jueves, 16 de mayo de 2019

PSICOLOGÍA RURAL




A Braulio, que no es un hombre culto porque la vida no le ha dejado, no le gustan las palabra huecas. Braulio prefiere el lenguaje directo, la expresión certera que va derecha al significado. Viene a cuento esta reflexión porque ayer, sentado a la sombra de los álamos de El Venero, como casi siempre desde que es viejo, y rodeado de los de siempre, uno de los de Madrid se tiró un buen rato hablando de la psicología rural. La piscología rural por aquí, la psicología rural por allá. Lo único que el viejo sacó en claro fue que la dichosa psicología tiene mucho que ver con el comportamiento y este con el sentido común que, muchas veces, como decía el maestro D. Marcelino, es el menos común de los sentidos.
Hoy, en su paseo mañanero, el viejo sigue dándole vueltas a la conversación de ayer. Los pensamientos le llevan a rememorar un cuento que, en las noches de invierno al amor de la lumbre y a la luz del candil, narraban su madre, su abuela o alguna de las vecinas que venían de hilandero y que, según cree, define mejor el comportamiento de los pueblos que cualquier psicología.

Braulio no recuerda dónde ocurrieron los hechos porque cuando su abuela comenzaba con lo del padre y el hijo, el niño que era entonces, los ubicaba en Los Santos y los acompañaba por el recorrido que hacían por el pueblo. 
La narración se iniciaba siempre cuando el niño, harto de la conversación de las mujeres, les pedía que le contaran el cuento del burro, que casi siempre comenzaba así:
Un padre y un hijo que venían de Los Eros, subían por el camino de Los Santos, el hijo montado en un burrillo y el padre andando detrás. Cuando alcanzaron a las primeras casas del pueblo, una de las mujeres que hilaban sendos copos de lana al resolano en Lleralta, viéndolos llegar, dijo a las otras:
—Mirad el mundo de hoy. El viejo andando y el joven montado. Así son las cosas ahora.

El padre, que era de oreja fina, oyó a la mujer y, sin contestar, indicó al muchacho que bajara y sin más, arrimó al burro a un poyo de los que hay en la calle y montó en el burro. Así enfilaron la Carrera de los Gallos, el padre arriba y el hijo detrás, agarrado al rabo del animal. Cuando llegaron a la plaza, otra de las mujeres que cosían al resolano en el corral de Tío Gorito, dijo a las otras:
—Mirad el mundo de hoy. El hijo andando y el padre montado. No sé cómo no le da vergüenza. Pero, en fin, así son las cosas ahora.

El padre, que ya hemos dicho que era de oreja fina, oyó a la mujer y sin contestar ni hacer ningún comentario se echó abajo del burro, lo tomó del rabero y siguió caminando. Y así, el padre delante, el burro en medio y el hijo detrás, llegaron a La Asomadilla, donde un grupillo de hombres levantaba un portillo en la pared de la era de tío Juan. Uno de ellos, sin cortarse un pelo, dijo a los otros:
—Mirad que bobos. Los dos andando y el burro tan campante. Y seguro que esta noche le llenan el pesebre de heno.

La narradora, que no sabía de psicología, ni rural ni urbana y que seguramente no habría oído nunca tal palabra, terminaba siempre con una reflexión que Braulio no recuerda exactamente, pero que podría parecerse a esta:

“En la ciudad y en el pueblo haz lo que debas hacer y olvida de los otros el parecer”.

RHM





jueves, 28 de marzo de 2019

REDES Y REDILES


A Braulio le gustan los fines de semana, sobre cuando viene de Madrid un sobrino que tiene una querencia especial por  el pueblo desde que era chico. El mozo, que tuvo la suerte de estudiar cuando no todos lo hacían, se pirra por las historias del viejo, como si quisiera guardar en la memoria esos hechos que no se van a repetir porque la vida ahora va por otros derroteros. A Braulio le gustan las noches de invierno, en la cocina, cuando se quedan solos el sobrino y él, uno a cada lado de la lumbre, escarbando con las tenazas de cuando en cuando el forrasco que va matando el tiempo; echando una firma, como dice el muchacho en un intento por asimilar también ese lenguaje que se acaba. El silencio quedo propicia la conversación pausada; El hombre suele hablar y el muchacho escucha con un silencio vivo, expectante, interrumpiendo lo justo para alguna aclaración, para recabar algún dato que pueda relacionar la historia que cuenta el hombre con la actualidad. A veces, Braulio piensa que es como si el mozo tuviera una grabadora en la cabeza y no quisiera que ningún ruido alterara los recuerdos.

