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jueves, 24 de enero de 2019

A VUELTAS CON LAS PALABRAS...



Braulio no es un hombre culto porque la vida no se lo ha permitido. De niño fue a la escuela el tiempo justo para aprender las cuatro reglas y leer con soltura. De los otros conocimientos, pocos. Y eso que a la madre no le gustaba que faltara si no era estrictamente necesario; no como otros, que aprovechaban cualquier circunstancia para no ir: que si tocaban las cabras, que si tenían que ayudar a uñir la yunta, que si la pastoría… Y, como la mayoría de los muchachos del pueblo: en cuanto que podían con el morral, ya se sabía: de zagales con cualquiera y adiós aprendizaje. Pero Braulio no se queja. Entonces las cosas eran así y así había que aceptarlas. Otros lo pasaron peor, sobre todo los que no tuvieron más maestro que otros pastores y que aprendieron a leer gracias al empeño que ponían estos en tomarles la lección en el chozo, a la luz de un pobre candil de aceite, cuando ya el rebaño estaba en la red y la noche propiciaba la quietud y el sosiego necesarios para la lectura.

 Braulio no es un hombre culto, pero sí es un hombre leído. Un hombre que se encandilaba con las explicaciones del maestro cuando hablaba de algún hecho histórico y que se iba a casa con la necesidad de ir más allá, de saber qué pasaba después. Fue quizá esa afición la que lo convirtió en un lector empedernido. Un lector de cualquier papel, incluso de los que se encontraba en el suelo. Y esa afición a la lectura se vio favorecida por el tedio del pastoreo. En las largas tardes otoñales, con el ganado sesteando debajo de las encinas, sin radio ni otra cosa que le distrajera, Braulio leía y leía y, sin saberlo, iba interiorizando una serie de palabras que, muchas veces, no se atrevía a utilizar por temor a que lo tacharan de sabihondo. Fue así como el viejo adquirió un vocabulario extenso que le permitió alguna vez aclarar a los compañeros el significado de ciertos papeles oficiales que los otros no podían entender.

     Braulio recuerda estas cosas sentado a la sombra de un chopo, en la huerta de La Mata, mientras un sobrino, que vino anoche de Madrid, se afana en quitar los bichos a unas cuantas patatas que tiene en el huertecillo. Y es que estos  labradores de ahora practican la agricultura ecológica —psicológica la llaman algunos en el pueblo— y no curan.  Braulio, sentado debajo del chopo, se fija en el tronco donde algún mozuelo ha tallado a punta de cuchillo unas letras encima y debajo de un corazón atravesado por una flecha. Mira, le dice al muchacho que llega con la azada al hombro, algún bobalicón ha marcado el chopo. No se dice marcar, tío, se dice grabar. Pues eso será ahora porque antes se decía marcar y se marcaban los animales y los más previsores marcaban los yugos y los astiles de las herramientas para que no se confundieran con las de otros, que aquí la gente era muy mirada y muy celosa de lo que tenía, quizá porque tenía muy poco. Y, si no te lo crees, mira lo que le pasó a tu abuelo con una azuela, que seguro que tú no sabes lo que es porque no la habrás visto en tu vida.
     El muchacho, que ahora está sentado al lado del viejo, saca del bolsillo de atrás el teléfono, manipula en la pantalla y, con una leve sonrisa, lee modulando la voz:

      Azuela: herramienta de carpintero que sirve para desbastar, compuesta de una plancha de hierro acerada y cortante, de diez o doce centímetros de anchura, y un mango corto de madera que forma recodo.
—Pues esa herramienta que describen ahí, pero que será mejor que veas luego en casa, era una de las más necesarias en las labores diarias. No podíamos salir a arar sin ella porque era imprescindible para armar el arado, colocar la mancera, machar los cuños, apretar las orejeras o para cualquier otro menester. También la usábamos para poner los astiles a las herramientas y los más hábiles para fabricar las piezas del arado: el dental, la cama, los cuños y el timón. Como ves, se trataba de una herramienta muy necesaria que requería un buen trato porque debía estar afilada y en buen estado. En cada casa solía haber una, pero algunos no eran tan cuidadosos como tu abuelo y, en lugar de cuidar la suya, preferían pedírsela a otros, aunque no se la prestaran de buena gana. Y esto fue lo que hizo tu abuelo cuando se presentó en su casa uno de tus tíos, que no te diré quién fue porque eso da igual. Tu abuelo estaba sentado al sol en el corral y el muchacho le dijo: “Tío, que está mi padre haciendo un dental para el arado y que no corta la azuela y me ha dicho que le diga que si le presta usté la suya”. Tu abuelo le respondió: “No, hijo, dile que no se la presto porque tu padre se coloca el dental para trabajarlo encima de los muslos y, como la azuela mía corta mucho, se va a destrozar las piernas”. “Que no, tío que mi padre corta encima de la pared; que coloca el dental en las piedras y así va cortando la madera”. “Pues por eso no se la presto, hijo, por eso no se la presto”.

Y Braulio no puede evitar una sonrisa socarrona a la vez que fija la vista en el muchacho que también le mira y, ambos comienzan a reír a carcajadas.