casillas de La Somaílla.
     La pared del poniente ha servido siempre de refugio a una gran cantidad de aviones que anidaban en los huecos y alegraban las tardes de primavera con un piar que se oía en todo el pueblo. Al otro lado está la torre, con su entrada propia y sus campanas; tres: la gorda, que se voltea los días de procesión, sobre todo el día Santiago y la chica, para llamar a misa y con la que se dobla en los entierros. Antes había otra aún más chica, el chinguilín, que se tocaba en Semana Santa cuando no se podían tocar las otras dos. Las campanas servían también para llamar a los vecinos en caso de catástrofe, que en el pueblo siempre era algún fuego al que los hombres y mujeres acudían todo lo deprisa que podían, dejando lo que estuvieran haciendo.
Braulio oyó contar a su abuelo que antes de que hicieran el camposanto de El Jerechal, se enterraba a los muertos en el recinto que rodea la iglesia; y así debió de ser porque desde siempre han llamado cementerio a esta especie de corral que tiene una pared que rodea toda la iglesia. Y decía su abuelo que mucho antes se enterraba dentro de la propia iglesia, aunque él no lo había conocido, pero que a la puerta de la sacristía, en el santo suelo, había una losa con unas letras que él no entendía, pero que había oído decir al cura que indicaban que allí estaba enterrado un tal  Juan González, que a saber quién sería.
      Por dentro, lo más importante es el retablo del altar, que dicen que hizo un tal José, de Villafranca, hace más de doscientos años y que costó algo más de 5.000 reales, moneda que a Braulio le resulta casi más familiar que el Euro de ahora. Y, aunque sólo sea por mantener ocupada la cabeza, Braulio pasa los reales a pesetas, algo menos de 1.300 y luego a Euros, algo más de 7, para que todos lo entiendan.
            Braulio piensa todo esto cómodamente sentado a la sombra de un roble en los huertos de la Torre, mientras se riegan los fréjoles con el agua sobrante del depósito, que para cuatro surcos que siembra el nieto no hace falta traer la presa. Y piensa en la iglesia por dentro, cuando el cura decía la misa en lo alto del altar, de espaldas a los feligreses, que sólo se volvía para decir dominus vobiscum; con los monaguillos a ambos lados, levantándole la casulla de vez en cuando y tocando la campanilla en el momento solemne de la consagración o colocando la patena debajo de la barbilla del comulgante. Muchos chiquillos del pueblo, que ya son hombres, e incluso viejos, fueron monaguillos y algunos presumen hoy día de saberse la misa en latín; porque entonces la misa se decía en latín: el cura decía una cosa y el monaguillo respondía de corrido, como un loro, diciendo lo que sabía, pero sin saber lo que decía. Y los que estaban abajo, igual: respondían algo que habían aprendido de memoria, pero cuyo significado les era totalmente desconocido. Muchos niños del pueblo fueron monaguillos y muchos se cayeron transportando aquel misal enorme que había que cambiar de sitio en el altar haciendo una genuflexión al pasar por delante del sagrario. Y muchos probaron el vino o contaron a los otros que lo habían probado.
Braulio recuerda todo esto mientras el agua va empapando los surcos. Entonces la misa era otra cosa. El cura arriba, los niños a la izquierda, las niñas a la derecha, con los maestros vigilantes. Luego, las mujeres y detrás, los hombres. Los mozos en la tribuna, ahora de madera, pero que en tiempos fue también de piedra. Braulio rememora todo desde arriba: los hombres con las gorras en las manos, las calvas brillantes y las pellizas sobre los hombros. Las mujeres, todas de negro, las cabezas cubiertas por un velo también negro. Sólo la maestra, cuya figura se yergue en los bancos de las niñas, pone una nota de color en la penumbra. Y ve la figura del maestro, en la esquina del banco, hierático, dirigiendo miradas inquisitoriales a los niños que se sientan a su izquierda. Todo en un ambiente de recogimiento. Entonces el cura era D. Tal o el señor cura, luego fue el padre Cual y hoy en día es Jesús, José Antonio o Pepe.
            Ahora es otra cosa. El cura dice misa de cara al público, en un altar que han colocado al mismo nivel de los feligreses, apenas unas maderas encima de unas burrillas de metal; cada uno se coloca donde quiere y todo transcurre en una ambiente mucho más familiar, no exento de devoción. Así hasta que llega el momento de darse la paz. Es pronunciar el cura la palabra paz y todo se desata. La iglesia se convierte en una especie de gallinero sin orden ni concierto. Un niño baja de arriba a toda mecha a dar la paz a la abuela que está en el último banco, otros se cruzan y recruzan haciendo caraquetas para no chocarse, porque aprovechan para dar la paz a amigos y conocidos a los que buscan a toda velocidad. De repente, la iglesia se ha convertido en un ir y venir caótico; y hasta el cura abandona el sitial y se acerca a los bancos a dar la mano a los feligreses. Braulio observa todo esto desde su cómodo retiro en la penumbra de la trasera, al lado de la pila bautismal y una leve sonrisa se dibuja en su cara. ¡Ay, si D. Anastasio levantara la cabeza! Y no sin cierto esfuerzo se levanta de la piedra y entra en el huerto.

