Cuando mi madre me parió, rondaba ya los cuarenta años; nadie me
esperaba con los brazos abiertos. Sobre todo si tenemos en cuenta que era el
séptimo de una familia campesina que, desde hacía muchos años, cocinaba con más
amor que ingredientes.
Y no es que
no me haya sentido querido después; sencillamente, era lo que había y así hube
de aceptarlo. Aceptar que mi madre no tuviera leche y que me amamantara una
cabra, que, dicho sea de paso, se ahijó conmigo de tal manera que el alcalde
permitió que se quedara en el pueblo ramoneando entre los huertos con tal de
que yo saliera adelante.
Así las
cosas, no es de extrañar que pronto conociera amo en pueblo ajeno. Y, si bien
no me estampó como a Lázaro contra el verraco de piedra que adorna uno de los
puentes de Salamanca, el primero que yo tuve no le iba a la zaga en crueldad y
marrullería. E, igual que el ciego, este también presumía ante sus amistades de
que todo lo hacía por enseñarme. No sé que enseñanza se podría sacar de un
hombre que se montaba en el caballo y a mí me cargaba a las costillas un saco
de perrunillas de siete u ocho kilos hasta la majada para dar de comer a los
perros. Él montado y yo a pie; Y encima,
de vez en cuando, me decía: “No te rezagues, que tenemos que llegar antes de la
suelta, que si no, los perros no almuerzan”. Mal almuerzo tengas tú, pensaba
yo.
Estar todo el día con él era peor que
estar solo, así que cuando al caer la noche, regresábamos a casa, yo, que ya
había hecho amigos en el pueblo, desaparecía en cuanto podía para irme a
corretear por la plaza con los otros zagales. Si él salía de la taberna, que
estaba en una esquina, le bastaba con echar un ojo a la plazuela y cuando me
veía, me llamaba a gritos: “Braulio, vete a echar el agua al prao Luengo”; y, aunque fuera noche
cerrada y estuviera oscuro como boca de lobo, yo dejaba los juegos, recogía la
azada y, aun con el riesgo de romperme la crisma, corría por las callejas
sorteando las piedras y el miedo para volver cuanto antes. Nada más llegar a
casa, soltaba la azada en el corral y gritaba por lo alto de la puerta, que
siempre estaba abierta: “Ya he vuelto, tío Germán. Me voy a la plaza, ahí se
queda la azada”. Y aún tenía tiempo de ver la figura enjuta del amo que se
asomaba al poyo, tanteaba la herramienta y en viendo que estaba mojada, daba
por bueno el resultado. No tardé yo mucho en darme cuenta de tal circunstancia,
así que a partir de entonces, cada vez que el amo me mandaba a echar el agua a
algún prado sólo por quitarme de jugar, yo cogía la azada, esperaba un rato, la
mojaba en el pilón de la plaza, esperaba otro poco y la depositaba en el poyo a
la vez que voceaba por encima de la puerta: “Ya he vuelto, tío Germán… “
Otras veces era el caballo. Tenía el
amo un garañón blanco, grande y manso como un borrego, que utilizaba para ir
montado a todas partes; hasta para ir a la taberna, que no era extraño verle
atado a la puerta del establecimiento. La relación del hombre con el animal era
enfermiza; con tal de no darle mala vida o de que comiera un rato más, era
capaz de cualquier cosa. Así que no era extraño que pasáramos al ponerse el sol
por el prado de El Venero, a dos kilómetros del pueblo, y lo metiera en la
cerca, diciéndome mientras se apeaba: “Como todavía es algo pronto, vamos a
dejar aquí el caballo, luego, cuando cenes, vienes a por él y lo cierras en la
casilla, que los animales tienen que comer y con la fresca, comen mejor”. Mucho
que te importa a ti si comen mejor o peor, decía yo para mí, que si tuvieras que
volver tú a buscarle, seguro que cenaba en la cuadra, como los otros.
Y fue precisamente el caballo la gota
que colmó el vaso. Era un día de mediados de junio, en plena cañada de El
Cervunal de las Pozas. Sabido es que en ese tiempo, las vacas cucan porque las
pica una mosca que las pone como locas y los animales corren sin rumbo,
llegando a perderse. Estábamos como digo cuidando las vacas, él como siempre,
montado en el garañón, inmóvil cual nuevo Clavileño, y yo de pie en la linde de
lo de Santiago. Los animales tendidos por la cañada, cada vez más nerviosos, pero
quietos. De repente una levantó la cabeza y prendió a correr sin control; y
luego otra y otras muchas, como si se hubieran vuelto locas. Fue ver la
estampida y el tío Germán se levantó en los estribos y empezó a gritar: “Corre,
Braulio, corre”. Pero él no se movió. Se quedó quieto, como si el caballo
estuviera amarrado al suelo. Yo corría y corría, en una dirección y en la otra,
arriba y abajo, intentando mantener en el prado a unos animales que habían
perdido la cabeza. Y cuanto más corría, más impotente me sentía, más seguro
estaba de que yo solo no podría con aquellos bichos frenéticos que no me hacían
ningún caso. Corría y detrás de mí oía la voz que aullaba incansable: “Corre,
Braulio, corre. Allí, en los calabones. Abajo, en la fuente. Corre”. Pero ni el
caballo ni el jinete se movían, como si no tuvieran nada que ver con el
espectáculo que se desarrollaba en la pradera.
A punto de echar los bofes, me planté
delante del caballo y grité: “Corre tú, hostias, que no creo que estés muy
cansado”. Y entonces el tío Germán, rojo de furia, alzó la fusta con
intenciones claras. Yo, por defenderme del latigazo homicida, levanté el palo y
lo descargué sobre el bulto. El garrotazo impactó en las ancas del caballo, que
se levantó de atrás de manera que el jinete voló por encima de las orejas.
Viendo que estaba vivo, no me esperé a ver los efectos de la caída, sino que eché
a correr cerro arriba y no paré hasta la fuente de Vacía Zurrones, donde
almorzaba un pastor de mi pueblo que iba de camino a Los Cuartos. Eulogio, que
así se llamaba el paisano, viéndome tan alterado y sudoroso, me preguntó por el
amo. “Para amos estoy yo”, le dije y le conté lo sucedido. “Pues el mío
necesita un zagal”, me indicó. Y sin pensármelo dos veces ni despedirme de
nadie me fui con él.
Pero eso ya es harina de otro costal,
porque si esto gusta y mantengo esta inclinación por escribir, lo que me
aconteció después dará para otros relatos.
RHM
Marzo 2015