 Al muchacho no le importa oír de nuevo ciertas actuaciones de juventud del viejo, aunque se las sepa de memoria;  y al otro no le importa contarlas otra vez. Suele bastar con un “tío, entonces es verdad que metíais una gallina por la jornilla de tía Isabel para que cacareara y las otras armaran escándalo y esperabais a que la mujer se levantara creyendo que era la zorra la que andaba en el gallinero y vosotros…” Pero esta noche el viejo no está por la labor; hoy es él el que quiere indagar en ese comportamiento estúpido de algunos jóvenes con eso que llaman redes sociales. Y quiere que sea el muchacho el que le aclare algunos aspectos que le tienen bastante perplejo. Porque a Braulio esto de las Redes Sociales le tiene un poco desconcertado. A él que no conoció más red que la que usaban los pastores. Y qué bien venían en el pueblo aquellas cuerdas de pita que llamaban biscales, entretejidas con maestría y atadas a las estacas, para encerrar a las ovejas y que el pastor pudiera dormir algo. Siempre sobre un suelo duro e inhóspito, debajo de una pobre mampara de paja de centeno, expuesto al frío y al agua, y con un ojo abierto por si a los lobos se les ocurría venir a visitarle en la oscuridad de la noche. De las otras redes, de las que se usan para pescar, Braulio poco sabe, porque es de interior y no ha visto el mar más que en la televisión. Eso no quita para que valore mucho a los pescadores, tan esforzados, sufridos y sufridores como los pastores.

Esto de la Redes Sociales, las de ahora, no tiene nada que ver con aquellas; es otra cosa; una cosa que al viejo, que lee cualquier papel, le tiene bastante confuso. Braulio tiene la sensación de que hoy lo importante no es hacer, sino contar, decir lo que has hecho. Y que los demás se enteren. Sólo así entiende le viejo ciertas gilipolleces que salen en los periódicos o en el parte del mediodía. Esos jóvenes que van a toda velocidad con el coche y se graban y lo publican; otros que cometen cualquier fechoría —robo, asalto, agresión— y lo difunden por eso que llaman Red, como si transgredir el orden no tuviera ninguna importancia.  Como si cualquier cosa que no transcienda, no hubiera ocurrido. Y el viejo barrunta que esto es una manera de ganar prestigio entre la juventud de ahora. Y lo que es aún peor, el viejo sospecha que estos jóvenes no tienen ni la más ligera idea de que están cometiendo un delito; y, si la tienen, no tienen ningún miedo a las consecuencias.

viernes, 15 de marzo de 2019

RAZONES...




Braulio está leyendo El ciego de La Vega, un cuentecillo de Julio Llamazares, quizá el escritor que más y mejor se ha ocupado del cambio que se ha producido en el campo a raíz de la emigración masiva de los años sesenta y de cómo ha afectado a los pueblos la pérdida de población en los últimos años. Escribe Julio Llamazares en ese cuento, que el ciego de La Vega en su juventud, cuando se iba de fiesta con los mozos del pueblo a alguna localidad vecina, a media tarde, por caminos de pastores y de carros, no tenía más remedio que agarrarse a los mozos que le acompañaban, porque a él le daba igual que hubiera luz o no. Pero cuando regresaban de madrugada, si la noche era oscura, eran los mozos los que se agarraban a él. A Braulio, además de recordarle sus idas y venidas —sobre todo las venidas de madrugada de las fiestas de La Lastra—, le parece una manera muy clara de describir la necesidad que tenemos de apoyarnos unos en otros. Especialmente en estos pueblos que se van quedando sin gente.
Braulio cierra el libro y se recuesta sobre el tronco del roble que le da sombra. Pronto no quedará nadie a quien agarrarse cuando tengamos necesidad. Nos fuimos yendo en busca del progreso y no nos dimos cuenta de que el progreso “calienta el estómago, pero enfría el corazón”, en frase de otro de los más ilustres escritores de nuestra Castilla vacía. Y a Braulio, que no es hombre de letras, pero que ha ido a muchas ferias, le vienen a la memoria unos números que leyó no hace mucho tiempo en uno de esos periódicos que quedan olvidados en ciertos establecimientos.  Ya hay más de 600 municipios en Castilla y León con menos de cien habitantes y ya somos más de 40.000 las personas que pasamos de los 75 años. Además, Braulio lo recuerda como si fueran los números de la venta de un becerro, en el papel se decía también que en los próximos 15 años, Castilla perderá aún más del 10% de sus habitantes. Echen ustedes las cuentas.