lunes, 5 de febrero de 2018

HONESTO U HONRADO





  El día que Braulio oyó decir honesto por honrado era uno más de ese invierno suave tan poco frecuente en el pueblo. Un invierno seco, continuador de un otoño seco y de un verano en el que no había caído una gota de agua. Los arroyos eran apenas una huella y los más viejos del lugar, Braulio entre ellos, habían asistido por primera vez al triste espectáculo de ver secas algunas fuentes que habían manado toda la vida. Así hasta que el tiempo se encabronó y cayó lo que hacía tiempo que no caía: un nevazo que dejó al pueblo incomunicado, a los animales en las casillas y a los viejos en la cocina, al calor de la lumbre y con la radio como única compañía.
            Braulio, que no es un hombre culto por formación, pero que es leído por voluntad, escucha el ronroneo monótono del locutor, ocupado ahora en las triquiñuelas de esos políticos que parecen vivir en una realidad paralela; que se saltan la ley e intentan esquivar a la justicia con regates que tienen mucho que ver con la cobardía. El locutor pontifica sobre la doble moral y termina diciendo que en su opinión, —en su opinión, lo deja bien claro—, que nunca se sabe quién puede estar detrás de los dineros en las empresas de radio. Pues eso, que, en su opinión, son personas deshonestas. A Braulio esta matraca monotemática, curiosamente, no contribuye a serenarle. Por eso lleva ya un buen rato escarbando la lumbre sin prestar atención al ronroneo del aparato que reposa en una estantería de la trasera de la cocina, tapadito con una tela de colorines para protegerlo del humo. Pero cuando oye el calificativo, aguza el oído y escucha otra vez: deshonestos, eso es lo que son estos políticos que tiran la piedra y esconden la mano, enfatiza el locutor.
            Braulio siempre ha creído que la honestidad tiene que ver con asuntos de cintura para abajo, o eso es lo que ha oído mil veces al cura, que lo repite en cada misa y en cada rosario, dirigiéndose sobre todo a las mujeres, como si los hombres estuvieran libres de ese pecado. Y eso que al viejo, los comentarios del cura le suscitan ciertas dudas. Porque el clérigo habla también de la honra de las mujeres, refiriéndose al mismo asunto; pero lo dice de otra manera: las mujeres pierden la honra o se la quitan, pero siempre de manera pasiva, como si no tuvieran nada que ver en ello.
          Braulio está convencido de que estas cosas de la política tienen que ver más con la honradez que con la honestidad. Y una sonrisilla leve se dibuja en su rostro porque se acuerda de aquella vez que llamaron a Vítor al Ayuntamiento porque, creía el alcalde, que había abierto un poco, no mucho, el bocín de la presa de El Tejadizo y que, como a lo bobo, así lo dijeron ellos, había dejado el remano convenientemente guiado al prado del mismo nombre. Y todos sabían en el pueblo que, durante el verano, los frutos tenían preferencia sobre los pastos. Pero cuando, al ser de día, fue el veedor a soltar la poza, se encontró con que estaba a medias. Y no hubo que investigar mucho para deducir que si el remano iba al prado, el amo del prado sería el culpable. Así que esa misma mañana, se presentó en casa el alguacil para comunicar al hombre que al anochecer se personara en El Ayuntamiento.  Por lo del agua, dijo. Tampoco le costó mucho enterarse de qué era lo del agua; le bastó con salir a la calle y hablar con los vecinos. Y tampoco tardó mucho en descubrir lo que había pasado. El día anterior había sido el último en regar en el huerto de La Torre y el último estaba obligado a tapar la poza. Y él había mandado a la muchacha chica y seguramente la habría tapado mal y ahí estaba el resultado.
            Cuando, en la comida, preguntó a la niña, esta dijo que habían ido unos pocos a taparla y que uno de ellos, había guiado el cortadero hacia el prado porque, había dicho, la noche era muy larga y, cuando rebosara, pues la que saliera que empapara bien el pradito para que echara hierba verde para las vaquitas; y que eso era mucho mejor que dejar que el agua fuera regadera adelante. Y que habían tapado bien el bocín y que no sabía por qué se había ido el agua. El padre sí lo supo enseguida: las pocas fuerzas de la niña para tirar del palo. Y eso fue lo que contó en el Ayuntamiento. Y remachó: 
            —No sé cómo habéis llegado a pensar que yo podía haber ido entre la noche a soltar la poza y que iba a ser tan gilipollas de echar el agua al mi prao como si no supiera la huella que deja el agua en este tiempo. Además, que lo sepáis, yo no hago estas cosas. Soy un hombre honrado.
            Y dijo honrado. Porque si hubiera dicho honesto, Braulio, que formaba parte de la Corporación, se hubiera descojonado a reír.