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domingo, 15 de octubre de 2017

PREGONEROS

     
Era una aldea pequeña y apacible tendida en la ladera de una sierra larga y fría. En aquel pueblo las mujeres y los hombres hacían de todo. Ellas tejían jerséis y calcetines, cosían faldas y delantales y eran capaces de transformar sábanas viejas en hermosos costales para almacenar el trigo o la harina. Los hombres, todos pastores, cultivaban también otros oficios: lo mismo hacían un cesto primoroso alternando mimbre blanca y negra que reparaban un dental. En los tediosos días del invierno gélido cosían zapatos y zajones, levantaban portillos o se fabricaban un bello morral con la piel de algún borrego que cortaban y cosían primorosamente con las leznas que guardaban pinchadas en un trozo de corcho. Por eso en aquel pueblo apenas tenían profesionales específicos si exceptuamos a los albañiles, los hojalateros que venían de fuera o al herrero, que siempre fue el tío Félix, de La Lastra. Tampoco tenían panadero, ni falta que hacía, porque en cada casa había un horno donde las mujeres cocían un pan exquisito amasado con el trigo que habían sembrado, escardado, segado, trillado y molino. Los hombres se cortaban el pelo unos a otros, por lo que tampoco necesitaban barbero. El tío Agapito era el alguacil del pueblo.
            En la comunidad de villa y tierra de Piedrahíta, el alguacil tuvo su origen en el andador medieval, personaje que en la alta Edad Media tenía como misión fundamental mantener el orden público en las villas y aldeas durante las grandes aglomeraciones de personas, que solían coincidir con los días de feria o de mercado. Sus honorarios dependían de un ajuste con el Ayuntamiento y se completaban con el cobro, en dinero o en especie, a tenderos y vendedores que acudían al pueblo y cuya mercancía pregonaba el alguacil por las calles de la aldea. Aunque en algunos lugares, el alguacil y el pregonero eran personas distintas, en el pueblo, ambos cargos recaían en la misma. Así pues, era el tío Agapito pregonero y alguacil, todo en uno. Aguacil, como le llamaban los vecinos cuando los avisaba de los concejos o de la suelta de los rastrojos. Pregonero cuando su voz ronca anunciaba la mercancía que traía cualquier frutero, tendero o cacharrero que llegara a la plaza.
Era el alguacil un hombre alto, enjuto, descarnado y ceñudo que vivía en una casita baja pegada a la carretera, que en tiempos remotos había albergado la única pensión del pueblo y que ahora, y aunque él nunca lo hubiera sospechado, había devenido en bar. Era también un hombre poco amigo de conversaciones estériles con los vecinos, ni siquiera de esas que rayan con la más elemental cortesía. ¿Está horra la vaca, Agapito?, le preguntó una vez una vecina por aquello de decir algo. Y a ti qué te importa —respondió el hombre—. Todavía no te he preguntado yo si están preñás las tuyas. Casi siempre que echaba un pregón, su cara mostraba un cierto aire de cabreo perenne, como si quisiera protegerse de algo, quizá de aquella canción que  los niños, inocentemente crueles, entonaban en cuanto oían la corneta  y la ocasión lo propiciaba: Tio Agapito toca el pito y tía Flora la tambora…  O quizá, con aquella expresión hosca, quisiera meter miedo a esos niños y a otros mayores; porque el tío Agapito era de los pocos en el pueblo que tenía árboles que daban peros, ciruelas y melocotones que los niños y jovenzuelos le robaban cuando aún estaban duros como piedras, como las piedras que el hombre les tiraba con saña y riesgo de descalabro cuando se acercaban al huerto y el aguacil se había escondido en la oscuridad antes de que llegaran, harto ya de que le robaran la fruta.
Quizá por eso los niños, en injusta reciprocidad, en cuanto la corneta rompía el silencio de las plácidas mañanas del pueblo, se apostaban en cualquier esquina y le cantaban: Tío Agapito toca el pito y tía Flora la tambora… y corrían a esconderse por si acaso, aunque en aquellas ocasiones el tío Agapito sólo se defendiera con amenazas e improperios.
Era el tío Agapito un maestro echando pregones, siempre anunciados y rematados con un toque de turuta. De orden del Sr. Alcalde se hace saber: que al anochecer vayan todos los hombres a la Casa de Concejo para tratar del arreglo de La Carrera de los Gallos. También ejercía de pregonero de la Hermandad de Agricultores y Ganaderos sin que la redacción del pregón variara mucho. De orden del Sr. Presidente de la Hermandad se hace saber: que el día 17 de este mes quedarán sueltos los rastrojos y que hasta esa fecha nadie sea osao de meter ovejas ni cabras ni burros en ninguna tierra bajo multa de mil pesetas. Otras veces, el pregonero hacía  de policía municipal y se presentaba en cualquier casa, empujaba la puerta y, sin entrar, siempre sin entrar, preguntaba: “¿Está el amo? No, anda en el huerto, decía la mujer. ¿Qué le quieres? Que a la noche vaya al Ayuntamiento, que le llama el Alcalde. ¿Y qué le quiere? Eso ya se lo dirán allí,  respondía invariablemente el tío Agapito. Y lo mismo contestaba si alguna vecina salía a la puerta un segundo después de que la voz del pregonero hubiera terminado de vocear su pregón y la turuta hubiera cesado en su soniquete e, inocentemente, le preguntaba: ¿Qué pregonas, Agapito? Y el alguacil respondía: Ya se pasó. Tendrás que esperarte a la siguiente. Y se iba sin despedirse. Quizá por eso le cantaban.


