Ha madrugado Braulio algo más de la cuenta esta mañana de septiembre para dejar atendido el ganado antes de irse a Las Cerrás, con el cuñado, a
echar un tirante al armeal que está algo torcido y que cualquier día les puede
dar un susto. Ahora está almorzando en la cocina unos torreznos recién fritos
y una buena cazuela de café con sopas, que Braulio no es de los de las patatas
por la mañana. Sentado en una banqueta, al amor de la lumbre que chisporrotea
rítmicamente, el hombre mastica despacito el pan moreno sobre el que ha
colocado un torrezno que va cortando a trozos con una navaja cabritera tan
afilada que igual le podría servir para afeitarse.
Hace ya algún tiempo que Braulio anda con la mosca detrás de la oreja
cada vez que ve el armeal del cuñado en La Cerrá. El día que recogieron el
heno, a punto ya de poner las bardas, el palo se inclinó un poquillo hacia el
poniente, pero la hermana, que estaba arriba, no se dio cuente entonces porque
ni crujió ni nada; sólo la inclinación. Y ahora, casi dos meses después, se
aprecia a simple vista la caída, que perece la torre esa de Italia que sale en
la tele; de Pisa dicen que se llama. Sólo que esta lleva ya un montón de años
así y el armeal puede que no llegue al invierno. Cualquier día se acuesta sobre
la pared de la armialera y a tomar viento. Entonces se pueden preparar, que
muchos no saben lo que es deshacer un armeal que se ha caído: el heno enroscado
alrededor del palo, hecho un ovillo y apelmazado entre las piedras de la pared,
y los hombres cefrando con las horcas
a puro huevo, aflojándolo hasta sacar todo el heno pella a pella. Y luego,
vuelta empezar: poner bien el palo, si es que no está roto y otra vez a hacer
el armeal, como si fuera julio.
Por eso Braulio, cada vez que va a El Vallejo, observa al armeal
torcido con la misma mirada inquisitiva que emplearía un médico con un
paciente, como sopesando cuánto aguantará. Y bien sabe él que la culpa no es
del armeal, sino del que puso el palo, que no hizo el agujero lo bastante
hondo, ni lo aseguró con piedras ni colocó las llaves como debe hacerse. Y aquí están los dos hombres, Braulio
arriba, atando la soga al palo por encima de las bardas y el cuñado abajo,
esperando que termine el otro para tensarla, tirar con fuerza en un intento,
seguramente vano, de enderezar algo el montón de heno y fijarla a un leño tremendo,
resto de algún roble caído muchos años antes, que descansa firmemente apoyado
en las enormes piedras que circundan la armialera, como un testigo mudo de las
escasas fuerzas del leñador que lo cortó.
Y en estas andan los dos hombres cuando se acerca el cabrero,
precedido por el sonido de una radio rectangular forrada de cuero, que cuelga
del hombro como si de un segundo morral se tratara. Y es que ahora los pastores
andan así: además de la cuerna y la garrota, casi todos llevan colgando un
aparato de estos que no callan. Una manera como otra cualquiera de combatir la
soledad. El nuevo examina el trabajo de los otros y sin preocuparse de bajar el
volumen, dice que bien, que si no se parte la soga, el armeal aguantará, pero
que por si acaso, lo mejor será que se lo eche cuanto antes a las vacas, que
así por lo menos no tendrá que levantarlo si se cae. Y que él no cree mucho en
esos remedios caseros que en qué coños estaba pensado cuando puso el palo, que
ni siquiera
miró si estaba sano por la parte de abajo.
Y luego, con una sonrisa socarrona que delata sus pensamientos y
después de vocear a una cabra que está ya encima de la pared del prado vecino y
que se baja inmediatamente, dice con
cierta sorna que han hecho como los políticos, que no hacen más que echar
tirantes, ahora con la Ley de Transparencia y con la Comisión encargada de que
se cumpla, que tiene huevos. Que dice el locutor que después de haberse
encargado de taparse unos a otros mucho más de lo aconsejable, ahora quieren
ser transparentes. Y cuidadito con quien no lo sea, que la susodicha Comisión
va a ser implacable. Y, ¿quién va a formar y presidir dicha Comisión? Los
políticos, naturalmente, según la representación parlamentaria que tengan en el
momento de la constitución. Y el cabrero se descojona de la risa, él solito,
que si alguien llegara en este momento, pensaría que le ha dado un aire. Lo de
la zorra y las gallinas, añade el hombre. Y sube un poquito el volumen de la
radio porque el locutor, con ese tonillo que ponen estos profesionales cuando
quieren llamar la atención, cuenta que los integrantes del Parlamento Andaluz,
han rectificado una decisión que les permitía subirse las dietas, sólo después
del escándalo que se ha montado en las redes sociales; que él no sabe lo qué
son ni falta que le hace. Y luego añade: “Mira, otro tirante. Está ya el país
tan lleno de remiendos que pronto no vamos a diferenciar lo nuevo de lo viejo”.
Y Braulio, que anda liando un cigarro parsimoniosamente, no puede
estar más de acuerdo con el pastor. Y es que sabe que, a veces, los tirantes no
son suficientes. Porque cuando el palo está torcido lo mejor es cambiarlo.
RHM
Junio 2013