lunes, 18 de diciembre de 2017

NADA NUEVO BAJO EL SOL

   
A Braulio le gusta sentarse al solecillo tenue del mes de enero. Al resolano, como dicen en el pueblo, la cabeza tapada con la boina, las manos en el bastón y la espalda apoyada en las piedras de la pared. Así; con los ojos semicerrados, pensando; aunque muchas veces ni siquiera sabe que piensa; o recordando cosas, aunque ya no recuerda o no quiere recordar porque la memoria es selectiva y a veces se emperra en traer a la cabeza cosas que le duelen en el alma y otras no es capaz de recordar ni el nombre de la dehesa donde estuvo a punto de casarse. 

A Braulio casi nunca le interesa la conversación de la sobrina, que suele parlotear con la vecina mientras borda y borda unas letras inacabables sobre una tela blanca aprisionada en un bastidor de madera. Pero hoy es otra cosa. Andan las dos mujeres a vueltas con los cambios que da el mundo, que hay que ver a donde hemos llegado, que fíjate tú —dice muy seria la sobrina parando el bordado y mirando a la otra fijamente, como si en esa mirada larga y profunda se escondiera el conocimiento de todos los adelantos que en el mundo han sido—. Que ha contado el mi muchacho, que ha estado aquí el domingo, o el finde, como dice él, que se fueron a Oporto y que un hombre los llevó al aeropuerto en el su coche —el del hijo— y que se lo trajo y cuando regresaron, allí estaba otra vez el hombre con el coche para recogerlos y que yo pensé que sería un amigo, pero no, que no le conocían de nada y que eso es un servicio que se puede contratar por Internet, ya ves tú que qué cosas. Y como la otra no dice nada, la sobrina sigue perorando, haciéndose cruces sobre lo adelantados que viven en Madrid y que dónde vamos a llegar.
            Pero Braulio hace ya un rato que no la escucha. Desde que oyó lo del coche, su imaginación, ávida de recuerdos, ha volado hacia atrás, cuando no había coches en el pueblo y, para ir a El Barco a por lo más necesario, no tenían más remedio que ir andando por La Lastra o en el coche de línea que pasaba por La Aliseda. Braulio ha hecho muchas veces los seis kilómetros que separan los dos pueblos en el coche de San Fernando,  unas veces a pie y otras andando, pero si había que traer pienso o algo de peso, no tenía más remedio que llevarse el burro, como hacían otros muchos.
Así que bien de mañana aparejaba el animal y echaba camino abajo por El Castrejón, que la carretera no le gustaba y cuanto menos fuera por ella, mejor, que algunos decían que Los Guardias eran algo impertinentes  con lo de la circulación por la derecha. Y cuando llegaba al pueblo de abajo, dejaba el animal en casa de algún amigo o conocido y ellos lo acogían amorosamente, lo metían en la cuadra y le decían que allí le estaría esperando el burrito para cuando regresara en el coche de línea, sobre las tres y media. Mismamente como lo que cuenta la sobrina del hijo en el aeropuerto, sólo que este caso el conductor era él. Claro que alguna vez, Braulio, que solía poner esos días el aparejo más nuevo al animal para que los otros no le criticaran, se sorprendía al ver ciertas manchas de estiércol o restos de heno o de tierra en la manta nueva que arropaba la albarda. Y, aunque Braulio nada decía al hospedero, le miraba con sorna y hacía algún comentario intencionado, dirigiéndose al burro,  sobre lo descansado que debía de estar, que se había tirado seis horitas en la cuadra sin dar golpe. Pero como el otro no se daba por aludido, no iba más allá porque los burros no tienen cuentakilómetros. Y Braulio sonríe tan ruidosamente que las dos mujeres  se callan de repente y se le quedan mirando como si le hubiera dado algo.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

VIEJAS


    
  El niño iba con las viejas a El Castrejón porque se lo mandaban. Ni le gustaba madrugar ni le gustaban aquellas ovejas que habían dado ya todo lo que podían dar. Eran animales de desecho, alguna machorra, que se cambiaban cada año por borregas de cría para mantener el hatajo productivo. El futuro de aquellos animales no iba más allá de los veinte días que faltaban para Santiago, el tiempo justo para coger algún kilo con la hierba fresca de la sierra. Eran ovejas que, inexorablemente, terminarían desolladas y colgadas de un gancho para alegrar el puchero, siempre pobre, de los coritos o para contribuir a la celebración de algún evento familiar. El niño tampoco entendía la razón por la que había que guardarlas todos los días, de mañana y de tarde, con frío y con calor; más bien, lo consideraba un castigo.
 El padre las subía de Extremadura a primeros de julio porque, según decía y nadie podía desmentirle, aquí se pagaban más y, si ponían algún kilo, mucho mejor, ya que las viejas se vendían al peso, no como los becerros, que se vendían a ojo y un kilo más o menos no importaba tanto. Lo que el padre no decía era que los compradores, cualquiera de los dos hombres del pueblo que mataban, le ponían como condición no hacerse cargo de los animales hasta la fiesta, porque el tu muchacho puede ir con ellas que ya no hay escuela y así le tienes atareado, que ya se sabe que el trabajo del niño es poco, pero el que no se aprovecha es un tonto. Y el muchacho, un niño más bien, era él. Él era el que se daba el madrugón, cuando en el pueblo, aunque fuera julio, hace un frío que pela. Él era el que, muerto de sueño, sacaba del corral los cinco o seis animales díscolos y torpes y los arreaba, ramoneando en los lindones y sacándolos de algún prado, hasta El Castrejón. Él era el que, aburrido como una lombriz, esperaba al abrigo de la pared la llegada del sol y de los otros pastores infantiles para idear un juego, una conversación o alguna travesura que matara aquel tedio que le consumía.

