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viernes, 30 de marzo de 2012

CHOCOLATE



Dicen que los habitantes de los países del norte de Europa tienen numerosos vocablos para referirse al frío y sólo unos cuantos para nombrar el calor. Eso mismo nos pasaba a los niños del pueblo: conocíamos muchas palabras relacionadas con la agricultura y el ganado y casi ninguna que tuviera que ver con la tecnología, la industria o los servicios. Y qué decir de las polisémicas. Aplicábamos siempre el significado que usábamos e ignorábamos los demás.
De las más de quince acepciones que el DRAE dedica al verbo servir, en el pueblo sólo conocíamos dos: servir para algo o servir a alguien. En cuanto a esta última, éramos unos expertos: nuestros padres llevaban toda la vida sirviendo y algunas de nuestras madres habían salido del pueblo por primera vez para irse a servir a Béjar, Piedrahíta o Salamanca. Ni que decir tiene que todos los hombres hacían el servicio militar, aunque no sé yo si tendrían muy clara la idea de servir a la Patria. La acepción referida a asistir la mesa ni la conocíamos ni sospechábamos que pudiera existir. Imaginaos el efecto que hubiera producido en nuestros paisanos que alguien hubiera dicho: “Ve a servir el heno a las vacas” o “ya es hora de servir la cena a los guarros”. En el pueblo usábamos el término echar que, francamente, sonaba mucho mejor. Ve a echar el heno a las vacas, ¿has echado de comer a los guarros? Incluso para referirnos a nuestro propio yantar usábamos echar. No me eches más, que tengo poca hambre.
Y fue este desconocimiento de la polisemia el que me hizo quedarme sin chocolate el día de mi primera comunión.
Hacíamos la comunión en el pueblo siempre en primavera, con la sierra teñida de amarillo por la flor de los piornos y los trigos a punto de encañar. Los prados, los robles, los pájaros y todas las criaturas que habían permanecido inertes durante el invierno resucitaban con la primavera llenando los campos de música y color. Los niños no esperábamos ese día con impaciencia e ilusión desmedidas, como ahora. No soñábamos con recibir grandes regalos – ni pequeños-. Nos vestían de fiesta, a veces con alguna prenda heredada de un primo que hubiera hecho la comunión el año anterior: chaqueta de lanilla, pantalones cortos nuevos, calcetines blancos, calados, primorosamente tejidos por la madre y sandalias abiertas, de goma, naturalmente. Salíamos de casa con la familia hacia la escuela y, desde allí, con el maestro al frente, caminábamos en procesión hasta la iglesia. Después de la ceremonia, cada uno a su casa. Cambio de ropa y toda una tarde para jugar. Así había sido siempre y así fue hasta que al Padre Ángel se le ocurrió obsequiar a los comulgantes primerizos con un chocolate en su casa. Y allí fuimos todos, madres y niños, a la casa del cura, un edificio amplio, de una sola planta, rodeado de un corral inmenso, con árboles y rosales. La mejor casa del pueblo, sin duda.
No sé muy bien por qué, hacía con nosotros la comunión un niño que pasaba los veranos en el pueblo, cuya madre vivía y trabajaba en Madrid. En cuanto llegamos a la casa, esta mujer se colocó encima del vestido un amplio mandil blanco, con un peto del que salían dos hermosos tirantes, ribeteados con puntillas, que se cruzaban en la espalda y que le daban un aspecto de doncella de película. Sólo le faltaba la cofia. Y de esta guisa se acercaba a los niños y les llenaba el vaso de un chocolate humeante y oloroso. Cuando me llegó el turno, la señora, muy amablemente, me preguntó:
-¿Te sirvo?
Y yo contesté rotundo:
-No.
Y me quedé sin chocolate. Porque realmente la hermosa señora que tan gentilmente me preguntaba no me servía para nada. Lo que yo quería era que me echara chocolate en el vaso. Y cuanto más, mejor.
Me quedé sin chocolate hasta que la mirada vigilante de mi madre se posó en mi vaso vacío. La señora del delantal blanco se acercó y le dijo algo así como que no debía de gustarme el chocolate porque no había querido que me sirviera. Entonces mi madre, le retiró amorosamente la olla y el cucharón y, sin más comentarios, se acercó a mi mesa y me echó dos cazos.


RHM

domingo, 11 de marzo de 2012

PARED


Casi nunca se nos presentaba una tarde como aquella: todo el tiempo para nosotros, haciendo nuestra santa voluntad, sin más compañía que unos cuantos borregos que andaban a lo suyo, medio escondidos en el lindón, buscando entre las matas las hierbas escasas de la escasa primavera serrana. Lo habitual era exactamente lo contrario: Vas, echas el agua y te vuelves y mucho cuidaíto con quedarte de caraba con el primo. Que cuando vuelvas, lo catas. Y metían, además, alguna pulla: Que nosotros tenemos mucho que hacer y esos lo tienen ya todo hecho.
Las madres estaban tres prados más allá, tapadas por enormes bardos de sauces y espinos, escabuchando el trigo que empezaba a verdeguear en el huerto. El prado, un recinto pequeño de geometría irregular, lindaba con otro cuya pared tenía varios tramos en el suelo y nosotros, llevados por ese afán de imitar a los adultos y de demostrar nuestra valía, amén de que lleváramos ya un buen rato tumbados debajo de los robles lanzando cantos a los arrendajos y a las tórtolas sin ningún resultado, decidimos levantar uno de los trozos más arruinados.
Así que, ni cortos ni perezosos, nos pusimos a la faena: retiramos las piedras caídas hasta dejar al descubierto el suelo embarrado y las colocamos cerca, en fila, para tenerlas a mano. Nos pusimos uno enfrente del otro y emprendimos la tarea. Habíamos visto a los hombres del pueblo levantar portillos tantas veces sin que nos dejaran meter mano -quita de ahí, estorbo- que puedo decir que dominábamos la teoría con una solvencia extraordinaria. Así que, como ellos, empezamos colocando las piedras más pesadas abajo, directamente sobre el suelo. Luego, fuimos poniendo las otras encima, buscando el asiento más favorable, sin más argamasa que la propia fuerza de la gravedad. En los huecos metíamos cantillos más chicos que golpeábamos con otros hasta que quedaban firmemente agarrados a la pared. O eso creíamos nosotros. Y así, poco a poco, fue surgiendo una esbelta fila de piedras, algo torcida, la verdad, que pronto alcanzó una altura de un metro, más o menos, que nos pareció suficiente. Y fue entonces cuando oí a mi primo, como si reflexionara para sí mismo:
- Antes de colocar las cabreras deberíamos probar si es segura.
Y sin más comentarios lo dos trepamos encima de lo hecho y nos pusimos a saltar. Subíamos y al caer flexionábamos las piernas, empujando para hace más fuerza. Claro, que sólo pudimos saltar cuatro o cinco veces porque, de repente, la pared, que tan laboriosamente habíamos levantado, se vino abajo con un ruido que a nosotros nos pareció ensordecedor, pero que, seguramente, nadie pudo oír porque quedó apagado por nuestros gritos y, luego, por nuestras propias risas.
Desde aquel día, en esa escala imaginaria que he ido forjando sobre la utilidad del conocimiento, uno de los primeros lugares está ocupado por esos hombres que saben hacer cosas útiles.