martes, 19 de noviembre de 2013

DIME CÓMO HABLAS...

   
 A Braulio le llama bastante la atención la manera que tienen los políticos de dirigirse a los ciudadanos. No sé si se habrán fijado en su forma de hablar. No sé si se habrán fijado en la solemnidad con la que adornan las simplezas más simples, las obviedades más obvias. El viejo piensa algunas veces que nuestros administradores deben de seguir un protocolo diseñado por algún asesor que piensa que los ciudadanos de a pie somos gente límite cercana a la idiotez a la que hay que hablar muy despacio, alargando las pausas, marcando las sílabas e intercalando silencios para que el mensaje vaya calando poco a poco. Además de mirar fijamente a la cámara para que creamos que lo que miran son nuestros ojos, deben engolar la voz, de manera que parezca que lo que están diciendo tiene una trascendencia vital para nosotros, aunque sea una patochada más grande que la catedral de Burgos; que muchas veces lo es.  Porque, deben de pensar, ellos y sus asesores, que si nos hablaran como el tendero de la esquina o el policía del barrio o el profesor de nuestra escuela, no nos enteraríamos de nada. Y no digamos si nos hablaran como los locutores de la radio o de la tele.
            Braulio se imagina muchas veces a cualquiera de ellos, a ese para el que todas las palabras son esdrújulas o a ese otro que se recrea en el vocablo como un torero en la plaza o a esos que se han ido, pero que están volviendo siempre… Braulio se imagina a cualquiera de estos en la plaza del pueblo, delante de un micrófono anunciando solemnemente: “Señores: como no puede ser de otra manera, la cabrada acaba de abandonar la plaza para iniciar su careo diario.” Y se descojona de la risa, que menos mal que está solo, que si no, alguno pensaría que la vejez se le nota ya también en la cabeza, pero por dentro.
            Y no es que Braulio se queje de lo que dicen ni de que tengan siempre soluciones para nuestros problemas antes de llegar al cargo o después de haberlo dejado. Es cómo lo dicen. Y Braulio saca la petaca como si fuera a liar un cigarro y extrae un papelillo cuidadosamente doblado, que despliega y alisa con la mano, en el que ha recogido con letra torpe y deslavazada algunas frases gloriosas de lo más granado de nuestra clase política. De antes y de ahora, que no es nueva la manera que tienen nuestros políticos de referirse a cuestiones ordinarias.

El hombre fija sus ojillos en el papel y, aunque no entiende lo que lee, imagina qué pasaría en el pueblo si los comisionados de la dehesa no pagaran a los socios porque han decidido realizar una congelación temporal de los dividendos del agro. O si, con el objetivo de que los vejetes como él redujeran sus visitas a la médica, propusieran un tique moderador sanitario. O si a los casos de divorcio, que ya los hay en el pueblo, se los denominara cese temporal de la convivencia. Y qué decir de los pastores que trashuman todos los otoños y primaveras de León o de La Meseta a Extremadura. ¿Ustedes se imaginan al mayoral del tío Regino comunicando al amo que "como es habitual en estas fechas, estamos prestos para realizar nuestra campaña de movilidad temporal? ¿Se imaginan la cara que pondría? Y eso que la movilidad bien temporal era, que se tiraban más tiempo fuera de casa que dentro. Y cómo sentaría que alguien llamara indemnización en diferido a la cueza que cobra Carolo por convertir en harina el excelente grano que tanto cuesta cosechar, que esa sí que es una indemnización innegociable, que el molinero mete el cacharro en el costal y saca lo que le parece. O si el Ayuntamiento colocara a dedo a unos cuantos lugareños y nos dijera que lo que ha hecho es una reestructuración del sector público. O si después del sopapo de la contribución, nos explicaran que se trata de un recargo temporal de solidaridad. Y qué pasaría si el guarda bajara el jornal de los pinos y nos comentara que no se trata de que cobren menos, sino de una desaceleración transitoria que origina un crecimiento negativo, que debe ser algo así como si los robles, en lugar de crecer hacia el cielo, lo hicieran hacia el interior de la tierra, aunque el de El Venero no cumpla este precepto, que cada año está más alto. Y, si en vez de a día por vaca, nos dijeran que ahora hay que guardar a día y medio y que eso no es un aumento sustancial de los días de guarduría sino una colaboración transitoria incrementada por la necesidad, ¿qué pasaría?
¿Que qué pasaría? Pues pasaría que pronto andaríamos a palos.
           
