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martes, 25 de febrero de 2014

ASPERÓN



asperón1. 1. m. Arenisca de cemento silíceo o arcilloso, que se emplea en los usos generales de construcción y también, cuando es de grano fino y uniforme, en piedras de amolar (DRAE).
Anda y que no ha pasado y paseado veces Braulio por El Asperón, pensando siempre que el nombre tendría que ver con lo que en el pueblo entiende todo el mundo por áspero. Un terreno áspero es un terreno brusco, escabroso, difícil para caminar. Claro que esto de los nombres tiene su intríngulis porque una manzana agria, de esas reinetas que no se pueden comer hasta Navidad, también es áspera. Y no hablemos de las aliceras, que eso son palabras mayores.

El caso es que el otro día, un maestro nuevo que ha llegado al pueblo y que anda empeñado en que los hombres vayan a la escuela por la noche, se puso a hablar de los nombres del pueblo y dijo que El Asperón era algo así como un tipo de arcilla gorda, “mucho más gruesa que esa que ustedes llaman ardilla”. Y, si te pones a pensar, no le falta razón. Que no hay más que fijarse en las piedras de las eras, que son como de arenisca barriza. Y no son nada duras, que se parten solas y siempre andan los cachos rodando por la calle. Así que los que pusieron El Asperón al trozo este que va desde la plaza hasta la Portillera, no andaban descaminados. Y eso que en el pueblo, terreno áspero es casi todo, que no hay más que fijarse en las rodillas de los muchachos.

            Y desde que lo dijo el maestro, Braulio mira con otros ojos el trozo de calle. Siempre ha pensado, y lo ha pensado muchas veces, que si se fijara una tormenta en lo alto del Collaíllo y descargara encima de la carretera, el andaluyo no tendría otro lugar de paso que El Asperón. Y eso debió de pensar también Juan Rojillo, el marido de Joaquina, el otro día, cuando el incidente con Pascual.

De Joaquina, se dicen muchas cosas. Braulio está al tanto de todos los chismes que corren en el pueblo sobre la mujer y Piñón, pero no hace ningún caso, porque piensa que cada uno es muy libre de organizar su vida como le parezca y allá cada cual. Eso no quiere decir que no conozca los cuentos como los conocerá todo el pueblo, que aquí, los inviernos son muy largos y las lenguas inquietas.

            El caso es que el otro día se produjo eso que Braulio había pensado tantas veces. Sobre las cuatro de la tarde asomó una amenazadora nube oscura  por encima del camino del Cerro. El calor aumentó y la nube se fue extendiendo hacia El Collaíllo, cada vez más grande, cada vez más negra, cada vez más tenebrosa. Por fin se fijó encima del cercao de Agapito y allí se quedó, de guardia, como esperando órdenes. Todo el cielo se fue oscureciendo hasta que estalló el primer trueno y unas cuantas gotas vinieron a refrescar un poco el ambiente tórrido que había invadido el pueblo llenando de tensión y angustia los corazones de los más aprensivos, que aquí hay muchos que tienen un miedo cerval a las tormentas. Y algunos, incluso se ponen malos y les duele la cabeza y la barriga hasta que se produce el estallido, que entonces es como si ellos también explotaran; y se relajan y descansan.

Y fue entonces, cuando casi no llovía, el momento que eligió Juan Rojillo para salir con una azaúcha y ponerse a escarbar debajo de la pontezuela de la plaza, aclarando la alcantarilla para que nada entorpeciera el paso del agua cuando se produjera la previsible riada; para que la arena y el cascote tuvieran vía libre hacia las casas de Benitón, Pascual y Lorenzo, con lo que eso supone, sobre todo para esta última, que está en plena calle, que las otras, al menos tienen un corralillo delantero. Y allí andaba afanado el hombre cuando salió Pascualito hecho una fiera y gritando como un loco. Y a punto estuvieron de pasar a mayores. Se dijeron de todo y todo malo, pero lo que más fastidió a Juan fue que le llamara Cornelio. “¡Vete a casa, Cornelio, que seguro que allí haces más falta! ¡Cornelio, más que Cornelio!”. Y lo repitió. A Juan le jodió mucho lo de Cornelio, sobre todo porque no lo entendió. Así que por la noche, después de la tormenta, que fue menos de lo que se pensaba, se las ingenió para preguntar al maestro qué significaba la palabrita. “Hombre, Sr. Juan, Cornelio fue un nombre muy común entre los romanos. Un Cornelio destruyó Cartago y vino a la península hace casi dos mil años. Lo que pasa es que, al contrario que otros nombres romanos como Quintiliano, Lucio o Julio, este se ha ido perdiendo; por eso le extraña”. Y claro que le extraña. Ahora mucho más, porque Juan está seguro de que Pascual no sabe nada de Cartago; ni siquiera sabrá qué es eso de la península. ¿Y lo de los años? Dos mil años. ¡Como si fuera ayer! Anda que va a saber el maestro lo que ocurrió hace dos mil años y cómo se llamaba la gente.

Y le extraña más todavía cuando observa que Relances, que anda al quite, como siempre, tiene en la cara una sonrisa socarrona que algo querrá decir.

RHM
Febrero 2014.
La historia me la contó Felipe Bohoyo este verano. Muchas gracias.