                La travesura podía ser cualquier cosa, unas veces inofensiva y otras no. Escalar alguno de los peñascos que adornan la sierra no resulta fácil y mucho más difícil puede resultar bajar sin romperse la cabeza. Subirse a lo más alto de cualquiera de los álamos que bordean los prados no es especialmente dificultoso, pero deslizarse como en un tobogán por las ramas más bajas para caer sobre la mullida hierba del prado, aún sin segar, es un juego que puede dar que sentir. Y más peligroso aún es que llegue el ama del prado y no entienda la travesura porque no le guste que se aplaste la hierba, lista para la guadaña, y coja un bardusco y agarre al que se deje, siempre el más torpe o el más pequeño, y lo azote hasta que el chiquillo logre escapar, mientras los otros contemplan la escena lo suficientemente lejos para huir del zurriago y lo bastante cerca para no perder detalle de lo que está pasando. Y no es lo malo que recibas algún zurriagazo, no. Lo peor es aguantar las risas de los otros y afrontar los días siguientes sin contarlo en casa, sin que la madre entienda por qué de pronto te escondes o das un rodeo o desapareces por una callejuela sin dar explicaciones o por qué buscas excusas para no ir a cierta casa si te mandan a un recado.
      Y aún es peor si el prado es de algún pariente. Porque la última travesura fue en uno de los álamos de un familiar y, aunque el niño logró escapar, sabe que la mujer le vio y le identificó perfectamente y que la cosa puede llegar a oídos de los padres. Así que, cuando la madre del niño le dice que tiene que ir con las cabras de la del zurriago porque se le casa una hija y no pueden atender el ganado y que, antes de sacarlas, vaya a su casa para recoger la merienda, el niño siente que ha llegado el momento fatídico. Si dice que no quiere ir, malo y si va, peor. Además, los padres, que también están invitados a la boda, se sienten muy orgullosos de que el niño sirva ya para esos menesteres. Por eso sube la cuesta temblando con el morral al hombro y la garrota en la mano, pensando en el recibimiento que le hará la mujer del bardusco, porque teme que le pida explicaciones y que le riña; o que le amenace con contárselo a la madre. El niño tiene un ligero temblor cuando empuja la enorme puerta del corralón y un temblor aún mayor cuando cruza la puerta de casa, abierta de par en par, como es costumbre en el pueblo. 
              Y no entiende nada cuando la mujer, la misma que arreaba zurriagazos al pobre pastorcillo hace tres días, le recibe sonriente con una cazuela de porcelana roja en una mano y una cuchara en la otra. Toma, hijo, le dice, que ya me ha dicho tu madre que eres algo goloso y que te encanta el arroz con leche.
 Y, mientras come, el niño entiende mucho menos aún que la mujer no mencione el incidente del álamo.

RHM
               

domingo, 15 de octubre de 2017

PREGONEROS

     
Era una aldea pequeña y apacible tendida en la ladera de una sierra larga y fría. En aquel pueblo las mujeres y los hombres hacían de todo. Ellas tejían jerséis y calcetines, cosían faldas y delantales y eran capaces de transformar sábanas viejas en hermosos costales para almacenar el trigo o la harina. Los hombres, todos pastores, cultivaban también otros oficios: lo mismo hacían un cesto primoroso alternando mimbre blanca y negra que reparaban un dental. En los tediosos días del invierno gélido cosían zapatos y zajones, levantaban portillos o se fabricaban un bello morral con la piel de algún borrego que cortaban y cosían primorosamente con las leznas que guardaban pinchadas en un trozo de corcho. Por eso en aquel pueblo apenas tenían profesionales específicos si exceptuamos a los albañiles, los hojalateros que venían de fuera o al herrero, que siempre fue el tío Félix, de La Lastra. Tampoco tenían panadero, ni falta que hacía, porque en cada casa había un horno donde las mujeres cocían un pan exquisito amasado con el trigo que habían sembrado, escardado, segado, trillado y molino. Los hombres se cortaban el pelo unos a otros, por lo que tampoco necesitaban barbero. El tío Agapito era el alguacil del pueblo.
            En la comunidad de villa y tierra de Piedrahíta, el alguacil tuvo su origen en el andador medieval, personaje que en la alta Edad Media tenía como misión fundamental mantener el orden público en las villas y aldeas durante las grandes aglomeraciones de personas, que solían coincidir con los días de feria o de mercado. Sus honorarios dependían de un ajuste con el Ayuntamiento y se completaban con el cobro, en dinero o en especie, a tenderos y vendedores que acudían al pueblo y cuya mercancía pregonaba el alguacil por las calles de la aldea. Aunque en algunos lugares, el alguacil y el pregonero eran personas distintas, en el pueblo, ambos cargos recaían en la misma. Así pues, era el tío Agapito pregonero y alguacil, todo en uno. Aguacil, como le llamaban los vecinos cuando los avisaba de los concejos o de la suelta de los rastrojos. Pregonero cuando su voz ronca anunciaba la mercancía que traía cualquier frutero, tendero o cacharrero que llegara a la plaza.
Era el alguacil un hombre alto, enjuto, descarnado y ceñudo que vivía en una casita baja pegada a la carretera, que en tiempos remotos había albergado la única pensión del pueblo y que ahora, y aunque él nunca lo hubiera sospechado, había devenido en bar. Era también un hombre poco amigo de conversaciones estériles con los vecinos, ni siquiera de esas que rayan con la más elemental cortesía. ¿Está horra la vaca, Agapito?, le preguntó una vez una vecina por aquello de decir algo. Y a ti qué te importa —respondió el hombre—. Todavía no te he preguntado yo si están preñás las tuyas. Casi siempre que echaba un pregón, su cara mostraba un cierto aire de cabreo perenne, como si quisiera protegerse de algo, quizá de aquella canción que  los niños, inocentemente crueles, entonaban en cuanto oían la corneta  y la ocasión lo propiciaba: Tio Agapito toca el pito y tía Flora la tambora…  O quizá, con aquella expresión hosca, quisiera meter miedo a esos niños y a otros mayores; porque el tío Agapito era de los pocos en el pueblo que tenía árboles que daban peros, ciruelas y melocotones que los niños y jovenzuelos le robaban cuando aún estaban duros como piedras, como las piedras que el hombre les tiraba con saña y riesgo de descalabro cuando se acercaban al huerto y el aguacil se había escondido en la oscuridad antes de que llegaran, harto ya de que le robaran la fruta.
Quizá por eso los niños, en injusta reciprocidad, en cuanto la corneta rompía el silencio de las plácidas mañanas del pueblo, se apostaban en cualquier esquina y le cantaban: Tío Agapito toca el pito y tía Flora la tambora… y corrían a esconderse por si acaso, aunque en aquellas ocasiones el tío Agapito sólo se defendiera con amenazas e improperios.
Era el tío Agapito un maestro echando pregones, siempre anunciados y rematados con un toque de turuta. De orden del Sr. Alcalde se hace saber: que al anochecer vayan todos los hombres a la Casa de Concejo para tratar del arreglo de La Carrera de los Gallos. También ejercía de pregonero de la Hermandad de Agricultores y Ganaderos sin que la redacción del pregón variara mucho. De orden del Sr. Presidente de la Hermandad se hace saber: que el día 17 de este mes quedarán sueltos los rastrojos y que hasta esa fecha nadie sea osao de meter ovejas ni cabras ni burros en ninguna tierra bajo multa de mil pesetas. Otras veces, el pregonero hacía  de policía municipal y se presentaba en cualquier casa, empujaba la puerta y, sin entrar, siempre sin entrar, preguntaba: “¿Está el amo? No, anda en el huerto, decía la mujer. ¿Qué le quieres? Que a la noche vaya al Ayuntamiento, que le llama el Alcalde. ¿Y qué le quiere? Eso ya se lo dirán allí,  respondía invariablemente el tío Agapito. Y lo mismo contestaba si alguna vecina salía a la puerta un segundo después de que la voz del pregonero hubiera terminado de vocear su pregón y la turuta hubiera cesado en su soniquete e, inocentemente, le preguntaba: ¿Qué pregonas, Agapito? Y el alguacil respondía: Ya se pasó. Tendrás que esperarte a la siguiente. Y se iba sin despedirse. Quizá por eso le cantaban.


