A Braulio, que
no es un hombre culto porque la vida no le ha dejado, no le gustan las palabra
huecas. Braulio prefiere el lenguaje directo, la expresión certera que va
derecha al significado. Viene a cuento esta reflexión porque ayer, sentado a la
sombra de los álamos de El Venero, como casi siempre desde que es viejo, y
rodeado de los de siempre, uno de los de Madrid se tiró un buen rato hablando
de la psicología rural. La piscología rural por aquí, la psicología rural por
allá. Lo único que el viejo sacó en claro fue que la dichosa psicología tiene
mucho que ver con el comportamiento y este con el sentido común que, muchas
veces, como decía el maestro D. Marcelino, es el menos común de los sentidos.
Hoy, en su
paseo mañanero, el viejo sigue dándole vueltas a la conversación de ayer. Los
pensamientos le llevan a rememorar un cuento que, en las noches de invierno al
amor de la lumbre y a la luz del candil, narraban su madre, su abuela o alguna
de las vecinas que venían de hilandero y que, según cree, define mejor el
comportamiento de los pueblos que cualquier psicología.
Braulio no
recuerda dónde ocurrieron los hechos porque cuando su abuela comenzaba con lo
del padre y el hijo, el niño que era entonces, los ubicaba en Los Santos y los
acompañaba por el recorrido que hacían por el pueblo.
La narración se
iniciaba siempre cuando el niño, harto de la conversación de las mujeres, les pedía
que le contaran el cuento del burro, que casi siempre comenzaba así:
Un padre y un
hijo que venían de Los Eros, subían por el camino de Los Santos, el hijo
montado en un burrillo y el padre andando detrás. Cuando alcanzaron a las
primeras casas del pueblo, una de las mujeres que hilaban sendos copos de lana al
resolano en Lleralta, viéndolos llegar, dijo a las otras:
—Mirad el
mundo de hoy. El viejo andando y el joven montado. Así son las cosas ahora.
El padre, que
era de oreja fina, oyó a la mujer y, sin contestar, indicó al muchacho que
bajara y sin más, arrimó al burro a un poyo de los que hay en la calle y montó
en el burro. Así enfilaron la Carrera de los Gallos, el padre arriba y el hijo
detrás, agarrado al rabo del animal. Cuando llegaron a la plaza, otra de las
mujeres que cosían al resolano en el corral de Tío Gorito, dijo a las otras:
—Mirad el
mundo de hoy. El hijo andando y el padre montado. No sé cómo no le da vergüenza.
Pero, en fin, así son las cosas ahora.
El padre, que
ya hemos dicho que era de oreja fina, oyó a la mujer y sin contestar ni hacer
ningún comentario se echó abajo del burro, lo tomó del rabero y siguió
caminando. Y así, el padre delante, el burro en medio y el hijo detrás,
llegaron a La Asomadilla, donde un grupillo de hombres levantaba un portillo en
la pared de la era de tío Juan. Uno de ellos, sin cortarse un pelo, dijo a los
otros:
—Mirad que
bobos. Los dos andando y el burro tan campante. Y seguro que esta noche le
llenan el pesebre de heno.
La narradora,
que no sabía de psicología, ni rural ni urbana y que seguramente no habría oído
nunca tal palabra, terminaba siempre con una reflexión que Braulio no recuerda
exactamente, pero que podría parecerse a esta:
“En la ciudad
y en el pueblo haz lo que debas hacer y olvida de los otros el parecer”.
RHM
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