miércoles, 28 de julio de 2010

OLORES Y SABORES



A la cuñada le gustaba despotricar del pueblo. Aunque había vivido allí hasta después de casada, decía que en el pueblo no había de nada; no había costumbre de limpieza – higiene, explicaba-; se lavaban como los gatos y recalcaba que aún dormían con el orinal debajo de la cama. No como en Olivenza, donde ella vivía, que tenían un cuarto en el corral que llamaban privado y que cuando tenían ganas iban allí y hacían aguas mayores o menores en una especie de baño que tenía un agujero en el medio y echaban un cubo de agua y todo se iba por el boquete. Decía también que ni siquiera tenían cocinilla de gas, y que en su pueblo sólo encendían la lumbre cuando hacía frío, mientras que allí, venías en julio de hacer un armeal o de la era en agosto y tenías que encender la lumbre para hacer una tortilla o unas patatas con arroz.

Las mujeres del pueblo hacían como que la escuchaban y como que se interesaban por el asunto de la cocina y de los otros adelantos que tenía en su pueblo grande, y le contestaban que cómo iba a saber igual una olla de berzas hecha en el puchero, a la lumbre, que con esos inventos del diablo que seguro que la dejaban choncha. Luego, ya solas, la tachaban de tontiloca, marisabidilla y presumida, porque sabían bien que en su casa no había tanto como ella decía y sabían también que su marido, el Eufrasio, que había dejado las ovejas para colocarse de guarda en una dehesa y cobrar todos los meses, ganaba tan poco que tenían que agarrarse a lo que salía y que ella misma se había tenido que poner a servir en la casa de un rico del pueblo y que allí sería donde habría visto el privado – y decían privaaaado- y la cocinilla, en la casa de los amos, que los ricos ya se sabe y que por mucha agua que echaran, aquello tenía que oler; así se consolaban también ellas, que ya estaba bien de tanta presunción y de tanta tontería. Y que en el pueblo los establos del ganado estuvieran al lado de la vivienda no quería decir nada porque ya se sabe que lo de los animales no huele y, además, sirve para estercolar los huertos.

Pero a la mujer no se le olvidó lo de la cocina y cuando fue a Olivenza a llevar a la abuela, que la tenían a años, y la cuñada dijo que iba a hacerles un agua porque la anciana iba bastante mareada, se dio buena cuenta de que no encendió la lumbre, sino que levantó la tapadera de una especie de caja grande de latón pintado de blanco con ribetes azules, giró un botón que tenía en el frontal y de un redondel negro de la parte superior surgió una llama azul que calentó el agua en un pispás. Así que la mujer, que al fin y al cabo estaba en casa ajena, no tuvo más remedio que bajarse del burro y preguntar a la cuñada por la cocinilla. La otra, que algo presumidilla debía de ser, le dio todo tipo de detalles sobre el aparato y repitió muchas veces que si la compraba que tuviera mucho cuidado con el gas, que explotaba a la mínima y que tendría que agujerear la puerta de la cocina y la de la calle para que saliera en el caso de que hubiera un escape. Y le enseñó el habitáculo donde iba la botella y la cabeza, que tenía como una pestaña - una válvula, dijo la cuñada-, que había que cerrar siempre que no se cocinara.

La del pueblo pequeño se asustó un poco, pero pensó más en lo que ganaba que en lo que podría pasar y, además en su casa tenían la jornilla en las puertas para que entraran y salieran los gatos y la chimenea abierta y el marido se tiraba una buena parte de agosto echando leña y ella sudaba la gota gorda en verano, cuando lo primero que tenía que hacer nada más levantarse era encender la lumbre y lo mismo a mediodía y por la noche, aunque hiciera un calor de mil demonios. Así que, al regresar, mientras esperaba en El Barco a que se hiciera la hora para el coche de línea, fue a ver a uno que descendía de La Lastra, de los Folanas decían, y le pidió precio por la más chica que tuviera porque la cocina de la casa era muy pequeña. Y como vio al hombre dispuesto y el precio no la desarreglaba, la compró y a los pocos días se la llevaron y, aunque tuvieron que sacar la cantarera, la cocinilla quedó lista para el uso en la parte de atrás y la mujer, enterada de todo lo que necesitaba saber para guisar en ella. Y cuando, al verano siguiente, vino la cuñada y vio el utensilio, preguntó con cierto retintín si ella o el hombre habían notado alguna diferencia en el sabor de la comida y la mujer, con cierto orgullo, respondió que su marido decía que los guisos de puchero no sabían igual, pero que lo que perdía en el paladar lo ganaba en los brazos, que unas buenas cargas de leña se había ahorrado.
RHM
Julio 2010.