jueves, 29 de abril de 2010

A TI TE DEJO...




Muy cerca de las escuelas del pueblo se encontraban las eras municipales, una en cada barrio. En el tiempo de la trilla estaban llenas de vida de la mañana a la noche: gente que cantaba montada en el trillo, otros que gritaban a los animales y niños que corrían entre la mies. El resto del año se utilizaban para almacenar grandes montones de leña de piorno que llamábamos hacinas. Cuando perdieron su función principal, la trilla, algunos vecinos se fueron llevando discretamente las lanchas del suelo para habilitar otras eras, ahora particulares, y nadie se ocupó de cerrar los socavones que dejaban, originado así una especie de paisaje lunar por el que los niños corríamos como gamos sorteando barrancos y saltando agujeros que dificultaban tanto la persecución como la huida en nuestros juegos. En este patio destartalado y desigual pasábamos los niños el recreo de la mañana, entre las hacinas de piornos resecos por el tiempo, simulando incruentas luchas entre perros y lobos, persiguiendo aros que sustraíamos a las calderillas de latón u hostigándonos unos a otros hasta que el maestro, único vigilante del reloj, nos llamaba para reanudar el trabajo en la escuela.

Los niños que se quedaban fuera de los juegos por cualquier circunstancia solían subirse a las hacinas de leña para asistir desde tan privilegiada atalaya a las carreras y escorzos de los compañeros, animando con sus gritos a los participantes en las terribles batallas de pitisí, pídola, la baya o la bandera. A nuestros padres no les gustaba que nos subiéramos a la leña porque se caían los gramujos de la escoba y luego no servía para encender. Aunque los hijos de los dueños hacíamos guardia frente a nuestro montón para evitar que se sentaran otros chiquillos, siempre nos subíamos algunos y mirábamos cómo jugaban los otros, plácidamente, mientras comíamos el pan con torreznos o chorizo o los suculentos bollos fritos que la madre hacía cuando masaba. Sólo se sentaban los amigos más allegados, ejerciendo el amo entre los niños de su edad y los más pequeños una exhibición de poderío infantil que nos elevaba a altas cotas de bienestar: tú sí, tú no. Tú no me dejaste jugar el otro día, así que ahora no subes. La defensa del fortín y la elección de los momentáneos moradores dependían mucho de la calidad del atacante e, incluso, de los familiares que compartieran con él escuela ese año. La edad y el volumen eran factores determinantes a la hora de permitir o no la subida a la leña. Así que cuando le tocaba quedarse fuera de los juegos a algún mayorzote fuerte y desgarbado del último año, que se subía sin pedir permiso, el dueño de la hacina, ante las miradas inquisitoriales de los compañeros que estaban abajo, solía decir: “A ti te dejo”. Era una forma de salvar la dignidad porque el grandote se iba a sentar de cualquier manera. Y era también una forma de evitar un conflicto de final incierto y acaso problemático para el guardián del castillo.

Exactamente esto fue lo que me recordó el otro día un cura que intentaba explicar a través de la televisión la postura de la Iglesia en relación con El Rey y la ley del aborto de la “miembra, joven y austera” Aído. Decía el prelado que serían excomulgados los diputados y senadores que, siendo católicos, votaran a favor de la ley. Cuando se le preguntó por El Monarca, sólo le faltó decir: “A ti, te dejo”.
RHM

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