            Echen ustedes las cuentas y recuérdenlas cuando vengan a verles esos que vienen a los pueblos cuando se acercan las elecciones. Y, si vienen, que vendrán, no tengan ningún recato en preguntarles si conocen estos datos. Y, sobre todo, si tienen alguna idea para paliarlos. Pregúntenles por el peaje de la AP-6, por ejemplo. Pregúnteles si algún día veremos molinos en nuestros cerros ahora vacíos o si piensan crear en la zona algún tipo de explotación que dé trabajo y estabilidad a los jóvenes. Pregúntenles por los apagones de telefonía y televisión que sufrimos a veces. Y eso que soportamos una antena gigantesca cuyos beneficios económicos y posibles derivaciones desconocemos. Y, si no tienen respuestas o las que les den no les convencen, voten en consecuencia. Porque, aunque alguien dijera, hace ya mucho tiempo, que en política lo importante no es tener razón, sino que te  la den, hoy sabemos que lo importante es que haya razones para que alguien nos gobierne. Y, sobre todo, que nos gobiernen los que tienen razón en lo que dicen. Y que lo cumplan.


jueves, 24 de enero de 2019

A VUELTAS CON LAS PALABRAS...



Braulio no es un hombre culto porque la vida no se lo ha permitido. De niño fue a la escuela el tiempo justo para aprender las cuatro reglas y leer con soltura. De los otros conocimientos, pocos. Y eso que a la madre no le gustaba que faltara si no era estrictamente necesario; no como otros, que aprovechaban cualquier circunstancia para no ir: que si tocaban las cabras, que si tenían que ayudar a uñir la yunta, que si la pastoría… Y, como la mayoría de los muchachos del pueblo: en cuanto que podían con el morral, ya se sabía: de zagales con cualquiera y adiós aprendizaje. Pero Braulio no se queja. Entonces las cosas eran así y así había que aceptarlas. Otros lo pasaron peor, sobre todo los que no tuvieron más maestro que otros pastores y que aprendieron a leer gracias al empeño que ponían estos en tomarles la lección en el chozo, a la luz de un pobre candil de aceite, cuando ya el rebaño estaba en la red y la noche propiciaba la quietud y el sosiego necesarios para la lectura.

 Braulio no es un hombre culto, pero sí es un hombre leído. Un hombre que se encandilaba con las explicaciones del maestro cuando hablaba de algún hecho histórico y que se iba a casa con la necesidad de ir más allá, de saber qué pasaba después. Fue quizá esa afición la que lo convirtió en un lector empedernido. Un lector de cualquier papel, incluso de los que se encontraba en el suelo. Y esa afición a la lectura se vio favorecida por el tedio del pastoreo. En las largas tardes otoñales, con el ganado sesteando debajo de las encinas, sin radio ni otra cosa que le distrajera, Braulio leía y leía y, sin saberlo, iba interiorizando una serie de palabras que, muchas veces, no se atrevía a utilizar por temor a que lo tacharan de sabihondo. Fue así como el viejo adquirió un vocabulario extenso que le permitió alguna vez aclarar a los compañeros el significado de ciertos papeles oficiales que los otros no podían entender.