NOTA: Sirva este relato de homenaje a este y todos los pregoneros de nuestros pueblos, que, en aras de eso que llaman progreso, fueron sustituidos por un frío e insensible papel pinchado en un corcho dentro de un cajetín de aluminio y metacrilato.

domingo, 1 de octubre de 2017

HACERSE VIEJO



A Braulio esto de la vejez le ha pillado por sorpresa. Ha trabajado toda la vida viendo sucederse los días y los meses sin darse cuenta, siempre pendiente de los ciclos de la naturaleza. Después del verano, recogido el heno y el pan, echaba la leña y se preparaba para la sementera del otoño. En invierno podaba los bardos y hacía las regaderas en los prados. Algún día soleado iba al molino y, si nevaba, aprovechaba para los arreglos en casa. Luego, estercolaba y disponía lo necesario para la siembra de los huertos. Y cuando las vacas se iban a la dehesa, por el veinte de mayo, acababa con la siembra de las patatas y preparaba la guadaña, que los prados de secano no esperaban más allá de San Juan. Así había sido siempre, salvo cuando se iba a Extremadura en los meses de invierno. Y de pronto, hizo los sesenta y cinco y los hijos, que no el cuerpo, empezaron a marearle con lo del cobrado, que le volvían loco un día sí y otro también. Que las vendas, padre, que ya no te hace falta, que ahora ya te lo dan y, además, nosotros no pensamos jodernos las vacaciones segando y haciendo armeales; que nosotros también necesitamos descansar, que en Madrid no lo regalan y que nos levantamos todos los días de madrugada y el mesecillo de vacaciones lo necesitamos para otras cosas. Así que Braulio, harto de oírles, vendió las vacas y el burrillo y se quedó sólo un par de cabras y con las gallinas, que de esas los hijos no dijeron nada, quizá porque no comían heno y porque les gustaba la tortilla casera y no esa medio descolorida que les dan en Madrid.
            Entonces Braulio se sintió viejo sin haberlo notado antes. Y quizá no se hubiera dado cuanta tan pronto si la mujer no le hubiera apuntado a uno de esos viajes que llaman del Inserso. Fue cuando la boda del nieto, en los últimos días de setiembre. Aprovechando el desplazamiento a Madrid, la hija los llevó a una agencia y contrataron un viaje para muchos meses después, allá por la primavera. Braulio no dijo que no porque conocía las ganas que tenía la mujer de montar en avión; y él también, aunque se lo callara. Y además, de aquí a marzo podrían ocurrir muchas cosas, incluso que él se muriera. Y no era cuestión de quitarles la ilusión a la mujer y a los hijos que con esto del viaje mostraban mucho más entusiasmo que con los trabajos del pueblo. Y, además, según decían ellos, el viaje no era caro porque lo subvencionaba no sé quién.
            Pero marzo llegó y a las cinco de la mañana,  Braulio y la mujer ya estaban con el grupo de viejos en el aeropuerto, aunque el avión no salía hasta las siete y media. Pero como  a ninguno de los dos les ha importado madrugar y tenían mucho que ver, no les molestó la espera. Así fue como Braulio hizo su primer viaje en grupo y, procurando agruparse lo menos posible, pasó los ocho días y siete noches y regresó al pueblo no mucho más moreno de lo que se había ido porque el viejo tiene la piel bastante cetrina pues el aire de la sierra la curte tanto como el del mar.
            Cuando, de regreso en el pueblo, salió por la mañana con las dos cabrillas a la plaza, su amigo Ambrosio, nada más verle, le preguntó por el viaje.
—Coño, Braulio, has vuelto y no digo yo que hayas echao muchos kilos, pero sí alguno. Eso quiere decir que te han dao bien de comer y de beber. Y todo por cuatro reales, que dicen algunos que estos viajes salen más baratos que quedarse en casa.
Braulio podría haberle contado muchas cosas, pero hombre irónico y socarrón como es, optó por darle al viaje un cierto aire humorístico que, la verdad sea dicha, hasta aquel momento no se le había ocurrido.
—Hombre, pues el viaje bien, la verdad. Aunque algunos se quejen sin razón; o con ella, que para gustos están los colores.
— ¿Y de qué se quejan? Si puede saberse…

