Es curioso. Estoy aquí, sentado frente al río Elba, en la ciudad de Dresde,
a varios miles de km. de Madrid, contemplando los bellos edificios que se
recortan sobre el río y, sin embargo, mi pensamiento se obstina en centrarse en
la escuela del pueblo, muchos años atrás. El día es espléndido y la luz anima a
la reflexión. Anoche llegamos a la ciudad, pero ha sido esta mañana cuando he
visto el río por primera vez. El Elba. La primera impresión ha sido la que refiere
José Jiménez Lozano cuando llegó a la ciudad de Ávila por primera vez: “Jo, lo
que decía mi maestro era cierto”. Mi maestro era entonces D. Marcelino, un
joven canario al que la vida llevó al pueblo y que tanto bien hizo a los
muchachos. Nosotros éramos por entonces unos jóvenes asilvestrados, que empezábamos
a asomarnos a la vida, inconscientes aún del cuento de hadas que estábamos
viviendo. Nuestros centros de interés se acercaban más la lo cotidiano que al
aprendizaje. Y lo cotidiano era pura supervivencia. Conocíamos nuestro pasado y
preveíamos nuestro futuro sólo con fijarnos en el presente de nuestros padres.
No pensábamos entonces que fueran a producirse grandes cambios en nuestra
existencia, por lo que la escuela era para nosotros un lugar en el que pasar
algunas horas del día, lejos de madres posesivas y de padres y abuelos
mandones. Pero no era un lugar para aprender más que a leer y escribir y las
cuatro reglas. Con eso había bastado a nuestros padres y eso sería suficiente
para nosotros.
Muchas veces he pensado en aquel maestro. Un
muchacho joven, procedente de una tierra con un clima benigno, con mar, al que
obligan a trasladarse a un pueblo perdido en la montaña, sin agua ni luz,
nevado la mayor parte del invierno, alejado de sus familiares y amigos, forzado
a vivir de patrona en una casa de pueblo con las mínimas comodidades. Pero
nunca le oímos quejarse. Más bien al contrario, algunos le oyeron decir que el
pueblo era precioso y la nieve le recordaba El Teide, aunque yo no supera
entonces a qué se refería. Aquel canario supo tocar en nosotros esa tecla que
activa el deseo de saber, que despierta el genio y que aviva la imaginación por el puro placer de
aprender. Le recuerdo a la puerta de la escuela, en el recreo, toda la era
nevada, los mayores acometiendo a bolazos de nieve a los más pequeños y veo al
maestro agacharse, hacer una bola y lanzarla sobre uno de los grandes. Y le veo
recibir con una sonrisa la lluvia de bolas que, en respuesta a la suya, le
lanzan los niños, incluso los más pequeños. Le veo sacudirse la nieve con gesto
divertido y oigo el silbato que pone fin a la media hora de asueto.
Me veo en la escuela, contento y emocionado,
alrededor de un mapa de Europa donde el maestro va señalando los ríos: Pechora,
Mezén, Dvina, Vístula, Oder, Elba… Y veo a los que antes tiraban bolos, de pie,
formando un corro, cantando de memoria nombres que no había oído nunca. Y los
veo sonreír, absolutamente concentrados en la regla que el maestro maneja con
precisión. Luego, el dictado y la Ortografía y las cuentas… Y la lectura de
cuentos… Muchos cuentos y muchas leyendas. Y recuerdo a la madre repeinándome
en la puerta de casa antes de ir a la escuela, ella canturreando y yo deseoso
de que terminara porque no quiero llegar tarde.
Hoy aquí, reclinado en la valla que separa el río
de la calzada, debiera fijarme más en el magnífico paisaje que forman el río,
los barcos y la ribera verde, en el recorte geométrico de los edificios
oficiales que se dibujan en el horizonte; en el puente románico atestado de
máquinas que lo restauran. Sin embargo, pienso en el maestro. No sé qué habrá
sido de él, pero donde esté puede estar tranquilo. El Elba existe y él tenía
razón.