sábado, 9 de mayo de 2015

TRANSICIÓN



Asustado por la responsabilidad de guardar las cabras del pueblo, cuyo cuidado correspondía por turno riguroso a un vecino cada día, no saboreó la leche como en otras ocasiones. Que su madre se presentara en la cama al pintar el día con un tazón de leche migada, le trajo recuerdos dulces de la niñez. Porque la madre ya no le llevaba el desayuno a la cama. Hacía ya algún tiempo que le advertía, con aquel tono tan especial que ponía cuando quería convencerle de algo, que iba siendo un hombrecito y que los hombres almuerzan en la cocina, a la lumbre, mientras se preparan para las faenas del campo. Pero aquel día, la madre volvió a llevarle el desayuno a la cama. Quizá porque iba a suceder algo que le alejaría de la niñez definitivamente.

            Él no quería dejar de ser niño. Era verdad que la naturaleza había marcado ya en su cuerpo señales evidentes de que abandonaba la niñez; era verdad que su voz se había vuelto más grave y era verdad que cuando se le escapaba alguna vaca ya no lloraba detrás de ella esperando un rasgo de cordura por parte del animal, sino que le arrimaba el garrote y la traía al camino mientras murmuraba por lo bajo: “puta vaca”, algo inseguro aún, como si temiera que pudieran oírle.

            Se tomó la leche, se levantó  y se vistió como los pastores: gruesos calcetines de lana para evitar las macaduras de las albarcas en los pies y ropa de abrigo. El día era frío y el agua podía caer en cualquier momento, por lo que se puso encima el capote de brea que su madre le había apañado con los restos de uno viejo. Se encaminó a la plaza y vio que ya estaba allí el compañero, un anciano medio sordo que recibió al niño con total indiferencia.

            Cuando se hizo la hora, sacaron las doscientas cincuenta cabras en pelotón organizado hasta las afueras del pueblo, entre ladridos de un perrillo que llevaba el viejo y el sonido armónico de los campanillos. Cuando llegaron al careo, el muchacho vio que el hombre, que iba delante dirigiendo la cabeza del rebaño, encendía un tomillo y extendía las manos para calentarse. El niño aceleró el paso en un intento de entablar alguna conversación, pero el hombre, cuando le vio acercarse, dio una patada al tomillo y echó a andar, como si no le hubiera visto. El niño intuyó entonces que aquel no iba a ser el día apropiado para escuchar alguna bella historia de lobos o de cabreros ni para que el viejo le enseñara las cruces que marcan las lindes del término del pueblo. Y así fue, porque la única señal que el muchacho tuvo en toda la mañana de la existencia del otro, fue el humo de los tomillos que el hombre iba encendiendo de trecho en trecho y que apagaba de una patada cuando veía acercarse al compañero.

            El niño supo entonces que estaba solo. Y solo estaba cuando se aterró la niebla y los carrascos se convirtieron en sombras fantasmales y las cabras desaparecieron y sólo se adivinaba su presencia por el sonido de los cencerros. Y solo estaba cuando la niebla se levantó un poco y vio que los animales se habían hecho un remolino  y corrían monte arriba como si les persiguiera el diablo y el perrillo ladraba con furia y corría hacía el cancho donde comía el niño que se levantó de un salto. Y entonces, lo vio.

Vio la chiva acogotada por el lobo, balando agónicamente, mientras la fiera mordía y mordía. Las cabras habían huido y el perrillo, envalentonado por la compañía del muchacho, ladraba furioso, manteniendo la distancia con el lobo, enseñando los dientes en un gesto de fiereza que el lobo ignoraba. El niño estaba petrificado por el terror, pero algo en su interior se rebelaba contra el sufrimiento de la cabrilla que agonizaba bajo las fauces del bicho. Algo en su interior le decía que había llegado el momento; que aquella era su vida y que aquel era su enemigo. Y despreciando cualquier medida de prudencia, azuzó al perrillo, blandió el garrote y, gritando como un loco, se abalanzó sobre el lobo, descargando el palo con toda la fuerza de sus quince años. Golpeaba casi a ciegas una vez y otra, mientras su boca gritaba palabras que no se hubiera atrevido a pronunciar. El perrillo, loco de furia también, mordía y retrocedía y volvía a morder. El lobo, quizá sorprendido por el ataque y dolorido por los garrotazos, soltó la presa y corrió hacia la espesura, despareciendo en el carrascal. El niño se acercó a la cabra e intentó cerrar la herida que marcaba su cuello, pero el animal estaba muerto.

            Entonces oyó las voces del viejo que intentaba reunir el rebaño disperso por el pánico. A duras penas consiguieron, ahora entre los dos, juntar las cabras que ya ni comían ni andaban, presas de una especie de depresión colectiva que al niño le llenaba de sensaciones nuevas. El anciano dijo que, gracias a Dios, no había habido chicha, pero el niño le informó de la chiva que permanecía muerta al borde del regajo y allí se encaminaron los dos. El viejo se cercioró de que la cabrilla había muerto, la levantó con esfuerzo y dijo que pesaba mucho para llevarla al pueblo, por lo que decidió meterla debajo del cancho y cerrar la entrada con piedras que fue arrimando el muchacho para evitar que el lobo o las zorras pudieran volver y comérsela.

            Después enfilaron el camino del pueblo, el rebaño hecho un rebujo, el viejo delante y el niño y el perro detrás. Cuando llegaron, los animales fueron quedándose cada uno en su casa, excepto la chivilla alobada que se había quedado en el campo. Los dos, ahora también los dos, se acercaron a la casa del dueño de la cabrilla para contarle el suceso e indicarle el lugar donde la habían dejado por si quería ir a por ella y aprovechar algo de la carne, aunque el niño había oído decir al padre que los pastores no eran muy partidarios de comerse los despojos de los animales muertos por el lobo.

            Después el niño se fue a casa, contó la historia a la madre y tuvo que repetirla varias veces a las tías y a los vecinos. Luego se acostó y, aunque tardó en dormirse, logro descansar. Y cuando por la mañana, la madre se presentó en la alcoba con un tazón caliente de leche migada, el niño dijo con voz grave:

-No, madre.  En la cocina.
RHM
Mayo 2015

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