—Pues de muchas cosas.  Que si para viajar te tienes que levantar a las cuatro de la mañana porque hay que estar en el aeropuerto dos horas antes de embarcar; pues te levantas, que seguro que no nos levantamos a esa hora desde que dormíamos con la pastoría y teníamos que mudar la red entre la noche para estercolar la tierra. Que si cuando llegas al hotel el primer día, a eso de las nueve y poco, una muchacha muy maja te dice que las habitaciones no estarán disponibles hasta la una y media; pues nada hombre. Te das un paseíto y admiras el mar, que seguro que hace tiempo que no lo haces. Que si al día siguiente te reúnen para venderte unas excursiones que doblan el precio del viaje; pues no las cojas. Y que si en medio de la reunión, uno de los viajeros se puso a hablar a gritos por el teléfono móvil; pues te aguantas que, como dijo otro, no todos pudimos ir a un colegio de pago. Y yo creo que no lo decía por mí, que ya sabes que dejé la escuela a los doce años. Que si te sacan de excursión en un autobús de dos pisos y te tienen todo el día subiendo y bajando; pues bien que hacen, que, como dijo uno, algunos en Madrid no se mueven lo que son de largos. Cogen el autobús a la puerta de casa y se bajan delantito del hogar, que con eso del abono a doce euros no dan un paso. Y no digamos si en el hotel meten a muchos más de los que caben y tienes que hacer cola para comer y cenar y sentarte cada día con uno. Que nos hemos acostumbrado a lo bueno y no nos damos cuenta de que nos lo dan limpio y guisado y, aunque lo tengas que coger tú y aguantar los empujones de los más impacientes, es mucho mejor eso que tener que comprarlo y que lo prepare la mujer. Y lo de sentarse con otros, pues tampoco viene mal, que si es cierto que nos volvemos como niños, pues tendremos que hacer lo que hacen los niños que no es otra cosa que buscar amigos en cuanto los dejas solos. Y si los amigos son de lejos, pues mejor, más aprendemos.    En estas andan cuando llega Felipe, el más chico de los quintos de Braulio, que va de cabrero. Viene con el morral y la garrota seguido de un perrillo blanco que caracolea delante con ganas de jugar. Nada más verle, le dice:
—Coño, Braulio, qué buena pinta traes y qué ganas tengo de que llegue diciembre para cumplir los años.
—Bueno, bueno, tú no tengas mucha prisa.

viernes, 9 de junio de 2017

VÍRGENES MOSTRENCAS





En cuanto que el compañero empezó a hablar de la sequía y pronunció el nombre del cura, Braulio aguzó el oído. Estaban tumbados sobre una lancha, en la linde de los dos pueblos, cuidando sendos rebaños, uno de cabras y otro de ovejas, que pacían tranquilos, cada uno en su careo. El hombre, algo mayor que Braulio, llevaba ya un buen rato hablando de la sequía que torturaba al campo y a los campesinos. Y, aunque no era de allí, había ido nombrando una a una las fuentes que tan bien conocía Braulio y que ahora, o estaban secas o manaban tan poco que apenas humedecían los juncos que revelaban su presencia. Lo mismo dijo de la garganta y del arroyo de Los Nijares, que apenas corrían. Y luego contó lo de La Virgen de su pueblo, que a Braulio sólo le sorprendió al final porque en el suyo también era costumbre que, si la sequía se prolongaba, sacaran la imagen de La Virgen de La Portería para recorrer las afueras del pueblo en procesión solemne, con el cura al frente, entre cantos que pedían agua. Braulio aún recuerda alguna letra y eso que no comparte ciertas estrofas, sobre todo por esa predisposición que tienen los campesinos para culparse de las cosas que no pueden controlar. Y como sin darse cuenta, se pone a recitar por lo bajo, tan bajo que el otro no interrumpe su discurso.

Agua te pedimos
Soberana Madre.
Agua te pedimos
Que los campos bañe.
Agua, Señora y más agua
 te piden los labradores,
 que se les secan los campos
 con los aires y calores.
Los campos nos piden agua.
El cielo ya está nublado
Y no la dejan caer
Nuestras culpas y pecados.



Braulio recuerda perfectamente que unas veces llovía y otras no e, incluso, recuerda haber oído contar a su madre que, en cierta ocasión, casi no tuvieron tiempo de devolver la imagen a la iglesia porque antes de terminar el recorrido les cayó una buena tromba. Braulio recuerda también que, la última vez que sacaron la imagen, fue el cura, que debía de tener prisa, el que puso fin a un recorrido breve con un comentario que dejó algo confusos a los asistentes: “Vámonos ya, que lloverá si tiene que llover”. En la comarca del pueblo del compañero, según contaba, habían padecido una sequía muy prolongada y todos los pueblos, unos antes y otros después, habían sacado sus imágenes sin que hubiera caído una gota, por lo que decidieron juntarse todos en una sola procesión y sacar la de La Virgen de La Villa, el pueblo más grande de la comarca, donde se agrupaban todos los servicios. A Braulio no le costó imaginar cómo sería el pueblo porque ellos estaban en la misma situación: varios núcleos poco poblados que no tenían más remedio que surtirse de comida y de todo lo necesario en Piedrahíta o en El Barco, los pueblos donde se aglutinaban los comercios, las ferreterías y los bares.