NOTA: Sirva este relato de homenaje a este y todos los pregoneros de nuestros pueblos, que, en aras de eso que llaman progreso, fueron sustituidos por un frío e insensible papel pinchado en un corcho dentro de un cajetín de aluminio y metacrilato.

domingo, 1 de octubre de 2017

HACERSE VIEJO



A Braulio esto de la vejez le ha pillado por sorpresa. Ha trabajado toda la vida viendo sucederse los días y los meses sin darse cuenta, siempre pendiente de los ciclos de la naturaleza. Después del verano, recogido el heno y el pan, echaba la leña y se preparaba para la sementera del otoño. En invierno podaba los bardos y hacía las regaderas en los prados. Algún día soleado iba al molino y, si nevaba, aprovechaba para los arreglos en casa. Luego, estercolaba y disponía lo necesario para la siembra de los huertos. Y cuando las vacas se iban a la dehesa, por el veinte de mayo, acababa con la siembra de las patatas y preparaba la guadaña, que los prados de secano no esperaban más allá de San Juan. Así había sido siempre, salvo cuando se iba a Extremadura en los meses de invierno. Y de pronto, hizo los sesenta y cinco y los hijos, que no el cuerpo, empezaron a marearle con lo del cobrado, que le volvían loco un día sí y otro también. Que las vendas, padre, que ya no te hace falta, que ahora ya te lo dan y, además, nosotros no pensamos jodernos las vacaciones segando y haciendo armeales; que nosotros también necesitamos descansar, que en Madrid no lo regalan y que nos levantamos todos los días de madrugada y el mesecillo de vacaciones lo necesitamos para otras cosas. Así que Braulio, harto de oírles, vendió las vacas y el burrillo y se quedó sólo un par de cabras y con las gallinas, que de esas los hijos no dijeron nada, quizá porque no comían heno y porque les gustaba la tortilla casera y no esa medio descolorida que les dan en Madrid.
            Entonces Braulio se sintió viejo sin haberlo notado antes. Y quizá no se hubiera dado cuanta tan pronto si la mujer no le hubiera apuntado a uno de esos viajes que llaman del Inserso. Fue cuando la boda del nieto, en los últimos días de setiembre. Aprovechando el desplazamiento a Madrid, la hija los llevó a una agencia y contrataron un viaje para muchos meses después, allá por la primavera. Braulio no dijo que no porque conocía las ganas que tenía la mujer de montar en avión; y él también, aunque se lo callara. Y además, de aquí a marzo podrían ocurrir muchas cosas, incluso que él se muriera. Y no era cuestión de quitarles la ilusión a la mujer y a los hijos que con esto del viaje mostraban mucho más entusiasmo que con los trabajos del pueblo. Y, además, según decían ellos, el viaje no era caro porque lo subvencionaba no sé quién.
            Pero marzo llegó y a las cinco de la mañana,  Braulio y la mujer ya estaban con el grupo de viejos en el aeropuerto, aunque el avión no salía hasta las siete y media. Pero como  a ninguno de los dos les ha importado madrugar y tenían mucho que ver, no les molestó la espera. Así fue como Braulio hizo su primer viaje en grupo y, procurando agruparse lo menos posible, pasó los ocho días y siete noches y regresó al pueblo no mucho más moreno de lo que se había ido porque el viejo tiene la piel bastante cetrina pues el aire de la sierra la curte tanto como el del mar.
            Cuando, de regreso en el pueblo, salió por la mañana con las dos cabrillas a la plaza, su amigo Ambrosio, nada más verle, le preguntó por el viaje.
—Coño, Braulio, has vuelto y no digo yo que hayas echao muchos kilos, pero sí alguno. Eso quiere decir que te han dao bien de comer y de beber. Y todo por cuatro reales, que dicen algunos que estos viajes salen más baratos que quedarse en casa.
Braulio podría haberle contado muchas cosas, pero hombre irónico y socarrón como es, optó por darle al viaje un cierto aire humorístico que, la verdad sea dicha, hasta aquel momento no se le había ocurrido.
—Hombre, pues el viaje bien, la verdad. Aunque algunos se quejen sin razón; o con ella, que para gustos están los colores.
— ¿Y de qué se quejan? Si puede saberse…

