lunes, 17 de diciembre de 2012

LA CABRA NEGRA


No es que a Braulio le guste especialmente ir al molino; y, menos aún, al de Las Chorreras. La poca agua que baja de la garganta en otoño convierte la molienda en una tarea sin fin. Todo el santo día para moler cuatro granos de trigo. Eso sí, los molineros son gente agradable, siempre dispuestos a compartir un trozo de tasajo y un trago de vino, si se tercia.

 El camino hasta la ermita transcurre por la carretera que sube a Navasequilla y desde allí, desviándose a la derecha en la misma ermita, se convierte en una vereda angosta, llena de piedras y calabones que dificultan el paso de cualquier caballería. Desde el prado de Paná hay que andar con ojo, porque un resbalón o un mal paso del animal pueden terminar con el costal en el arroyo. Y entonces, adiós burro y adiós grano. Por eso hay gente que agarra el burro del rabero y no lo suelta hasta pasar la garganta. Sin embargo, Braulio piensa que es mejor dejar que el animal se las apañe solo, sin arrearle, dejándole libertad para que busque el paso más conveniente.

La vista es impresionante: abajo, Zapardiel, con su torre irguiéndose soberana sobre las casas arracimadas en torno a la plaza, en uno de cuyos frentes negrean las verjas de una casa blanca, grande, que llaman de los Caselles; más allá, las eras, aún amarillentas y, detrás, el robledal y los cerros pelados que marcan el camino hacia Ortigosa. A la derecha, el río medio seco y a lo lejos, los picachos azulados de Gredos, Risco Redondo en primer término. Al fondo, los pinares y la carretera que dicen de Madrid.

El último trecho del camino se hace a través de una calzada de piedra hecha por las manos sabias de los hombres de antes, entre curvas y recodos,  con el molino acercándose y alejándose como si tuviera vida, siempre por debajo de los canchales de La Somaílla, entre subidas y descensos hasta alcanzar la morera que adorna la entrada del edificio.

El molino está abierto. Braulio da una voz, descarga y traba un extremo de la soga a una mano del burro y el otro a un rebollete, dejando el trozo de cuerda suficiente para que animal pueda comer sin que se enrede a se aleje demasiado. El molinero, que es algo teniente, saluda desde dentro cuando ve acercarse al hombre. Sobre la frente lleva unas gafas oscuras sujetas a la parte posterior de la cabeza con una goma, que le dan un aspecto extraño. Anda muy afanoso picando la piedra e indica al hombre que tendrá que esperar un rato hasta que acabe y pueda colocar en su sitio la inmensa mole redonda que pende de una grúa de madera como si fuera de juguete. Entonces se ocupará de su grano. Braulio sabe que estas cosas pasan y, aún puede ser peor, porque, a veces, el molino está cerrado y no hay más remedio que acercarse al pueblo, a casa de la madre, a ver qué pasa y si alguien puede venir a abrir. Resignado, sale al exterior y se sienta en una piedra dispuesto a liar un cigarro. No ha terminado el hombre de pasar la lengua por el papel cuando llegan hasta él las cabras de Navasequilla que ramonean en apacible careo entre los tomillos y las hierbas frescas de la regadera. Todas juntas, menos una, negra como la pez, que pasta a unos metros del rebaño, sola, como si estuviera enfadada con las otras. Extrañado, el hombre pregunta al cabrero, viejo y arrugado como él por los años y los aires de la sierra, cuál es la causa de la separación. “Esa es que es nueva, la compraron antier en Navalperal y hoy es el segundo día que viene a la cabrá. No sé, yo creo que anda algo triste, así que habrá que enseñarla para que haga buena junta con las otras”.

Braulio, que como es de rigor ha invitado a tabaco al vecino, acude a la voz del molinero, escupe la colilla, la pisa y se despide pensando en la cabra solitaria. Estas historias le dan siempre qué pensar. A veces, los animales tienen las mismas reacciones que las personas. O parecidas.
RHM
Diciembre2012