Así que —siguió contando el hombre—después de hablarlo los alcaldes, una mañana clara se juntaron los de todos los pueblos y, unos andando y otros en caballerías, se presentaron en la puerta de la iglesia del pueblo grande para pedir a La Virgen que les trajera agua. Y la trajo, porque, esta vez sí, antes de que terminara el acto llovió y llovió tanto, que muchos de los asistentes llegaron a sus casas hechos una sopa y los de los pueblos tuvieron que refugiarse en los soportales de la plaza y retrasar el regreso hasta que amainó. Aunque ninguno de ellos se quejó porque el agua fue mucha y muy bien caída. Por eso no extrañó a nadie que, en el camino de regreso al pueblo, uno de los asistentes, que no había abierto la boca durante el largo trecho de vuelta, dijera como para sí, pero bien alto para que lo oyeran los otros:

—Esta sí que es una Virgen y no las mostrencas que tenemos en los pueblos nuestros.

viernes, 26 de mayo de 2017

PASTORES FUIMOS, PASTORES SOMOS





Quien esto escribe no ha corrido nunca un cross, pero ha corrido mucho por estas tierras. Ha sudado en ellas y ha sentido la misma fatiga que puedas sentir tú hoy. Estas tierras privilegiadas, dotadas por la Naturaleza de una belleza extraordinaria y por la Administración de un abandono también extraordinario, ahora tan vacías, estuvieron no hace muchos años llenas de todo, pero, sobre todo, llenas de vida.  Estas tierras, que formaron parte del alfoz de la sierra del señorío de Corneja, pasaron a los pueblos a finales del XIX, cuando la desamortización de Pascual Madoz.
Si la fatiga te lo permite, levanta la vista y mira; porque, además de disfrutar de un paisaje bello como pocos, has de saber que tu presencia en esta carrera es de importancia capital para que estos pueblos continúen vivos.
                Saldrás de Horcajo por la carretera, entre huertos y eras, ahora solitarias. Pronto tomarás a la izquierda el antiguo camino de El Cerro, camino de cabras que ha intentado sin mucha fortuna arreglar algún Organismo de la Junta. Por aquí bajaban por la mañana las vacas que venían a trillar a las eras que has dejada más abajo y regresaban, cansadas pero rápidas, por la tarde para reunirse con las crías que las esperaban en la dehesa, ansiosas de leche. Cuando llegues al alto, tiende la vista tu derecha y, sin perder mucho tiempo, ya sabes que estás compitiendo, mira el azul de Gredos sobre el manto blanco que bordea los picos. Pocos miradores como este: la sierra al fondo, el río y los pinares en el valle y entre el verdor serrano, los pueblos de Zapardiel y Navalperal. Si tuvieras tiempo, te mostraría la piedra que nos recuerda la muerte de un hombre fulminado por un rayo cuando se dirigía a ver la novia en el precioso pueblo de Navasequilla que tienes ya a  tiro de piedra enfrente de tus ojos.
                Antes de llegar de nuevo a la carretera, tomarás un camino a la izquierda, por detrás del camposanto. Ahora pisas tierras centeneras, las de La Nava. Aquí durmieron muchas noches hombres y mozos de Horcajo al lado de rebaños que no tenían más misión entonces que la de estercolar estas tierras que daban un centeno abundante y necesario y que hoy son pasto del pasto.

                Cuando dejes las tierras, pasarás por el depósito del agua de Navasequilla, elemento de modernidad reciente, y enfilarás una pista que, siempre hacia arriba, te llevará hasta El Pasil, antiguo cruce de caminos en lo más alto de la sierra. Toma el de la derecha, antiguo camino de la dehesa, y sigue subiendo hasta llegar a la pared. Notarás que has dejado el camino y que, como el poeta, haces camino al correr. Mira cómo ha cambiado el paisaje ahora; la altura apenas permite el arbolado, excepto los pinos sembrados por la mano del hombre no hace muchos años; los prados son ahora de duro cervuno y el agua es limpia y cristalina, pero tan fría que corta como el filo de una navaja.
                Cuando pases la puerta de la pared, que encontrarás abierta, habrás entrado en Las Cañadas, parte del proindiviso que forma la C.B. “Dehesas de Horcajo”. El camino, ahora mucho menos costoso, discurre entre regajos de cervuno y calabones. Has de saber que los topónimos que nombran estos lugares no pueden ser más bellos, además de certeros: el regajo de Los Cachorros, el Risco de la Tarayuela, en su origen Atalayuela, diminutivo de atalaya, nombre de origen árabe, que indica, si no la presencia de aquellos en estos parajes hace más de mil años, sí la influencia que ejercieron en nuestra lengua de hoy. La fuente de El Arrecío, donde podrás refrescarte, nos induce a pensar que alguien murió de frío en estos parajes tan poco acogedores. Aunque no vas a llegar a ella, no resisto la tentación de nombrar la fuente de Vacía Zurrones, cuyo topónimo lo dice todo. Cuántos morrales se vaciarían en esa fuente del término de Santiago cuando el camino a Piedrahíta era la única manera de comprar los enseres de primera necesidad. El Cervunal de la Pozas –si puedes mira, aunque sea de reojo, su agua límpida a veces coronada de campanitas blancas- y el Cervunal Jondillo (Hondillo) te llevarán hasta el baldío de Navasequilla, en cuyo chozo encontrarás el primer avituallamiento. Corres ahora con  los calabonares de Lo Llano del Ruyo a tu izquierda y las montañas de Gredos al fondo. Dejarás a la derecha el Cuarto de los Regueros de Horcajo. Un cuarto para los campesinos, además de la cuarta parte de algo, tenía otro significado, referido a la posibilidad de sembrar sus cercas centeneras cada cuatro años, que aquí siempre eran menos. Ahora corres por fuera de la pared, atravesando un terreno que se quemó hace unos cincuenta años y donde la solidaridad de los dos pueblos quedó patente una vez más: gentes de ambos lugares lucharon como jabatos para evitar un desastre de proporciones terribles.