     Braulio recuerda estas cosas sentado a la sombra de un chopo, en la huerta de La Mata, mientras un sobrino, que vino anoche de Madrid, se afana en quitar los bichos a unas cuantas patatas que tiene en el huertecillo. Y es que estos  labradores de ahora practican la agricultura ecológica —psicológica la llaman algunos en el pueblo— y no curan.  Braulio, sentado debajo del chopo, se fija en el tronco donde algún mozuelo ha tallado a punta de cuchillo unas letras encima y debajo de un corazón atravesado por una flecha. Mira, le dice al muchacho que llega con la azada al hombro, algún bobalicón ha marcado el chopo. No se dice marcar, tío, se dice grabar. Pues eso será ahora porque antes se decía marcar y se marcaban los animales y los más previsores marcaban los yugos y los astiles de las herramientas para que no se confundieran con las de otros, que aquí la gente era muy mirada y muy celosa de lo que tenía, quizá porque tenía muy poco. Y, si no te lo crees, mira lo que le pasó a tu abuelo con una azuela, que seguro que tú no sabes lo que es porque no la habrás visto en tu vida.
     El muchacho, que ahora está sentado al lado del viejo, saca del bolsillo de atrás el teléfono, manipula en la pantalla y, con una leve sonrisa, lee modulando la voz:

      Azuela: herramienta de carpintero que sirve para desbastar, compuesta de una plancha de hierro acerada y cortante, de diez o doce centímetros de anchura, y un mango corto de madera que forma recodo.
—Pues esa herramienta que describen ahí, pero que será mejor que veas luego en casa, era una de las más necesarias en las labores diarias. No podíamos salir a arar sin ella porque era imprescindible para armar el arado, colocar la mancera, machar los cuños, apretar las orejeras o para cualquier otro menester. También la usábamos para poner los astiles a las herramientas y los más hábiles para fabricar las piezas del arado: el dental, la cama, los cuños y el timón. Como ves, se trataba de una herramienta muy necesaria que requería un buen trato porque debía estar afilada y en buen estado. En cada casa solía haber una, pero algunos no eran tan cuidadosos como tu abuelo y, en lugar de cuidar la suya, preferían pedírsela a otros, aunque no se la prestaran de buena gana. Y esto fue lo que hizo tu abuelo cuando se presentó en su casa uno de tus tíos, que no te diré quién fue porque eso da igual. Tu abuelo estaba sentado al sol en el corral y el muchacho le dijo: “Tío, que está mi padre haciendo un dental para el arado y que no corta la azuela y me ha dicho que le diga que si le presta usté la suya”. Tu abuelo le respondió: “No, hijo, dile que no se la presto porque tu padre se coloca el dental para trabajarlo encima de los muslos y, como la azuela mía corta mucho, se va a destrozar las piernas”. “Que no, tío que mi padre corta encima de la pared; que coloca el dental en las piedras y así va cortando la madera”. “Pues por eso no se la presto, hijo, por eso no se la presto”.

Y Braulio no puede evitar una sonrisa socarrona a la vez que fija la vista en el muchacho que también le mira y, ambos comienzan a reír a carcajadas.

lunes, 24 de diciembre de 2018

DESPOBLACIÓN



En el pueblo, en cuanto empieza a correr el mes de mayo, se abren algunas de las casas que han estado cerradas durante el invierno; o que sólo se han abierto algunos sábados y domingos. Poco a poco; como esa lluvia fina que llaman cala bobos, por algo será, van llegando los madrileños jubilados, un día, uno y otro, dos. Vienen y, como si llegaran tarde, se afanan en el arreglo de pequeños huertos que aran y asurcan primorosamente como si fueran de juguete.

            A Braulio, la llegada de los forasteros, como los llaman algunos, aunque no lo sean, le produce un sentimiento agradable, como de reencuentro, sobre todo porque traen otras ideas, otras novedades y otras manera de decir. Hoy mismo, Braulio está sentado a la sombra de un roble, en los huertos de La Torre, charlando animadamente con uno de los nuevos que luce un sombrerillo que parece de paja; un joven que ya no cumple los sesenta, aunque, comparado con Braulio, bien joven es.
Braulio lo conoce desde siempre; desde que era un muchachuelo que andaba detrás de las cabras, siempre con un papel en la mano, como ahora mismo, empeñado en mostrarle al viejo una noticia que habla de la despoblación del campo. El más joven fija la vista en la hoja a la vez que habla, porque, dice, el despoblamiento rural es un drama de tal magnitud que ya los políticos se han dado cuenta —ya era hora, piensa Braulio— sobre todo a raíz de la publicación de un libro que se llama “La España vacía”, de Sergio del Molino. Y dice que no sólo los políticos se han dado cuenta, sino los periodistas y que por eso quiere enseñarle el artículo. Enseñármelo, no, me lo tendrás que leer si quieres que me entere de algo, porque yo sin gafas no soy nadie y hoy, como siempre que salgo al campo, las he dejado en la mesa de la cocina, porque de lejos no distingo y para respirar este aire y oír a los pájaros no las necesito.
El madrileño se acerca un poco y lee:

