miércoles, 7 de enero de 2015

JUICIOS Y SENTENCIAS



Seguramente cuando el hombre viejo y la mujer joven decidieron recoger un hacechillo de paja antes de que soltaran los rastrojos no podían imaginar que la cosa iba a terminar en el Juzgado o, mejor dicho, en casa del tío Isidoro.

La paja de rastrojo, especialmente la de centeno, que quedaba en las tierras,  se recogía después para utilizarla como cama para los animales en las casillas y muchos de los jergones sobre los que dormían los campesinos estaban rellenos con unos buenos manojos de esta paja de centeno porque la de trigo y cebada se segaba tan a ras de suelo que no merecía la pena recogerla. Pero ¡mucho ojito!, porque la paja de rastrojo, como otros bienes de aprovechamiento común, no se podía recoger hasta que la Hermandad no tenía a bien soltar los rastrojos y anunciarlo mediante el correspondiente bando.  Y la gente del pueblo solía respetar la norma, salvo casos muy excepcionales como los que vamos a relatar.



            La mujer llevaba ya varios días esperando la suelta porque necesitaba cambiar la cama de dos guarrillos que le había traído el marido de Extremadura a finales de mayo y que se habían torcido de tal manera que casi no comían. Noviembre se iba acercando y los animales no engordaban lo que debían. Todas las mañanas la mujer les llevaba el almuerzo a la buena hora y, después de limpiarles cuidadosamente la pila, vaciaba el cubo con las remolachas y las patatas cocidas bien envueltas en harina, pero los guarros, que estaban siempre llenos de mierda desde la cabeza al culo, aunque se  acercaban a la comida y la olían con interés, no mostraban ese apetito desaforado que caracteriza a los de su especie. La mujer creía que la causa de que apenas probaran la comida era ese afán por revolcarse en el fango que los nublaba la nariz y confundía sus apetencias. Así que, después de darle muchas vueltas al problema, decidió raspar bien el corral y ponerles una buena cama de paja recién cogida, a ver si de esta manera dejaban de jozar y se decidían a comer y engordaban algo.

            El hombre, sin embargo, explicó que él no había hecho más que obedecer. Aprovechando la ayuda de una hija que había venido a Santiago, la mujer había limpiado a fondo la pobre alcoba donde dormía el matrimonio. Entre las dos habían jalbegado las paredes del habitáculo, habían sacado el jergón y, una vez puestas, habían decidido cambiar la paja con la que estaba relleno porque ya tenía varios años y estaba tan trillada como la de la era. Además, el color amarillo y cierto olorcillo indicaban la necesidad imperiosa del cambio. Así pues, sin encomendarse a Dios ni al diablo y sin pensar en si los rastrojos estaban sueltos o no, se pusieron a la faena, y la mujer mandó al hombre que recogiera un haz de paja, que no era cuestión de poner la borra sobre los cuatro palos desnudos que formaban el estaribel de la cama.


            Así que, uno y otra tenían sobradas razones para quebrantar la norma. Ambos salieron por El Jerechal provistos de un biscal y una rastrilla y uno en La Cuesta y la otra en El Tejadizo recogieron dos pobres haces, nada que ver con las cargas enormes que traerían otros después y por El Jerechal regresaron y juntos entraron al pueblo por El Pozo y cada uno se fue a su casita con la conciencia bien tranquila. Por eso se sorprendió tanto la mujer cuando, al oscurecer, se presentó el alguacil en su casa y le dijo:

-Oye, tú. Que me han dicho que te diga que tienes que ir esta noche a la casa de tío Isidoro.

-¿Y eso, por qué? Yo no he hecho nada que yo sepa.

-Lo que haigas hecho o no haigas hecho ya te lo dirán allí.

Y se fue sin más explicaciones a comunicar lo mismo al hombre.

Cuando se hizo de noche, otra vez el hombre viejo y la mujer joven coincidieron en la casa del secretario que estaba acompañado por El Juez y de El Presidente de la Hermandad.

 El hombre, algo más experimentado que la mujer, entró en el escueto recinto con la fórmula de siempre que tantas veces había oído a sus mayores.

-Buenas noches, señores. ¿A qué he sido yo llamado aquí?

  La mujer permaneció en silencio porque pensó que la pregunta del hombre valdría para los dos. Entonces habló El Secretario:

-El motivo de traeros a presencia del Juez es porque os han visto recoger un haz de paja cada uno antes de que se suelten los rastrojos y eso está penado con un duro. Así que vamos a ver si tenéis algo que decir y si no, pues pagáis y aquí paz y después gloria. Porque no creo que para resolver esto necesitemos llamar a la pareja.

      Entonces el hombre viejo contó la historia del jalbiegue y que habían decidido cambiar la paja del colchón y que la había recogido antes de la suelta para que no la cagaran las ovejas, que no era cuestión de dormir encima de las cagalutas. Y que si hubieran visto el puñao de paja se habrían dado cuenta de que era para el colchón, que no traía ni una ulaga y que no creía él que por la paja de un jergón que no pesaría dos kilos tuviera que pagar multa alguna y que no se jalbegaba cuando se quería sino cuando se podía. Y que si se empeñaban en cobrarle el duro, cogía la paja y la devolvía a la tierra, porque con ese duro y un poco más se compraba un colchón de esos nuevos que traían los charlatanes al pueblo, que ya lo había visto él y que ya se lo merecía. 
    La mujer relató la historia de los guarrillos y dijo lo mismo. Que no creía ella que por un hacechillo de paja para cama tuviera que pagar nada y que si los guarros no engordaban mal, pero que si tenía que pagar el duro, peor. Y que ella no podía devolverla porque ya se la había echado de cama a los cerdos por la necesidad que tenía de ver si comían o no comían.

   Entonces se abrió una portilla de madera que comunicaba el lugar de la reunión con la cocina de la casa y por el ventanuco apareció la cabeza de la mujer del secretario que, con voz pausada dijo:

-Pero Isidoro, ¿cómo les vais a llevar el dinero si lo han hecho para favorecer los cuerpos, los suyos o los de los animales? Que no han hecho mal a nadie y no creo yo que estos tengan que pagar ninguna multa, que luego la paja acaba sobrando y otros hay que hacen cosas peores, que no es cuestión de que paguen justos por pecadores. A ver si es que queréis dar un escarmiento a otros en los bolsillos de estos dos infelices. Así que mira bien lo que haces. Y esos dos que están contigo que se lo piensen también que hoy están en el cargo y mañana pueden no estar.

Y sin más comentario cerró el ventano con un golpe que sonó en la habitación como un presagio e males mayores.

 Los tres hombres se quedaron callados y, después de unos segundos de reflexión, el Secretario les comentó que ya les dirían algo y que si no les decían nada, pues mucho mejor y que no había sido cosa de ellos pero que en el pueblo había algunos malosquereres y que podían irse.
   Y ni el Juez ni el Presidente se opusieron, es más, ni siquiera abrieron la boca. Y la mujer se fue convencida de que la cosa no iba a ir a más agradeciendo el buen juicio de los hombres, aunque esta vez la sentencia viniera motivada por la sensatez de una mujer.