                Ahora, de bajada dejarás a la derecha las dehesas de Abajo de ambos núcleos; la pista es de tierra y la pendiente favorece la carrera. Al fondo, otra vez el pueblo de Navasequilla, cada vez más cercano. Cruzas la garganta por un pontón de tierra, subes una pequeña pendiente y entras en el lugar por una calle angosta bordeada de bellas casas de piedra, exponentes naturales de la arquitectura rural serrana. Llegas a la plaza, donde podrás avituallarte por segunda vez. Mientras te refrescas con el agua de su bello pilón de piedra, mira a tu izquierda: la cara norte de Gredos se muestra en todo su esplendor. Estás, quizá en el mirador más privilegiado de la zona. Reanuda la marcha, sube la cuesta, pasa el bar, como tantas cosas en estos pueblos, obra de la voluntad de los vecinos, vuelve a pasar el cementerio y enfila a la derecha por una vereda apenas visible. Cuando alcances el alto, tendrás oportunidad de percibir una vista de Horcajo poco habitual: un pueblo de montaña que, desde esta perspectiva insólita, aparece ahora acunado en un valle imaginario. Al fondo El Frontón, El Vallejo y Los Collados conforman un cinturón que envuelve un paisaje donde el arbolado, especialmente el roble y el sauce, han vuelta a aparecer.
                El camino, que más parece trocha, es ahora de bajada hasta los prados del Umbriazo y desde aquí, también. A partir del Tejaízo, el camino mejora: ahora es una pista ancha y cómoda y la presencia del pueblo cuya iglesia vas a distinguir apenas alcances el huerto del Duque, animará tu marcha, que ya toca a su fin.
                Entrarás en el pueblo por El Pozo y en pocos minutos llegarás a la plaza donde la organización habrá situado la meta. No sé cuál será tu puesto ni a ti debería importarte. El premio lo has obtenido ya participando en una carrera como esta, disfrutando de unos paisajes como estos, pero, sobre todo, el premio se lo has dado tú con tu presencia a estos cientos de gentes que te jalean porque saben que tu esfuerzo, que el sudor que ha regado el camino, no ha sido estéril. Saben que, en este caso, lo importante no era ganar, sino participar. Por eso te aplauden y te quieren. Gracias por venir a esta tierra.

NOTA: Este es el texto que escribí para el I Cross de los Pastores hace dos años.   El próximo 29 de julio se celebra la tercera edición. Sirva este pequeño relato para animaros a visitarnos ese día.

viernes, 7 de abril de 2017

EL TÍO PERRENDA


 —Juan Perrenda soy, tengo veinte ovejas de vientre, todas desempeñás y el que tenga guevos que entre, que soy el pegó al cura.
Algunos dicen que la enemistad venía de lejos; que el tío Perrenda se la tenía jurada al cura desde el día que le paró a la puerta de la iglesia cuando regresaba de La Aljóndiga, con una carguilla de heno, un domingo antes de misa.
— ¿No sabe usted, Sr. Juan, que los domingos no se puede trabajar?— le preguntó el cura. Y sin esperar la respuesta, continuó: —Nos pasamos la semana al resolano y luego tenemos que aprovechar el domingo—. Y se metió en la iglesia.
—Será el que no lo necesite, que usté ya tiene asistías todas las vacas— refunfuñó por lo bajo el tío Juan.
     Pero no fue eso lo que más le molestó. Lo que le jodió de verdad fue que lo echara en el sermón, delante de todo el pueblo. Y lo que dijo: “Que algunos no se acordaban de que había que trabajar durante la semana, por ejemplo, traer el heno para las vacas, y tenían que hacerlo el domingo, cuando la Santa Madre Iglesia lo prohibía”. Y como muchos estaban ya a la puerta cuando él pasó con el burrillo, todos supieron sin ninguna duda a quién se refería el cura. Y ahí se quedó la cosa. Pero desde aquel día, el tío Perrenda procuró llegar el último a la iglesia y salir de los primeros. Se colocaba atrás, en la cómoda penumbra de la tribuna y ni siquiera se quedaba luego en el cementerio de conversación, como hacían los otros.

            Lo del bonete fue más bien cosa de la fatalidad. Porque fatalidad fue que el cura y el tío Perrenda se encontraran cuando este último regresaba, algo achispado, eso sí, de las regaderas de la dehesa boyal, que se hacían una vez al año. De cada casa iba el que podía. Si había hombre, iba el hombre y, si no, la mujer o los muchachos, que, una vez allí, ya se encargaría alguien de dirigir el trabajo y de mandar a cado uno al sitio adecuado: los hombres a cerrar los portillos y levantar las piedras de las paredes, las mujeres a aclarar las regaderas y los muchachos a deshacer las boñigas. Y como el tío Perrenda era el hombre de su casa, afiló con mimo el calabozo en la piedra del pilón, dispuesto a dar buena cuenta de los espinos y las escobas, que tampoco era cuestión de llevar una herramienta de más peso, que no era el Sr. Juan hombre de gran envergadura, sino más bien al revés: corto de estatura y enjuto de cuerpo.
     En la dehesa se echaba el día entero y se comía alrededor del chozo, cada uno de lo suyo. El vino lo ponía la comisión y esa fue la perdición del tío Perrenda. Porque, a media mañana, dijo Basilio que ya era hora de echar un trago; y lo echaron y, un rato después, repitieron. Porque el vino, que era de El Valle, estaba muy bueno y, además era gratis. Así que no echaron un trago, sino varios y cuando se sentaron a comer, el vaso, que iba de mano en mano, se paró más veces de las convenientes en la del tío Perrenda. Sobre las cinco dejaron el trabajo y el tío Juan desató el burrillo, montó con dificultad y enfiló la calleja haciendo equilibrios encima del animal. Cuando, desde los cercados de tía Jeroma, divisó la sombra negra del cura, que subía por La Portillera, algo se revolvió en su interior. Mira, el de la carga, pensó, sabiendo que el tropiezo sería inevitable. Cuando se encontraron, el Sr. Juan acercó el burrillo a la figura negra e intentó decir algo, pero la lengua se le trabó y sólo acertó a musitar algo así como: “Hoy no es mingo y los que trabjamos, tabjamos”. Y levantó el calabozo por encima del hombro para mantener el equilibrio. El cura debió de interpretar otra cosa, porque saltó hacia atrás, como si el viejo fuera una tentación. El tío Perrenda bajó la herramienta y, algo envalentonado por el vino, azuzó al burro, repitió que hoy no era domingo y, con un escorzo impropio de la edad y del estado en el que se encontraba, arrancó de un manotazo el bonete que el sacerdote llevaba en la cabeza, como muestra de su cargo y para protegerse del sol. El cura, mucho más joven, reaccionó rápidamente y, para evitar males mayores, arrebató al tío Perrenda el calabozo que este alzaba en el aire sin ningún control. Y allí se quedaron los dos, con los papeles cambiados: el tío Perrenda con el bonete en la mano, farfullando por lo bajo y el cura sujetando una herramienta que a él le parecía un arma.