“La despoblación exige un pacto de estado que hay que impulsar desde la propia Administración. Hay que implantar una fiscalidad especial, extender la banda ancha y reactivar la Ley de Desarrollo Sostenible de 2007, lo que acarrearía inversiones finalistas para las comarcas vacías. Además, hay que elevar el ámbito de inversiones financieramente sostenibles y crear oficinas de información y acción sobre la despoblación.”
A Braulio esto de reactivar leyes de hace más de diez años no lo gusta mucho, porque eso quiere decir que cuando entraron en vigor, no se cumplieron y que nadie se ocupó de que se cumplieran. Y, si no se ocuparon entonces, ¿por qué iban a hacerlo ahora? Lo de impulsar un pacto de estado y la fiscalidad especial, sencillamente no lo entiende y así se lo manifiesta al del sombrerillo. En cuanto a lo de crear oficinas de información, no sabe por qué, pero le da en la nariz que no se van a ubicar en los pueblos más deshabitados, sino en las capitales o centros comarcales. Por eso Braulio no manifiesta ningún entusiasmo ante la lectura del otro. Y es que al viejo le  gustan más las preguntas concretas que exigen respuestas sencillas:
¿Se dice algo ahí de mantener abiertas las escuelas y los consultorios médicos? ¿Se dice algo sobre potenciar el transporte público de manera que se facilite el acceso a la universidad de la capital a los jóvenes que vivan en los pueblos? ¿Se dice algo de crear residencias con plazas suficientes y un precio razonable para que los viejos podamos quedarnos aquí? ¿Arreglarán de una vez lo que tengan que arreglar para que no nos quedemos sin teléfono y sin  televisión cada vez que nieva, hace aire o se desata una tormenta?


            El más joven ya no lee; ha doblado el periódico y escucha al viejo en silencio, interiorizando cada una de sus preguntas. Y alguna otra que se le ocurre a él, como la necesidad urgente de desarrollar la banda ancha, de manera que quien lo desee pueda trabajar desde casa; o el establecimiento de programas culturales que ayuden a conservar y mantener el patrimonio…Tampoco se dice nada de nuestro campo, de hacer algo con esas tierras, ahora baldías y comidas de zarzales, que no hace mucho tiempo eran huertos feraces llenos de judías, patatas y, en el valle, manzanos repletos de fruta. O de nuestros cerros, silenciosos, yermos y desiertos, por cuyo cielo cruza de tarde en tarde —muy de tarde en tarde— algún parapentista. Unos cerros con un viento casi permanente, óptimo para producir energía eólica, que ha de ser la energía del siglo XXI. Tampoco se dice nada de subvencionar a las empresas y empresarios que creen puestos de trabajo, sobre todo para los jóvenes. Y en cuanto a las residencias de ancianos, seguro que el viejo no está enterado de la discriminación que supone que en ciertas comunidades se acceda a una plaza por un porcentaje de la pensión y en otras te comas en unos meses los pobres ahorros de toda una vida. 
     En definitiva, se trataría sólo de transformar tanta retórica en recursos y medidas concretas. Y, si no se hace algo pronto, los pueblos ya no servirán ni siquiera para ser el descanso del guerrero que abandona la ciudad los fines de semana. Pronto se quedarán definitivamente vacíos.






lunes, 3 de diciembre de 2018

AL RESOLANO...