—Pues de muchas cosas.  Que si para viajar te tienes que levantar a las cuatro de la mañana porque hay que estar en el aeropuerto dos horas antes de embarcar; pues te levantas, que seguro que no nos levantamos a esa hora desde que dormíamos con la pastoría y teníamos que mudar la red entre la noche para estercolar la tierra. Que si cuando llegas al hotel el primer día, a eso de las nueve y poco, una muchacha muy maja te dice que las habitaciones no estarán disponibles hasta la una y media; pues nada hombre. Te das un paseíto y admiras el mar, que seguro que hace tiempo que no lo haces. Que si al día siguiente te reúnen para venderte unas excursiones que doblan el precio del viaje; pues no las cojas. Y que si en medio de la reunión, uno de los viajeros se puso a hablar a gritos por el teléfono móvil; pues te aguantas que, como dijo otro, no todos pudimos ir a un colegio de pago. Y yo creo que no lo decía por mí, que ya sabes que dejé la escuela a los doce años. Que si te sacan de excursión en un autobús de dos pisos y te tienen todo el día subiendo y bajando; pues bien que hacen, que, como dijo uno, algunos en Madrid no se mueven lo que son de largos. Cogen el autobús a la puerta de casa y se bajan delantito del hogar, que con eso del abono a doce euros no dan un paso. Y no digamos si en el hotel meten a muchos más de los que caben y tienes que hacer cola para comer y cenar y sentarte cada día con uno. Que nos hemos acostumbrado a lo bueno y no nos damos cuenta de que nos lo dan limpio y guisado y, aunque lo tengas que coger tú y aguantar los empujones de los más impacientes, es mucho mejor eso que tener que comprarlo y que lo prepare la mujer. Y lo de sentarse con otros, pues tampoco viene mal, que si es cierto que nos volvemos como niños, pues tendremos que hacer lo que hacen los niños que no es otra cosa que buscar amigos en cuanto los dejas solos. Y si los amigos son de lejos, pues mejor, más aprendemos.    En estas andan cuando llega Felipe, el más chico de los quintos de Braulio, que va de cabrero. Viene con el morral y la garrota seguido de un perrillo blanco que caracolea delante con ganas de jugar. Nada más verle, le dice:
—Coño, Braulio, qué buena pinta traes y qué ganas tengo de que llegue diciembre para cumplir los años.
—Bueno, bueno, tú no tengas mucha prisa.