—Sr. Juan, deme usted el bonete—dijo entonces el sacerdote sin levantar mucho la voz y con tono conciliador.

—Dame tú a mí el calabozo— replicó a gritos el tío Juan con voz entrecortada.

Así estuvieron un rato, repitiendo el mismo son, en un tono más alto cada vez; y así hubieran continuado, en un imprevisible final, si no hubieran ido llegando los que venían detrás, que se paraban a una distancia prudente asombrados por aquella situación equívoca: un viejo que arrugaba con saña el gorro de un cura y un sacerdote que intentaba esconder una herramienta detrás de la sotana.  El primero en intervenir fue Juan Mediero, que se acercó al burrillo del tío Juan, que ya daba ciertas muestras de nerviosismo, lo tranquilizó, retiró el arrugado bonete de las manos del viejo, lo estiró un poco encima de los zajones y se lo devolvió al cura, quien, mansamente, le entregó el calabozo, con el ruego de que no se lo diera al tío Perrenda por si acaso. El Mediero, que se había ido deshaciendo de los otros con un leve gesto de la mano, aseguró al tío Perrenda en la albarda, cogió el burrillo del rabero y emprendió la marcha hacia el pueblo. Cuando llegaron, acompañó al viejo a la casilla, le ayudó a atalantar al burro y lo escoltó hasta la vivienda, en cuya puerta se habían congregado ya algunos vecinos, sabedores del incidente con el cura.
     El tío Juan, pasó entre ellos con la cabeza alta, haciendo alguna que otra ese, empujó la puerta, la cerró con la escasa pujanza que le permitían sus fuerzas, se sentó en el poyo, descansó la frente en el puño y allí se quedó, en actitud reflexiva. Lo de Juan Perrenda soy… vino después, cuando el Sr. Juan ya estaba harto de oír por lo alto de la pared del corral a los que pasaban que aquella era la casa del que pegó al cura; y aunque él sabía que no era cierto, también sabía que en los pueblos las cosas no son como son, sino como se cuentan. Por eso añadió lo de las ovejas. Y, alguna que otra vez, lo de los huevos. Porque en su fuero interno, no sabía muy bien por qué, no se sentía mal con la confusión.

viernes, 24 de marzo de 2017

LA MOZA QUE ESCRIBÍA CARTAS DE AMOR


En aquel pueblo, colgado en la ladera de la sierra, casi todos los habitantes se dedicaban al pastoreo. Los pastos eran ricos y abundantes y alimentaban a un buen número de ovejas y vacas; los veranos eran cálidos, los prados se mantenían verdes hasta bien entrado el mes de julio y los campos estaban siempre llenos de gente afanosa que cantaba y reía. Por el contrario, los inviernos eran fríos y duros. Nevaba tanto que muchas veces los caminos se volvían intransitables y el ganado no podía salir de las cuadras; la carretera se cerraba y los habitantes del pueblo se quedaban incomunicados y no tenían más remedio que guarecerse en la cocina, al arrimo de la lumbre.

Por eso muchos hombres se veían obligados a abandonar el pueblo en estos meses duros de frío y hielo para buscarse la vida en sitios más cálidos, como el abuelo Goyo, temporero de los de verano en el pueblo e invierno en Extremadura, que emprendía el camino, con la escusa por delante, en cuanto las primeras nieves pintaban de blanco los picachos de la sierra. A pie, como se viajaba entonces; acompañado de otros pastores en su misma situación, durmiendo al amparo de las paredes y rezando para que el tiempo les diera una semana de respiro hasta llegar a la dehesa. 

El abuelo Goyo, que disfrutaba de una numerosa descendencia de hijas, seis, solía llevarse con él a una de las más jóvenes. La muchacha viajaba por otros medios. En los coches de línea hasta Béjar y luego en el tren; y si había que dormir en el camino, se buscaba alguna casa conocida y allí se quedaba. En la finca, sus ocupaciones serían las propias de las mujeres de entonces: la comida, la ropa y el cuidado y limpieza del pobre chozo. No se aburría porque era joven y siempre encontraba algo que agradecer a la vida. Unas veces eran los jornales que solían salir cuando apuntaba la primavera, sembrando garbanzos o escardando el trigo, que en aquellos menesteres las mozas serranas eran expertas; otras era el propio devenir de la finca, como el día en que Agustín quiso comprobar de manera práctica el funcionamiento de uno de aquellos acordeones que repetían su canción sólo con empujar las tapas que albergaban el fuelle. Y no se le ocurrió otra cosa que pinchar el cartón para ver lo que había dentro, con lo que descubrió el mecanismo, pero acabó con la música.