A Braulio le gusta el análisis sociopolítico que se hace en los bares. Los bares son las universidades del pueblo, dice alguno cuando está ya algo pasado y no sabe lo que dice. Braulio se ha tragado de todo en esos bares de pueblo donde se grita mucho y se piensa poco; desde los comentarios más obscenos hasta los lamentos más tristes relacionados con la vida en general. Braulio parece tener un sexto sentido para arrimarse a los contertulios. Quizá porque, si supiera escribir, le gustaría plasmar toda esa información en un libro; un libro de humor, naturalmente. 
Braulio es un escuchante nato. Y un lector paciente. Sabe que, si se publicara ese hipotético libro, debería compartir derechos de autor con mucha gente: con la gente que escribe en las puertas de los baños públicos frases verdaderamente ingeniosas, algunas dignas de Gómez de la Serna y otras, auténticas reflexiones del pensamiento más cultivado, como esa que explica brevísimamente la teoría del tiempo mucho mejor que el tocho que necesitó Bergson para hacer lo mismo: La medida del tiempo depende de que lado de la puerta del baño estés. Braulio admira a los autores de esos cartelillos de bar, tan ingeniosos como el de su pueblo, donde reza un anuncio bien visible que advierte de que allí está prohibido hablar de la cosa, al lado de otro que informa de que en el local no hay wifi, por lo que los clientes no tendrán más remedio que hablar entre ellos.
 Braulio entiende que tendría que compartir derechos con todos ellos, pero, sobre todo, con los ancianos que se colocan a la sombra de los álamos de El Venero y enhebran recuerdos platicando bajito, quizá hablando para ellos mismos, como si temieran que alguien pudiera oírlos. Cuando Braulio los ve, sentados en la viga que hace las veces de tosco banco, dibujando arabescos en la arena del suelo con garrotes diversos, pulidos por el uso, se va acercando despacio y, sin hacer ruido, se sitúa detrás, en un segundo plano, lo suficientemente lejos como para no interrumpir y lo suficientemente cerca como para no perder ripio de lo que dicen.
      Hoy está hablando un viejo cetrino de mirada viva que abre una boca enorme en la que ya no quedan dientes.


-Que sí hombre, que sí; que antes era otra cosa. Que cuando yo era mozo todo el mundo sabía el terreno que pisaba, no como ahora. Que en las ferias se sabía quiénes iban a comprar y quiénes iban a ver si caía algo. Y en las ciudades, lo mismo, que los policías y los carteristas se conocían y se buscaban las vueltas, como es de rigor, pero todo dentro de un orden. No como ahora, que no puedes fiarte ni de tu padre y que cualquier banquero te puede dejar en cueros.
-Algo de razón tienes- responde otro de un pelaje similar. Que me contó a mí una historia un compañero de Brozas que ahonda en eso que dices, que no sé si será verdad, pero viene a darte la razón. Contaba el compañero, que un alto cargo del gobierno de Franco había ido a Cáceres para presidir una  procesión, codo a codo con las autoridades de allí; ya sabéis, los Gobernadores Civil y Militar, el Alcalde y otros. Causó tan buena impresión el enviado de Madrid que, quizá pensando en el futuro, los mandamases de la ciudad extremeña consideraron conveniente invitarle a presidir la corrida del domingo. Aceptó el hombre encantadísimo y salió del hotel hacia la plaza para reunirse con los cabecillas que le esperaban en la puerta, con la mala fortuna de que en el trayecto le birlaron la cartera. Cuando, ya en el palco, los otros le preguntaron que cómo le iba, el pardillo de Madrid, dijo que bien, pero que, o se había dejado la cartera en el hotel, cosa bastante improbable porque nunca la sacaba del bolsillo interior de la chaqueta, o que la había perdido, o que alguien se la habría robado, cosa impensable en una ciudad tan religiosa y tan adepta al régimen. 
Sin embargo, los dirigentes supieron en seguida que la posibilidad real era la última y actuaron en consecuencia. Movieron tan bien y tan pronto los hilos que tenían que mover, amenazaron tan bien y tan pronto a quienes tenían que amenazar, que antes de que terminara el festejo, un policía de uniforme se presentó en el palco con la cartera del gerifalte madrileño y se la entregó a la autoridad civil que, a su vez, se la devolvió a su dueño, diciéndole que se le debía de haber caído justamente a la entrada y que un ciudadano, ejemplar sin duda, la había recogido y se la había entregado a uno de los de gris, y que en aquella ciudad, hechos como aquel, eran algo normal y cotidiano. A su vez, le rogaba que mirara en el interior de la cartera por si echaba algo en falta, que no creía él, pero por si acaso.

 Miró detenidamente el hombre y, radiante, contestó al Gobernador que estaba muy de acuerdo con lo que decía de la ciudad, porque no solo no robaban, sino que tenían detalles extraordinarios con los que extraviaban algo. Porque él mismo estaba seguro de haber salido del hotel con dos mil pesetas en la cartera y ahora resultaba que se la habían devuelto con cinco mil.