domingo, 15 de enero de 2012

LA PRIMA








¡Qué tiempos aquellos en los que nadie sabía en qué consistía la prima de riesgo, cuando el único riesgo para las primas era que se liaran con algún calavera borrachuzo y jugador que las trajera a mal traer y las llenara de muchachos famélicos y harapientos!
Eso piensa Braulio recostado en la pared del corral, medio adormilado por el cálido sol del otoño, mientras la radio desgrana noticia tras noticia, todas con el mismo soniquete: la prima de riesgo por aquí, la prima de riesgo por allá, los mercados por arriba, los mercados por abajo. Hasta los mismísimos está ya uno de oír siempre lo mismo. El viejo no sabe cómo será la prima esa, pero sospecha que nosotros sí somos bastante primos. Ahora resulta que el país para poder funcionar necesita pedir prestado todos los días y resulta también que no debemos de ser buenos pagadores porque cada vez nos prestan menos y más caro. Como a cualquier hijo de vecino. Porque Braulio sabe bien que a algunos del pueblo se les puede prestar y a otros, no; que unos piden porque lo necesitan y otros, no; que unos gastan y otros malgastan. Y nosotros debemos de ser de estos últimos.
Y es que Braulio siempre ha sido partidario de no pedir. Si no hay para zapatos se anda con albarcas y, si no, descalzo. Porque si sólo gastáramos lo que tenemos, ya le podrían ir dando por ahí a los mercados y a la prima de riesgo. Claro que a Braulio no le han preguntado nunca, porque el hombre es un pobre campesino insignificante para cualquiera de estos que se han dedicado a gastar lo que tenían y lo que no tenían y que han tratado a la prima como lo hubiera hecho cualquier calavera borrachuzo y jugador.
RHM
Enero2012

domingo, 1 de enero de 2012

TESORO





He aquí un cuentecillo basado en la más pura tradición oral que me contó Felipe Bohoyo ( El tio Felipe) el verano pasado y que, probablemente tenga sus raíces en los cuentos orientales. Me aseguró que lo contaba siempre su padre y que en Monroy era conocido por la mayoría de los muchachos. Gracias


No se sabía muy bien cómo se habían convertido los Toreros en una de las familias más ricas de Monroy, un pueblecillo de la provincia de Cáceres. Sí se sabía que el cabeza de familia había sido pastor de cabras y que en una finca llamada Las Villetas de Ajuquén había apacentado un rebaño de unas trescientas, de las que sólo catorce eran suyas. Y que su vida había transcurrido entre jaras y encinas, sin pena ni gloria, hasta que llegó a la dehesa un porquero amante de la quiromancia y la adivinación con quien el cabrero hizo pronto buenas migas, no porque se sintiera especialmente atraído por las aficiones del otro, sino por pura necesidad, para matar de alguna manera la rutina que se sucedía un día tras otro. Decía el porquero, entre otras muchas cosas, que si alguien soñaba tres días seguidos lo mismo, el sueño se cumpliría. Y hete aquí que él llevaba ya tres noches soñando que en la Puerta del Sol estaba su fortuna. Se veía en la gran ciudad entre una muchedumbre vociferante que, de pronto se callaba y, entonces, invariablemente, oía una voz que le decía: “¡Cabrero…! En la Puerta del Sol está tu fortuna”. Andaba el hombre desasosegado, dándole vueltas al asunto hasta que, aprovechando la bonanza de la primavera y el escaso trabajo después de la paridera, decidió dejar las cabras en los ribazos del río Monte al cuidado de la mujer, y él se subió en un camión que llevaba chivos al matadero de Madrid, resuelto a visitar el lugar que tan reiteradamente aparecía en sus sueños.
Llegó el hombre a La Puerta del Sol y allí, a los pies de La Mariblanca se sentó, dispuesto a esperar lo que el destino le deparara. Y así pasó el primer día, y el segundo, sin que el destino se dignara depararle nada, royendo de cuando en cuando un trozo de pan y tasajo que se había traído de la finca.
Debía de llamar el hombre bastante la atención, sentado a los pies de la estatua, la boina calada hasta las cejas, el chaleco y los calzones de estezao, los deales de lona y las abarcas de goma, con una manta de lana de cuadros blancos y negros echada sobre los hombros. Y así hubiera continuado si no hubiera sido porque un barbero que tenía el establecimiento en la calle de El Arenal, y que llevaba observándo desde el interior de la cristalera la extraña quietud del paleto, decidió dejar el negocio por un momento y acercarse a preguntarle cuál era el motivo por el que se había instalado en lugar tan poco apropiado. Y cuando el cabrero le contó el porqué de su estancia en Madrid, el barbero, con cierto aire de suficiencia, le dijo:
- ¡Qué barbaridad! No sé cómo podéis los pueblerinos creer en esas cosas. Tres noches llevo yo soñando que si voy a un pueblo llamado Monroy y busco en una dehesa que se llama Las Villetas de Nosequé una piedra en la que se acuesta una cabra negra con un campanillo desportillado en el borde, debajo de una encina revieja, encontraré un tesoro. Yo, que ni conozco Extremadura ni he ido nunca ni tengo ningún interés en ir.
Pero el cabrero ya no le escuchaba, porque estaba viendo la encina vieja y revieja, la losa plana sobre la que se echaba la cabra negra -suya, por cierto- y hasta el campanillo roto que alguna vez había pensado en cambiar. Y despidiéndose precipitadamente, bajó a la estación de Atocha y tomó el primer tren para Plasencia y desde allí, un camión cargado de pienso que le llevó a la finca y, lleno de impaciencia, esperó a la noche, y con mucho trabajo levantó la losa. Tanteó un poco con el mango de la azada, por temor a los alacranes y enseguida dio con algo duro y metálico que resultó ser una olla de un tamaño considerable. La sacó el cabrero y al resguardo íntimo del chozo la destapó y descubrió que estaba llena de monedas de oro.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
RHM
Agosto 2011
.