Para los que no saben cómo somos, somos lo que los demás les cuentan
Cuando heredó el prado de La Concepción, no se puso muy contento, la verdad sea dicha. Estaba lejos, no había ninguno más del pueblo por allí y, por si fuera poco, había que traerse el heno a casa. Además, el abuelo, con esa confianza proverbial que manifiestan los suegros hacia los yernos, no había dejado de decir a quien quisiera oírle que el prado era una joya, pero que en según qué manos, no iba a ser muy productivo. Así que el yerno se lo tomó como algo personal y todos los días, él o la mujer y luego los muchachos, cuando valieron, se volcaron en el riego y en la vigilancia para que ninguno de los que andaban por allí con cabras u ovejas aprovecharan la soledad del lugar para alimentarlas gratis.
El prado estaba en un barranco, casi más cerca de Zapardiel que del pueblo, en medio de un monte atestado de calabones. Cuando el hombre iba a regar, aprovechaba para echar una carga de leña que arrancaba siempre en terreno común, aunque para conseguir llevar algo decente, tuviera que buscar y rebuscar entre los piornos cien veces esquilmados. Y eso que bien cerca los había muy buenos y fáciles de arrancar. Pero eran de El Castrrejón de Navasequilla y aquello era privado, de socios, como decían ellos y sólo los socios podían sacar de allí la leña. Y es que entonces la leña era un bien muy apreciado, que el que más y el que menos echaba veinticinco o treinta cargas para casa; no como ahora, que sobran tantos calabones que por muchos sitios ni siquiera el ganado puede pasar.
Aquella tarde, el hombre tenía prisa; esperaba un hijo y la mujer andaba ya fuera de cuentas y en cualquier momento se podría producir el parto y, aunque él no tuviera que intervenir, que de eso se habían ocupado siempre las cuñadas y las viejas más entendidas, no quería estar fuera si se producía el acontecimiento. Por eso arrancó con fuerza unos calabones, los amontonó e hizo los lazos, pero cuando iba a cargar, se dio cuenta de que no tenía bastante leña para completar el sobernal. Acuciado por la prisa, reparó en un hermoso piorno que, al borde del camino, pero en lo de los otros, se ofrecía como una tentación. No se lo pensó dos veces. Agarró el azadón, escarbó un poco en la tierra y con un certero golpe sacó un tronco y luego otro y otro; y habría seguido si alguien no le hubiera tocado con fuerza en el hombro.
— No jodas, Vítor. Sabes de sobra que aquí no podéis arrancar leña los de Horcajo.
— Ya lo sé, pero me faltaban unos cachos y con la prisa que tengo, que en cualquier momento pare la mujer, pues ya ves.
— Pues esos cachos valen quince pesetas. Así que mañana o pasado a más tardar te personas en mi pueblo y se las entregas al comisionado, que se llama Horacio. Tú le conoces bien, que habéis sido compañeros en Extremadura.
El hombre cargó y arreó el burrillo hacia el pueblo, apenado por el dinero que tanta falta hacía en casa y cabreado por haberse dejado pillar como un pardillo. Sólo el nacimiento de la niña, que vino con bien a la mañana siguiente, le hizo olvidar un poco la inquina que sentía.
Sabía que no le iban a perdonar, aunque sólo fuera para servir de escarmiento, así que en cuanto todo estuvo en orden en casa, el hombre madrugó, echó carretera arriba, buscó al comisionado del otro pueblo y le pagó las quince pesetas.
Estaban por entonces arreglando el tejado de la ermita, común a los dos pueblos y allí estaba el amo del prado echando una prestación, sobando cemento y alcanzando ladrillos cuando uno de los que venían con agua de la fuente de El Escanillo le dijo que, si quería cobrarse las quince pesetas, ahora era el momento, porque un buen hatajo de ovejas había saltado la pared y estaba tranquilamente comiéndose la hierba que con tanto afán regaba él para las vacas.
El hombre dejó la faena y corrió cuesta abajo hasta dar vista al prado. Efectivamente: unas cuarenta, o quizá más, comían con glotonería extendidas por el verde, ajenas al cuidado de la pastora, una moza de buen ver que cantaba y cosía en lo alto de la pared sin hacer intención de sacarlas. Al advertir la presencia del hombre, la zagala dejó la costura, saltó al prado y comenzó a arrear el ganado ayudada por un diminuto perrillo careto más agresivo que eficaz.
El hombre colaboró con la moza por la cuenta que le tenía y, cuando consiguieron sacar la última, le dijo:
—Muchacha, dime cómo te llamas y de quién son estas ovejas, porque soy el amo del prado.
La moza respondió:
—Yo no tengo nombre y las ovejas no tienen amo-. Y se alejó a toda velocidad, poniendo tierra de por medio.
Cuando regresó a la ermita y contó el suceso, el que le había advertido de la presencia del ganado en el prado —del mismo pueblo que la moza, por más señas— le dio el nombre de la muchacha y le dijo que era la hija de Horacio, uno de los comisionados de El Castrejón. Tú le conoces bien, que habéis sido compañeros en Extremadura.
Por la noche, ya en el pueblo, el hombre se entrevistó con el secretario de la Hermandad para contarle el caso y éste le dijo que podía denunciar por el daño y por negarse la moza a darle el nombre y que por ambas cosas podría pedir dinero.
Sin embargo, a la mañana siguiente, antes de que hubiera tomado una decisión, se presentó en casa el padre de la muchacha que le dijo que se había enterado de la cosa y que ya se sabe, esta juventud, que es la hostia, que no se encomienda ni a dios ni al diablo y que a ver cómo lo podían arreglar, que él no era partidario de denuncias y que mejor hablarlo entre ellos que no andar con el juez por medio ni con tasadores ni otras tonterías y que él lo había visto antes de bajar y que había levantado un par de piedras de la pared y que era más el detalle de la moza que el daño.
-Pues el detalle vale quince pesetas. Así que, si estás de acuerdo, pues me las das y aquí paz y después gloria. Y si son las mismas quince que te di la semana pasada, pues mejor que mejor.
-Las mismas no pueden ser, que aquellas están en otro talego, pero igual te valen estas-. Y echó mano a la cartera y le entregó tres duros en billetes de cinco.
Unos días después estaba el hombre otra vez arrancando leña en el cerro, cerca del prado que cuidada con tanto ahínco, cuando llegaron dos muchachetes que guardaban un pequeño hato de borregos, unos treinta animalillos que rebuscaban entre los calabones algo que llevarse a la boca en aquel agosto que terminaba.
El hombre levantó la cabeza y antes de saludar a los mozalbetes, oyó cómo uno le decía al otro:
—Ves delante y ponte en la pared del prado. Y ten mucho cuidado; que no se salte ninguno.
Y, acercándose al hombre, le dijo:
—¿Sabe usté de quién es este prao?
El hombre podría haber dicho que sí, pero sin saber muy bien por qué, respondió.
—No. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque dicen en mi pueblo que lo ha cogido ahora un tío cabrito que es más malo que un dolor y nos ha dicho mi madre que tengamos cuidado, que cobra el dinero sólo porque alguna se suba a la pared, aunque no salte. Y que ya les ha soplado los cuartos a unos cuantos de mi pueblo y a otros del suyo.
El hombre de la leña sonrió levemente y no contestó. No contestó porque, como buen campesino, sabía desde niño que el miedo guarda la viña.