Braulio no es un
hombre culto porque la vida no se lo ha permitido. De niño fue a la escuela el
tiempo justo para aprender las cuatro reglas y leer con soltura. De los otros
conocimientos, pocos. Y eso que a la madre no le gustaba que faltara si no era
estrictamente necesario; no como otros, que aprovechaban cualquier
circunstancia para no ir: que si tocaban las cabras, que si tenían que ayudar a uñir la yunta, que si la pastoría… Y,
como la mayoría de los muchachos del pueblo: en cuanto que podían con el
morral, ya se sabía: de zagales con cualquiera y adiós aprendizaje. Pero
Braulio no se queja. Entonces las cosas eran así y así había que aceptarlas.
Otros lo pasaron peor, sobre todo los que no tuvieron más maestro que otros
pastores y que aprendieron a leer gracias al empeño que ponían estos en
tomarles la lección en el chozo, a la luz de un pobre candil de aceite, cuando
ya el rebaño estaba en la red y la noche propiciaba la quietud y el sosiego
necesarios para la lectura.
Braulio recuerda
estas cosas sentado a la sombra de un chopo, en la huerta de La Mata, mientras
un sobrino, que vino anoche de Madrid, se afana en quitar los bichos a unas
cuantas patatas que tiene en el huertecillo. Y es que estos labradores de ahora practican la agricultura ecológica
—psicológica la llaman algunos en el pueblo— y no curan. Braulio, sentado debajo del chopo, se fija en
el tronco donde algún mozuelo ha tallado a punta de cuchillo unas letras encima
y debajo de un corazón atravesado por una flecha. Mira, le dice al muchacho que
llega con la azada al hombro, algún bobalicón
ha marcado el chopo. No se dice marcar, tío, se dice grabar. Pues eso será
ahora porque antes se decía marcar y se marcaban los animales y los más
previsores marcaban los yugos y los astiles de las herramientas para que no se
confundieran con las de otros, que aquí la gente era muy mirada y muy celosa de
lo que tenía, quizá porque tenía muy poco. Y, si no te lo crees, mira lo que le
pasó a tu abuelo con una azuela, que seguro que tú no sabes lo que es porque no
la habrás visto en tu vida.
El muchacho, que
ahora está sentado al lado del viejo, saca del bolsillo de atrás el teléfono, manipula
en la pantalla y, con una leve sonrisa, lee modulando la voz:
—Pues esa
herramienta que describen ahí, pero que será mejor que veas luego en casa, era
una de las más necesarias en las labores diarias. No podíamos salir a arar sin
ella porque era imprescindible para armar el arado, colocar la mancera, machar los cuños, apretar las orejeras o para cualquier otro menester. También la usábamos para
poner los astiles a las herramientas
y los más hábiles para fabricar las piezas del arado: el dental, la cama, los
cuños y el timón. Como ves, se
trataba de una herramienta muy necesaria que requería un buen trato porque
debía estar afilada y en buen estado. En cada casa solía haber una, pero
algunos no eran tan cuidadosos como tu abuelo y, en lugar de cuidar la suya,
preferían pedírsela a otros, aunque no se la prestaran de buena gana. Y esto
fue lo que hizo tu abuelo cuando se presentó en su casa uno de tus tíos, que no
te diré quién fue porque eso da igual. Tu abuelo estaba sentado al sol en el
corral y el muchacho le dijo: “Tío, que está mi padre haciendo un dental para
el arado y que no corta la azuela y me ha dicho que le diga que si le presta usté la suya”. Tu abuelo le respondió:
“No, hijo, dile que no se la presto porque tu padre se coloca el dental para
trabajarlo encima de los muslos y, como la azuela mía corta mucho, se va a
destrozar las piernas”. “Que no, tío que mi padre corta encima de la pared; que
coloca el dental en las piedras y así va cortando la madera”. “Pues por eso no
se la presto, hijo, por eso no se la presto”.
Y Braulio no
puede evitar una sonrisa socarrona a la vez que fija la vista en el muchacho
que también le mira y, ambos comienzan a reír a carcajadas.