RHM
Noviembre 2013


miércoles, 6 de noviembre de 2013

TENDENCIAS

Braulio lleva ya un buen rato en la ermita, sentado sobre una piedra, al abrigo de la pared recién pintada, tan blanca, tan hermosa. Hubo un tiempo en que el pequeño edificio que se levanta sobre el collado tuvo categoría de parroquia mientras la iglesia del pueblo estuvo caída; después fue la ermita la que estuvo en ruinas. No quedaron en pie más que las cuatro paredes, sin más techo que el cielo ni más puerta que el aire;  el suelo se llenó de retejones y las ovejas entraban al recinto como Pedro por su casa. Mucha devoción, mucha devoción, pero hasta que no llegó el cura aquel que se hizo llamar padre, a nadie se le ocurrió arreglar el edificio y poner una puerta como Dios manda. Eso sí, a tanto por vecino. Por vecino y por medio vecino, que si los matrimonios pusieron cuatro, los viudos y solteros como él pusieron dos. ¡Qué tiempos aquellos! Entonces todo el mundo era gente de orden. Si había que arreglar la ermita a tanto por casa, se arreglaba; se lo quitaba uno de donde fuera y a otra cosa. Se ponía lo que había que poner y punto. Y nadie se negaba, incluso si andaba algo justo, que ya se ocuparía algún familiar de ponerlo por él de manera que no se le viera el culo.
            En aquellos tiempos, medita Braulio mientras se calienta la espalda sobre la requemada pared, todo estaba mucho más claro. La gente tenía ocupaciones que entendía todo el mundo: los pastores eran pastores y los amos, amos. Y a nadie le gustaba que le confundieran con otro ni que se mezclaran las cosas. Los vaqueros a las vacas y los porqueros a los guarros, que ya lo decían estos últimos. “Pastor de guarros te quiero ver, que de ovejas y cabras cualquiera es”. Y a mucho honra.
            No como ahora, que proliferan algunas profesiones como las moscas en verano: directores de tendencias, diseñadores de cualquier cosa, organizadores de eventos, expertos en moda, creadores de... Y eso por no hablar de esas revistas que su sobrina, la peluquera, llama del corazón y que al hombre le alteran el hígado. Porque Braulio siempre ha sido un hombre celoso de su intimidad y nunca ha entendido cómo hay gente que se presta a desvelar sus miserias más íntimas delante de una cámara de fotos o de televisión. Y, menos aún, cómo hay quien se aviene a participar en esa especie de circo que montan en la tele siete u ocho personas que se dicen periodistas y que hablan a gritos porque, piensa el hombre, les interesa mucho más el espectáculo que la información. Y no es que él sea un ingenuo y no sepa que lo hacen por dinero, incluso por mucho dinero; pero aún así.
             Y ¿dónde se estudian esas carreras? ¿Y quién otorga los títulos? Tiene huevos. La cantidad de profesionales que han surgido últimamente sin haber pasado por la universidad. Y cómo presumen. No hay mejor universidad que la calle, manifiestan en cuanto pueden. Yo he aprendido en la mejor escuela posible: la de la vida. Y salen en las revistas al volante de coches que casi nadie puede comprar, aunque no sean suyos, aunque hayan tenido que vender el alma, como leyó él que había hecho una vez uno. Alemán, dicen que era. Y aún hay ingenuos que se lo creen. Y aún hay adolescentes que los siguen por ese camino azaroso que no conduce más que al desastre. Pandilla de mangantes. Braulio los pondría a picar, a ellos y a sus mentores, para que dejaran de engañar a la gente, para que dejaran de ser señuelos para esos jóvenes que se creen sus memeces a pies juntillas y que nunca conseguirán lo que ellos.

            Porque para creativo de verdad, el compañero aquel de Brozas, que peló a una borrega de cría y le hizo unas lorzas en el rabo y la dejó una amborla en el lomo y otra en lo alto de la cabeza, entre las orejas, que estaba el animal de lo más pintiparado. Claro, que los compañeros no entendieron tal obra de arte y, en lugar de felicitarle, decían entre dientes que era algo gilipollas. Y no quieran ustedes imaginar qué pensarían las ovejas del hatajo, que miraban a la borrega como a un bicho raro y hasta los carneros se apartaban de ella. Y eso que el animal estaba gordo y hermoso.
RHM
Noviembre 2013