La dehesa era como un pequeño mundo, una aldea global. Un grupo de gente que no tenía más remedio que relacionarse, que no podía vivir en soledad porque dependían unos de otros. Aunque se llevaran como el perro y el gato, aunque discutieran por nimiedades, como Agustín y Constantino, que aún siendo ambos de La Zarza, andaban siempre tirándose los trastos por los careos. Por si uno estaba pegado a la carretera o a la hoja, por si era más o menos abundante o por si el ganado se guardaba mejor o peor…
Dependían unos de otros como dependían del ciego los mozos del cuento El ciego de La Vega, de Julio Llamazares, quizá el escritor que más y mejor se ha ocupado de la vida rural en los últimos años; y, sobre todo, del cambio que se ha producido en los pueblos de Castilla a raíz de la emigración masiva de los años sesenta. Escribe julio Llamazares que el ciego de La Vega en su juventud, cuando se iba de fiesta con los jóvenes del pueblo a alguna localidad vecina, a media tarde, por caminos de pastores y trochas fragosas, para no quedarse rezagado, se agarraba a los mozos que le acompañaban. Pero cuando regresaban de madrugada, si la noche era oscura, eran los mozos los que se agarraban a él. Porque a él le daba igual que hubiera luz o no. 
En la dehesa había tres mocitas, pero sólo la serrana sabía leer, por lo que las otras dos pronto le pidieron que les leyera las cartas que recibían de sus novios que venían de lejos, de la misma África, lugar remotísimo y misterioso donde servían a la patria. Y luego, que escribiera las respuestas; porque no tenían más remedio que confiar la intimidad de sus sentimientos a la única que podía interpretar lo que decían las misivas, .
El hecho de que la mocita pudiera interpretar los símbolos de un papel les parecía maravilloso, casi mágico; tan mágico como que aquel sobre hubiera podido recorrer un camino tan largo sin extraviarse y hubiera pasado por tantas manos hasta llegar a las suyas. A las frágiles manos de aquella joven que leía con voz chispeante, a veces entrecortada porque la caligrafía de los escribientes requería de cierto sosiego. La moza serrana hubiera preferido leer y escribir sólo buenas noticias, pero garabateaba lo que le dictaban, y, aunque no conocía a los destinatarios ni era probable que llegaran antes de que ella se fuera, siempre añadía de su cosecha: “recuerdos de la que escribe”. Y cuando leía la respuesta, siempre encontraba escrito: "recuerdos para la que lee".
 Y en ese acto de contar que había llegado la primavera, que habían vendido los borregos o que habían ido a Coria, a la feria o el incidente del acordeón, encontraba la mujer la misma razón para vivir allí que en el hecho de hacer la comida o de lavar la ropa.

viernes, 17 de febrero de 2017

PASEAR





Pasear, ya no se pasea. Ahora se anda, se camina. Vamos a caminar, dicen los veraneantes de pantalón corto y gorra de visera. Y se cogen un garrote, cuando más alto mejor, se calzan unas zapatillas de colorines y emprenden la marcha como si no tuvieran que regresar, siempre por el mismo sitio, siempre pisando el mismo suelo; unos detrás de otros, sin hablar, casi a paso ligero, intentando robarle al tiempo unos días más de vida.

            A mí, lo que me gusta es pasear. Salir del pueblo por cualquier calle, andando despacito y recreándome en el paisaje. Que trabaje la vista y que trabaje la cabeza, aunque no trabajen mucho las piernas. Tender la mirada a lo lejos y dejar que vuele el pensamiento. Mirar más que ver. Sentir, más que sudar.

Me gusta pasear por el pueblo porque es como regresar a la infancia. A veces pienso que lo utilizo como un recurso para entender este mundo cambiante. Otras, sin embargo, creo que lo que de verdad hago es usarlo como analgésico o, quizá, como tranquilizante. Porque salir al campo es como estrenar el mundo cada mañana, decía Delibes.

Hoy he salido por El Pozo. Entre los álamos se oyen las voces de los muchachos, hartos de pan y hambrientos de vida, corriendo detrás de un balón. Ahí es donde mejor están, pienso; lejos de prados y de trillos; de cabras y de siegas. Miro Las Aljóndigas, un recuerdo en cada rincón. Las paredes escondidas bajo los bardos cada vez más grandes que pronto cubrirán los prados. Me veo acostado al abrigo de una pared esperando a que amanezca para empezar a segar una hierba que ahora no es más que cardos y espinos. Siento el sudor que empapa mi frente y veo a Ángel, El Topo, que arrea un burrillo con una carga de trigo. Sonrío al recordar la oferta: “Si quieres yo te llevo la carga a la era y tú terminas de segar esto”. Pero no hubo trato. “Tú a lo tuyo y yo a lo mío”. Así que él siguió detrás del burro y yo continué asido al astil de la guadaña segando a duras penas un prado que en lugar de menguar, crecía.

            Veo La Aljóndiga de tío Bicha, el heno extendido en todo el prado, ya casi seco; y veo el humo que sale de debajo del roble donde tía Fausta ha hecho la lumbre para cocer la olla que se comerán los heneros. Porque entonces las cosas eran así. No había leyes que nos prohibieran hacer fuego en el campo porque no hacían falta. Porque había agua en todas las regaderas y porque los huertos estaban arados y sembrados; y los prados segados y los lindones pacíos… Y tengo que parar porque, aunque yo no creo que cualquier tiempo pasado fuera mejor, siento como si un sentimiento de añoranza embargara mi mente.

Miro la pared del camposanto, domicilio eterno de tantos que fueron y ya no son y una sonrisa leve se dibuja en mi cara. Desde aquí, desde esta misma pared, increpaba a voces tío Porro a mi padre porque veía que el burro estaba paciendo tranquilamente en un regajillo de La Puentecilla, que se tiende bella y serena al sol de la tarde. Saca el burro de lo mío —decía—, que tú tienes mucho argullo, pero muy poco dinero. Y veo a mi padre correr, voceando al animal, aunque solo fuera para que dejara de hacerlo el otro, agarrarle del rabero y atarle a un roble.

Así, entre recuerdos que me trasladan a la juventud, voy recorriendo un camino que ahora ha perdido su función principal. Así, mirando más que viendo, sintiendo más que andando, cuando me doy cuenta he llegado a El Vallejo. Tiendo la vista hacia el sur y veo el pueblo que se enmarca entre los álamos secos mimetizado en el pasto y los zarzales de lo que antes fueron huertos verdes bien cultivados. A lejos, en el puertecillo que rodea la carretera, la ermita se dibuja en el horizonte con su paredes blancas.